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¿Qué hay que creer? Adentrándonos en un libro del Cardenal Garrone

Un libro del Cardenal Gabriel María Garrone en el qué se formula una pregunta, qué hay que creer, ¿Responde el libro a esta cuestión?

¿Qué hay que creer? Adentrándonos en un libro del Cardenal Garrone, un artículo de Miguel Toledano

Con este título impresionante publicó el Cardenal francés Gabriel María Garrone (q.e.p.d.) un libro en 1967, editado en español un año después por la librería San Pablo con la traducción de “Qué hemos de creer”, que para el caso es lo mismo.

Yo he manejado el texto original de París y debo decir que, al menos por lo que yo concluyo del idioma francés, el autor atrae al lector con la ominosa pregunta, que después no responde, pasando a provocar una sensación de hastío, de hartazgo y hasta de tomadura de pelo en quien, como yo, se atreve, se dispone y se empeña (en los distintos sentidos del término) a completarlo, de cabo a rabo.

La introducción, desde su primera página, revela al Cardenal saboyano como un conciliarista convencido, resaltando que gracias al Vaticano segundo “han caído los revestimientos” de la fe, sin que ello deba provocar “miedo”.  Yo advierto ya no una, sino incluso dos contradicciones:  Es curioso que se afirme, dado el circiterismo de los documentos conciliares tan brillantemente denunciado por un Amerio, que éstos venían a despojar de revestimientos a nuestra fe; y es llamativo igualmente que quien destaque esa pretendida fe desnuda se recree en párrafos y párrafos de capas, forros y enlucidos.

Lo cierto es que el capítulo primero empieza muy bien, con cuatro afirmaciones que distinguen al cristiano: si se ama a Dios sin amar al prójimo hay mentira; se nos juzgará sobre lo que hayamos hecho con quienes tienen hambre y sed; no hay caridad sin justicia; y Dios quiere salvar a todos los hombres de buena voluntad.  Estos puntos se engloban bajo unas supuestas “verdades primeras y referencias de fe” de lejano sabor racionalista en lo metodológico, pero ciertamente católicas.

El segundo de los capítulos trata de los fundamentos de la fe, que son la palabra de Dios y los sacramentos.  Al comienzo de este discurso vuelve a surgir el Concilio del papa Juan, como él lo denomina con términos que no dejan lugar a dudas.  Es muy interesante, además del hecho de colocar al Segundo Concilio Vaticano al frente de los fundamentos de la fe, el párrafo dedicado a cómo debe interpretarse el Concilio:

“Por tanto, lo que el Concilio ha promulgado, por boca del Soberano Pontífice, debe escucharse con el corazón.  Con el corazón deben leerse y escucharse estos documentos sobre la Liturgia, sobre la Iglesia.  Sólo ellos nos llegan verdaderamente como de Dios, y no los comentarios, incluso los mejores, a fortiori los que se presentan como ecos partisanos.”

El Cardenal Garrone se nos revela, pues, como un textualista conciliar en la línea de un Ratzinger.  Máxima defensa del Concilio, pero a la sola luz de sus textos, como si de un protestante se tratase en su encumbramiento de la Escritura sagrada.

La crítica del Concilio es vedada como si de casi un crimen se tratase; y un crimen horrendo, que suscita pavor:

“Qué responsabilidad no asumirían los que, con ocasión semejante, trabajasen por desacreditar más o menos abiertamente, más o menos violentamente, ya sea la autoridad del Concilio mismo, ya la de los Obispos y del Papa, ya la de los documentos oficiales.”

Aquí va mas lejos el Cardenal francés que el Papa bávaro, en cuyo entorno sí se ha admitido cuanto menos una crítica intelectual a la prolija producción de Constituciones, Decretos y Declaraciones entre 1962 y 1965.

No estamos, no obstante, ni ante un pacifista ni ante un francmasón declarado.  Cuando trata de Jesucristo, Nuestro Señor, Dios en medio de nosotros (Mt 1, 23), como tercer epígrafe relativo a la palabra de Dios, se muestra firme respecto a la defensa de la tradición de la Iglesia:

“Ahí esta el centro de toda la Revelación.  Por esa verdad lucharon tantos hombres hasta con sangre, rechazando dejarla volatilizarse en una idea fácil, menos violenta, más próxima a nuestra razón humana.”

Podríamos decir que no se perciben en el Cardenal tentaciones de un ecumenismo lato sensu hacia mahometanos o judíos, o paganos de diverso pelaje, que no han reconocido la Encarnación y que han sido objeto de corrección incluso violenta, cuando la defensa de dicha verdad revelada lo ha exigido.

