¿Para qué leemos? ¿Qué sentido pueden tener los libros cuando no nos ayudan a enfrentar la realidad?
Puro humo, un artículo de Gilmar Siqueira
“La literatura es para el hombre lo que, de alguna forma, la autobiografía es para el individuo. Es su Vida y lo que queda aún en pie ”. John Henry Newman, La idea de Universidad
Me acuerdo que el profesor George Steiner dijo que un gran riesgo para los que dedican demasiado tiempo a los libros es que quizás no escuchen el grito de alguien que les llama desde la calle. No pongo aquí la citación porque no sé si la he leído en uno de sus libros o si la he oído en el documental “La belleza y la consolación”. Pero esto no tiene importancia. Me acordé de la frase porque en los artículos anteriores traté de la ayuda que puede dar la literatura a alguien que vive demasiado en su propia cabeza: es una ayuda para conducir dicha persona hacia la realidad.
En el artículo titulado “Chispas” di el ejemplo del personaje Alyosha, de la novela Tinkers Leave (Unas Vacaciones), de Maurice Baring. Dije entonces que el hombre que no vive más que para sus pensamientos, una vez que conociera la historia de Alyosha, podría empezar a preguntarse si sus compañeros cercanos no serían también un poco como Alyosha. Y esta sería la chispa que la lectura de la novela prendería en él. Sin embargo, de nada valdría para él preguntarse tal cosa si en algún momento no pretendiera averiguar de verdad si habría posibles Alyoshas a su lado: entonces las chispas se convertirían en puro humo. Y el humo tampoco nos deja ver bien las cosas. Lo que quiero decir es que, si la experiencia literaria no es de alguna manera vivida, pierde incluso su propia razón de ser. Por otro lado, el amor a los libros lo pude tener cualquiera, como dijo Chesterton:
“El sincero amor a los libros no tiene nada que ver con la inteligencia o la estupidez más que cualquier otro amor sincero. Es una cualidad de carácter, una frescura, un poder de placer, un poder de fe. Una persona tonta puede disfrutar con la lectura de una obra maestra tanto como una persona tonta puede deleitarse cogiendo flores. Un tonto puede estar enamorado de un poeta tal como puede estar enamorado de una mujer”
G. K. Chesterton. A Midsummer Night’s Dream. The Common Man.
Claro que si los libros que el pobre loco empieza a leer no son más que palabras sobre palabras, es decir, no hablan de cosas sino de ideas, muy probablemente se alejará más de la realidad y tendrá, como el Don Pedro Nolasco de Pereda, cada vez más palabras (ridículas) para escaparse de las experiencias concretas, aunque ellas se planten en su cara. Porque, y aquí volvemos una vez más con Chesterton, el principal uso de las grandes obras literarias no es literario:
El uso más elevado de los grandes maestros de la literatura no es literario. Va más allá de su magnífico estilo e incluso de su inspiración emocional. El primer uso de la buena literatura es que previene al hombre de ser meramente moderno. Ser meramente moderno es condenarse a uno mismo a una última estrechez, tal como gastar la última moneda terrestre en el sombrero más nuevo puede condenarse a uno mismo a lo anticuado. El camino de las antiguas centurias está sembrado de muertos modernos. La literatura, la clásica y la perdurable, hace su mejor trabajo recordándonos perpetuamente toda la redonda verdad y balanceando otras ideas más antiguas con las ideas a las cuales podríamos estar predispuestos por un momento.
G.K. Chesterton, On Reading, The Common Man.
La buena literatura es un recorte de la realidad, habla de cosas, evoca en el lector experiencias que él puede conocer por su imaginación o incluso por su vivencia concreta.
Y entonces, con la narración, es decir, con la forma, el lector conocerá una nueva manera posible de expresar (y asimismo de comprender) sus propias experiencias. Pero, para que la chispa se convierta en fuego y no en puro humo, tendrá que levantar la cabeza y mirar lo que está fuera de él.
La experiencia literaria será entonces un camino hacia la realidad.
Pero no será el único camino, por supuesto. Os pondré otro ejemplo, que también será literario porque muy probablemente vivo bajo el riesgo descrito por el profesor George Steiner. En su novela Sotileza, José María de Pereda nos presenta la experiencia del personaje Cleto: era él un pescador santanderino que vivía con una familia terrible; sus padres y su hermana eran gente bastante ruin, enconada y sucia. Y Cleto, a pesar de vivir en aquél medio, no era totalmente como ellos: claro que se dejó influenciar porque no conocía otra clase de vida. Sin embargo, un día la conoció:
(…) y no sabía que un mozo como él, que no sentía la necesidad de ser malo ni hallaba placer en vivir como se vivía en el quinto piso, podía encontrar en otra parte algo que echaba de 19menos, cierto aquel, a modo de entraña, que le escarbaba allá adentro, muy adentro de sí mismo, como lloroso y desconsolado. Y este algo pareció en la bodega, en la jovialidad de tío Mechelín, en la bondadosa sencillez de la tía Sidora, y hasta en la limpieza y el buen orden de toda la habitación. Allí se hablaba mucho sin maldecir a nadie; se comían cosas sazonadas, a horas regulares, se rezaban oportunamente oraciones que él jamás había oído, y si se quejaba de algún dolor, se le recomendaba con cariño algún remedio, y hasta se lo preparaba la misma tía Sidora… En fin, daba gusto estar allí donde se hallaban tantas cosas que le alegraban aquella entraña <<de allá dentro>>, que antes siempre estaba engarruñada y triste; y le hacían coger apego a la vida, y distinguir los días nublados de los días de sol, y los ruidos ásperos de los sonidos dulces; y hablar, hablar mucho sobre todo lo que le hablaran, y recordar lo que había sido antes para recrearse un poco en lo que iba siendo.
El fragmento es precioso y nos viene muy a propósito: Pereda describe a un mozo sensible que sufría por toda la fealdad en que vivía sin saber que había algo más, algo que le hiciera “coger apego a la vida”; y no es que fueran gentes cultas que se ponían a charlar sobre todo lo divino y humano a lo largo del día; eran gente como él, que vivían en la misma calle que él, que tenían el mismo oficio y los mismos intereses, pero que eran felices “sin maldecir a nadie”. Y es impresionante porque Pereda dice exactamente lo que llamó la atención de Cleto: la buena conversación, la comida a horas regulares, las oraciones y el orden de aquella modesta casa de tío Mechelín y tía Sidora. Cleto, que sufría por “aquella entraña de allá adentro”, tuvo una visión de otra vida posible para él, una vida que alegraría a la tal entraña; y, como los que vivían tal vida eran gente como él, acabó por creer que también él podría vivirla si realmente lo quisiera.
Este fragmento tiene mucha importancia en este artículo por dos razones: la primera es que Cleto, tal y como era, sería incapaz de describir su experiencia con palabras, por más seguro que estuviera de su veracidad (porque vaya si lo era veraz); y la segunda es que, con Cleto, los lectores tenemos el relato de un hombre muy sencillo que encontró, a pesar del abismo en que vivía, una esperanza de abandonarlo para vivir como Dios manda.
Cleto es un poco como todos nosotros porque, aunque intentemos leer algo, luego nos deparamos con la dificultad de comunicar nuestra experiencia. Y muchas veces tenemos necesidad de comunicarla para comprender su sentido; Cleto, sin embargo, no la tenía: la vio, la experimentó y se agarró a ella, como buen marinero que era, para salvarse del naufragio de su propia vida. Ojalá los que necesitamos leer para acercarnos a la realidad seamos más firmes como Cleto y menos locos como los ideólogos.
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