<<On dirait que la douleur donne à certaines âmes une espèce de conscience>>
Leon Bloy
Maxence Van Der Meersch: Pescador de hombres
No es exageración decir que el dolor le dio a Maxence Van Der Meersch la conciencia de su vida y responsabilidad: el sufrimiento lo rescató del hastío y de la desesperación. Nacido en 4 de mayo de 1907, en Roubaix, frontera entre Francia y Belgica, Maxence era hijo de un comerciante adinerado que, mismo en tiempos de guerra e invasión alemana, pudo salirse bien. Tenía Maxence una hermana mayor, Sarah, cuyo fallecimiento a los 19 años ocasionó una ruptura entre sus padres.
La larga agonía y la noble muerte de la joven Antoinette, en la novela Invasión, publicada en 1934, es en cierta medida el rescate y la justificación que Meersch le dio a su propia hermana. El personaje de la novela vivía con su madre, mujer irresponsable y preocupada sólo por el dinero; y sin embargo sentía que le faltaba algo; sentía que su vida era pequeña, vulgar, sobre todo si la comparaba con la buena educación y el cariño que su padre le daba al hermano menor. Antoinette anhelaba, como todos en Roubaix, el fin de la guerra. Pero también anhelaba algo más: sintiéndose desilusionada de la vida a temprana edad, gracias a la visión degradada y disminuida que le había dado su madre, deseaba algo que sobrepusiera a toda aquella miseria y contuviera alguna belleza. Ya en la cama, al borde de la muerte por tuberculosis, la madre consiguió que un soldado inglés – ¡un liberador! – entrara en la casa para que Antoinette pudiera verlo: la chica, entonces, extendió sus brazos hacia él, tocó los botones de su guerrera y se echó a llorar. A pesar de todo deseaba dejar un buen recuerdo: una lección para sus padres y para el hermanito pequeño.
Es muy fuerte la la imagen que nos da Meersch de su muerte:
«Vieron a Edith y Samuel, desesperados, sosteniendo el busto descarnado de un ser irreconocible, una especie de Cristo de ojos apagados, largo cabello flotante y luminoso, con los brazos en cruz y la boca abierta, como si en el momento de entregar su alma hubiese lanzado un grito.»
Y luego empieza el siguiente capítulo con una frase terrible: “el holocausto de Antoinette no sirvió para nada”. Aunque la pobre no haya podido reunir otra vez a sus padres, me atrevo a decir que el sacrificio de la chica tuvo, sí, un sentido: el que le dio el autor, mientras lo escribía y revisitaba la vida de la propia hermana que tan temprano le fue arrebatada.
La novela Invasión es la larga narración de las penurias de la gente de Roubaix durante la Primera Guerra y sus relaciones con los invasores.
Tanto la miseria como la traición, desde luego, se hacen presentes, pero también el heroísmo y el perdón. Meersch nos recuerda, por ejemplo, a través del industrial Pascal Donadieu, que un hombre, cuando le vienen encima las estrecheces, es capaz de encontrar un principio que le de sentido a su vida y arrepentirse por la inutilidad de las vanas acciones anteriores; pero, una vez que regresa al mundo de la opulencia, el placer y la comodidad ganan fuerza suficiente como para ahogar la conciencia. El autor nos enseña también que un amor enteramente idealizado y devoto, como el del honesto y valeroso Patrice Hennedyk hacia su enfermiza mujer Emilie (su child-wilfe), puede desembocar en la más grande de las traiciones: Emilie traicionó a Hennedyk con el medico alemán que ocupó su casa.
Tras salir de la prisión, Hennedyk, aunque estuviera completamente libre y que sus empleados le reclamasen para la reconstrucción de su fábrica, no tuvo fuerzas para vivir hasta ser capaz de perdonar a su mujer: es que precisamente aquél amor abnegado es lo que le había infundido valor.
Meersch también ha retratado aquellos que durante la guerra han colaborado con el enemigo en cambio de beneficios económicos, pero que, después de la liberación, hicieron galas de resistentes de primer orden. Mientras que muchos otros – aquellos que, calados intentaban resistir – fueron llamados colaboracionistas y humillados. Lamentablemente sabemos que lo mismo pasó también al fin de la Segunda Guerra. De todos modos, aun en Invasión, me gustaría destacar la figura del Abate Sennevilliers, inspirado en Abbé Pinte, sacerdote que estuvo en la resistencia y que ayudó con que Meersch regresase al seno de la Iglesia. Pondré aquí sus últimas palabras en la novela:
«Yo he pensado siempre que por vil, por degradado que sea un hombre, queda en él algo de la chispa divina. La busco y me basta encontrarla para amar al hombre. En los rostros más cerrados, más hostiles, más herméticos, gusto evocar el rasgo ennoblecedor de un sufrimiento, el reflejo de un amor… Y consigo imaginarme los rasgos, esos rasgos frecuentemente duros y groseros, embellecidos y transfigurados por un sentimiento humano, una paternidad, una pura ternura o bien esta angustia de un destino incierto al que estamos todos abocados. Y a mis ojos, el hombre pasa a convertirse en otro y le amo, impulsado por el infinito problema, por ese drama trágico que hallo en él, como en todos, como en mí mismo.»