Pero, por otra parte, sí se advierte a menudo, en diversos momentos del texto, un desprecio por esa presentación “seca e intelectual de la fe” con que, sin nombrarlos valientemente, se quiere afear a la Escolástica y al primer Concilio Vaticano.  También en esto se ha corregido, en parte, el ratzingerismo frente a la borrachera sentimental propia de las décadas de 1970 y 1980.

Hay que denunciar igualmente el galicanismo desvergonzado de Garrone; sin pudor alguno ensalza las “admirables expresiones” de los modernistas Blondel, Ollé-Laprune y Claudel, a quien considera “luz de la fe” y autor de “admirables reflexiones”.  Se recrea con Descartes, Pascal, de la Taille, Valensin, Valéry, Bernanos, e incluso cita las referencias de Augusto Comte, Gaston Berger, Malraux y Sartre.  Ante esta tentación moderna tan presente en el catolicismo francés, nosotros recordamos la gigantesca figura de fray Tomas de Rocabertí, gran dominico catalán, inquisidor y virrey de Carlos II, que con toda razón se las tenía tiesas a Bossuet y a Luis XIV.

En relación con la Misa nueva se manifiesta también el cardenal saboyardo acorde con los tiempos, afirmando incluso lo que quienes nos interesamos por la historia de aquellos momentos no hemos corroborado científicamente, sino todo lo contrario; a saber, no era el pueblo cristiano, sino sus élites, y ni siquiera el Concilio en la forma que Pablo VI y Bugnini la ejecutaron, quienes demandaron la transmutación de la Liturgia.  No opina así Garrone, situándose en el oficialismo más lirondo:

“Esta Misa ‘al revés’ ha suscitado casi tempestades.  Todavía no le faltan detractores, si bien corresponde no sólo al deseo del Concilio, sino incluso a la piedad de la inmensa mayoría de los fieles.”

Todo criterio lógico se despacha con un argumento autoritario, que no de autoridad, porque naturalmente quien así se expresa la pierde:  “Los que querrían oponerse al deseo de la Iglesia se equivocan.”  En realidad, nuestro cardenal es un centrista, porque a continuación explica que tampoco tienen razón quienes no quieren ver, bajo las protestas de la tradición, una advertencia necesaria.

Adentrándose brevemente en la cuestión litúrgica, quien todavía no había recibido el capelo de manos de Pablo VI, pero estaba a punto, repite las tesis habituales de los reformadores:  Que si la nueva disposición del altar es, en realidad, perfectamente tradicional (desmentido por las investigaciones del profesor Gamber); que si el carácter de la ofrenda de la Misa es esencialmente comunitario; que si la concelebración expresa esa misma unidad radical y la hace aún más sensible espiritualmente [?].

Pero al mismo tiempo asegura no estar conforme con que el Sagrario quede desplazado del altar y reconoce que no se ha alcanzado aún el equilibrio perdido con la reforma.  Ergo hay un reconocimiento implícito de que dicho equilibrio existía antes de la misma.  La conclusión, otra vez ordeno y mando:  “No esta permitido dudar” de que la puesta en práctica de la renovación litúrgica es “leal, mesurada, progresiva y ofrece a la comunidad cristiana vías para un gran progreso”.

Incluso dentro del ecumenismo es el Cardenal de Santa Sabina un elemento sui generis, puesto que al tratar de los sacramentos no admite con facilidad a los hermanos separados:

“Estas cosas son graves.  No se puede jugar con ellas, incluso con una intención pura.  Hay que tomárselas en serio.  Se las acepta o se las rechaza, pero una celebración que parecería un revoltijo de aquéllos para los que estas cosas son verdaderas con aquéllos para quienes no lo son escondería en realidad una división incompatible con el Misterio mismo que se quiere celebrar.  Aún más, aquéllos que, creyendo estas cosas verdaderas y participando en la fe de una Iglesia que vive de ellas, aceptaran hacer abstracción de las mismas en el momento de celebrarlas, no podrían ni estar ni no sentirse en flagrante contradicción con su fe ni incluso con la intención profunda de su caridad.”

A cuenta del matrimonio, se vuelve a perder de vista la claridad de la doctrina católica para afirmar “la igualdad en dignidad esencial del hombre y de la mujer, cuyo principio está expresamente enunciado por ejemplo en San Pablo”.  Ni sabemos, además de San Pablo, en quién esta enunciado el principio; ni sabemos dónde ni cómo lo enuncia San Pablo, quien que yo recuerde no habla ni de esencia ni de dignidad ni de igualdad; ni sabemos, desde luego, qué es eso de la dignidad esencial, colegimos que por oposición a un misterioso concepto de dignidad accidental.