El sentimiento trágico de la vida está siempre presente en la obra de Meersch
Aquello que Unamuno llamaba el sentimiento trágico de la vida está siempre presente en la obra de Meersch, más concretamente cuando en sus narraciones nos muestra escenas de desesperación, profanación, miseria, soledad, suciedad y, al fin de todo, esperanza. Porque la esperanza tiene una fuerza en todas sus novelas: es que sus personajes son aquellos que, en medio de los propios escombros, intentan rehacer sus vidas. Algunos, por su culpa, fallan miserablemente; los otros, los que pueden hacerlo, son ayudados por algo que los transcende. Porque Meersch, como católico, sabía que la Gracia supone la naturaleza. Pero no lo ha sabido desde siempre: también él, en su juventud, tuvo miedo de perderse. En su primera novela, La Casa de las Dunas, publicado en 1932, nos cuenta la historia de Silvio, contrabandista de tabaco que, por casualidad, un día cambió de ruta y encontró una hospedería. Allí conoció a una chica muy hermosa, que le dejó desconcertado; una chica que parecía distinta de todas que conocía:
«Y aquella frescura, aquella juventud, le conmovían. No se atrevió a sostener mucho tiempo su mirada. Le parecía injurioso mirarla de hito en hito, dejarle ver los pensamentos que le inspiraba. Miraba su busto, apenas dibujado todavía, como el pecho de una adolescente. Llevaba um vestidito de indiana cuyo escote cruzado mostraba solamente el nacimiento de la garganta y llenaba a Silvio de una casta turbación, donde nada impuro venía a mezclarse. Ella simbolizaba para él la juventud. Experimentar, contemplándola, un pensamiento insano le hubiera parecido vergonzoso. En su imaginación, la comparaba a algo puro, inmaculado, como la blanca nieve que hubiera vacilado hollar con sus pasos.»
Semejante imagen quedó grabada en su corazón y, a partir de aquel momento, decidió cambiar de vida. La visión de aquella joven le despertó sus sueños de niñez: deseaba ser un hombre bueno.
Resolvió entonces dejar el contrabando para conseguir un trabajo honesto, aunque fuera a cambio de poco dinero. Semejante cambio, sin embargo, fue notado por la mujer que vivía con él: la mujer a quien se había unido tan solo por el placer. Ella no podía comprender qué es lo que le pasaba a aquel hombre que, de un momento a otro, empezó a aborrecerla y dejar de darle regalos. Entonces decidió investigar y descubrió las constantes visitas de Silvio a la Casa de las Dunas: también se fue hasta ella y humilló a la “amante” del hombre que consideraba suyo. Aquí la imagen de la profanación es bastante clara: cuando supo que su mujer había dicho cosas repugnantes a la joven, Silvio sintió que su sueño se había roto. Meersch nos cuenta que el personaje desapareció de casa por tres días y, al regresar, estaba sucio, desharrapado y oliendo a vómito. A partir de entonces llevó la misma vida que antes, incluso con renovada energía. Se arriesgaba cada vez más, a plantarle cara a la muerte, hasta que la encontró: con un proyectil en el cuerpo se fue arrastrándose hasta el jardín de la casa que un día le dio una esperanza de salvación.
El amor con Thérèze Denis
El mismo Meersch se deparó con semejante visión en su vida. Fue cuando, más o menos en 1927, se enamoró de Thérèze Denis, una pobre y enfermiza obrera que desde entonces se convirtió en el principal personaje de su vida; es probable que, si no fuera por ella, no hubiéramos conocido a Maxence Van Der Meersch. Algo de esta historia nos cuenta el autor en su novela Cuerpos y Almas, publicada en 1943, cuyo protagonista es el joven estudiante de medicina Michel Doutreval, hijo de uno de los grandes profesores de su facultad (Jean Doutreval); si las cosas hubiesen seguido su “curso natural”, Michel se casaría con la hija de un gran cirujano compañero de su padre. Pero, por casualidad, el joven conoció Evelyne Goyens en un hospital: se encontraba allí para tratar a una tuberculosis y se quedaba todo el día sola. Su única “compañía” era un reloj de bolsillo, como confesó a Michel. Una miseria tan grande le trastocó completamente:
Michel llevaba una vida atribulada. Nada le faltaba y vivía en medio de la abundancia; pero afuera conocía la más cruel de las miserias: la que se ceba en un ser amado. Jamás se le había revelado de una manera tan brutal esa injusticia que permite a unos derrochar el lujo mientras que otros carecían de los más necesario.
Vivía al mismo tiempo en dos mundos distintos: el de la superabundancia y el de la más espantosa indigencia. Pasaba continuamente de uno a otro, se exasperaba y se rebelaba contra el dinero, la sociedad y las desigualdades (…).
Luego volvía al lado de Evelyne, en aquel outro ambiente de humilde miseria, de injusticia y de resignación. Y se imponía a su vez esa otra realidad, más trágica y más terrible. Realidad demasiado siniestra, lacerante como un remordimiento, de la que uno aparta la vista y huye para poder ignorarla, pero que él había visto cara a cara, que ya no podía olvidarla y cuyo ponzoñoso recuerdo subsistiría mientras viviera si no oebedeciera al nuevo deber que le imponía.
Michel cambió al conocer aquella joven completamente desamparada. Sabía que, si la abandonase, ella moriría. Evelyne no tenía a nadie más en el mundo. A partir de entonces, Michel empezó a sentirse culpable por la tranquila vida que llevaba: ¿como podría él vivir tranquilamente mientras que ella sufriría sola hasta la muerte?
No pudo abandonarla. Se peleó con su padre y dejó su casa para buscarla. Renunció a todo: conquistas profesionales y fortuna, para cuidar a aquella pobre y enfermiza obrera.
¡Evelyne! Michel corrió hacia ella pronunciando su nombre con un hilo de voz. Una diáfana claridad le iluminaba los ojos del alma, y al volver a ver Evelyne tenía la deslumbrante certeza de estar en la posesión de la verdad. Aquel grito encerraba la confesión de todos sus sufrimentos, de sus luchas, de su amor más fuerte que todo, triunfante, más poderoso que el mundo, que los hombres, que sus propias dudas y que sí mismo. No pudo decir más. Aquel sólo nombre, cual una invocación que pronunciara, contenía todo su caudal de abnegación, de ternura, de piedad, toda la heroica locura de su sacrificio. Y tuvo la certidumbre de que también ella lo comprendía.
Meersch, de la misma manera, se peleó con su padre para poder vivir con Thérèze.
En Cuerpos y Almas, Jean Doutreval no podía comprender qué le había pasado a su hijo para poder enamorarse de una chica pobre y sobre todo enferma. Creó a Michel completamente libre, sin ataduras, para que pudiera realizar todas sus voluntades, para que pudiera triunfar, para que estuviera siempre muy satisfecho de sí mismo. Entonces para él era incomprensible que el joven pudiera atarse así a algo que veía como una prisión, en un sacrificio inútil y absurdo. El viejo Doutreval, sin embargo, pasó a comprender un poco mejor a su hijo cuando, tras haber intentado sobreponerse a todos (incluso a sus propios hijos) para realizar a su voluntad, pudo percibir con horror que había dedicado su vida a una obra enteramente falsa. No solo se había destruido a sí mismo, pero también a sus hijos. Él – y solamente él – era culpable. Llegó al abismo de la desesperación. Afortunadamente su alma era de aquellas, como la de su hijo, que reciben une espèce de conscience del dolor. Así podemos ver la reconciliación de Jean y Michel Doutreval al fin de la novela. Meersch la dedicó a su padre.
El obrero de la pluma
Para mantener a su mujer, Meersch empezó a ganar la vida como escritor: se llamaba a sí mismo, medio en broma, obrero de la pluma. Percibió entonces que la miseria en que vivían su mujer y él era como la de muchos otros obreros pobres. La indignación que aparece en obras como Cuando Enmudecen las Sirenas, Pescadores de Hombres, La Esclavitud de Nuestro Tiempo y en la trilogía La Muchacha Pobre (inspirada en la vida de Thérèze), no es de un resentido que desea derramar el sangre ajeno para vengarse, pero la de un hombre sensible que mira con tristeza que las vidas de tantas gentes eran guiadas solamente por un trabajo miserable y placeres vulgares, llenos de perversidad. Meersch vio que esa pobreza, tanto de cuerpo como de espíritu, alimentaba el odio; aquellas personas tenían una vida disminuida, eran como juguetes rotos. Tanto le espantó semejante visión, que nos la enseñó con dureza en sus novelas; por esa razón le llamaron “naturalista” y, más que eso, le apodaron de “Zola cristiano”.
Meersch sabía perfectamente que el trabajo no es el fin de la vida humana, no es más que un medio.
Gracias al amor de Thérèze pudo descubrir que el hombre fue creado para algo muy superior, para un fin trascendente, y que la vida solo tiene sentido si se hace de ella un sacrificio. Con el suyo, pudo escapar de la desesperación que conoció todavía en la juventud; abandonó el amor a sí mismo, que contiene todo el egoísmo, para dedicarse al amor a otra persona, que tanto le necesitaba. Y, tras años de lucha (de los cuales también podemos saber algo gracias a Cuerpos y Almas), logró salvar a su mujer de la tuberculosis; pero desafortunadamente la misma enfermedad le llevó en 1951, dejando a solas Thérèze y la hija de la pareja, a quien habían llamado Sarah.
Gilmar Siqueira
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