También en el fin procreativo del matrimonio hay concesiones en este conservador al psicoanálisis y a la eugenesia, aunque naturalmente se asusta de las consecuencias que se derivan de poner tronos a sus causas:

“Los valiosos descubrimientos de la investigación biológica y psicológica de los que el freudismo es símbolo quedan comprometidos por una hipertrofia de la atención dedicada a todo lo sexual, atención exasperada, reanimada sin cesar, por una explotación comercial ilimitada.

Por otra parte, conocemos el problema planteado por el desarrollo de la explosión demográfica y el lugar que ocupa hoy en la opinión publica la regulación de los nacimientos.”

Incluso respecto de los medios anticonceptivos adopta el francés un tono ambiguo y alambicado, característico de las modas anteriores a la firmeza moral de un Wojtyla:

“En cuanto a las leyes del Matrimonio y a las condiciones concretas del control de los nacimientos, la Iglesia no discute la necesidad y la urgencia de una investigación más profunda.  Pero esta investigación misma se realiza en la línea de una naturaleza mejor conocida, y el enunciado más perfecto de un cierto número de condiciones en el ejercicio del control de los nacimientos nunca será para la Iglesia más que una forma de mantener o de reanimar un clima espiritual sin el que incluso las posibilidades más aceptables sólo podrían ser fatales.  Sobre este punto como sobre cualquier otro, no constituye la libertad la última palabra, sino el amor.”

Convendrá el lector que si, a estas alturas, alguien se sigue tomando en serio el título de la obra, se trataría sin duda alguna de un clericalista impenitente.  Francamente, porque no lo tengo a mano, no recuerdo lo que dice el Prof. De Mattei de Garrone en su historia del Concilio.  Pero un amigo francés me comenta que, apenas veinticinco años después de su desaparición, casi nadie se acuerda ya de este eclesiástico, entonces relevante.

Ya en el tercer capítulo, dedicado a las verdades de la fe (¡por fin!), el antiguo arzobispo de Tolosa se despacha una vez más, casi sin venir a cuento, contra las “descripciones viejunas e infantiles con las que se encantaba la imaginación de las generaciones anteriores”, concretamente, en este caso, por lo que se refiere a la doctrina sobre el Cielo.  Ha llegado Garrone para decirnos lo que debemos creer:  “El Cielo es Cristo.”

¿Y el infierno?  La solución reside otra vez en el moderantismo, ya entonces, como ahora, dominante:

“La posibilidad dramática de un tal desenlace [la condenación] sabe cómo frenar la pendiente a la que conducirían las pasiones.  Quizás en otros tiempos se ha buscado demasiado ahí, con gran coste de retórica, instrumento eficaz para desviar del mal.  Quizás se ha desconocido el carácter accidental de semejante fracaso, a detrimento del fin normal y verdadero.  Pero no se puede mutilar libremente el Evangelio, ni menos agradar la fantasía de uno o de su gusto arbitrario por la elección.”

¿Esto es lo que debemos creer?  Porque el Catecismo no lo ha dicho nunca.  Ni el Credo tampoco.  Ni la Tradición tampoco.  Ni menos los documentos del Magisterio.

La Santísima Virgen recibe, una vez más, arena y cal en iguales proporciones, de acuerdo con la teología garroniana.  La Constitución dogmática de la Iglesia “no desconoce lo que el sentimiento popular puede tener de intempestivo en ocasiones y de excesivo”, afirma con el segundo Concilio Vaticano este intérprete autorizado.

El cuarto capítulo, penúltimo de la obra, discurre en torno a la moral cristiana.  En su epígrafe dedicado al pecado original, la teoría de la evolución viene calificada como “infinitamente probable”.  La probabilidad es una cuestión matemática que mis maestros jesuitas de ICADE evaluaban de forma porcentual, cosa que evita este jerarca galo; pero lo que yo no he leído nunca antes es que la probabilidad de una teoría científica pueda revestir el carácter de infinito.

A continuación habla el Cardenal Prefecto para la Educación Católica de “bellas imágenes” para referirse a los primeros momentos bíblicos.  Y así se ventila lo que debemos creer, a la altura de 1967, sobre el pecado original.

Más interesante, desde luego, es su consideración de la moral en aras de la santidad.  “La ley cristiana, por la elevación sobrenatural de sus exigencias”, dice Garrone, “está infinitamente por encima del hombre.”  Volvemos al adverbio relativo a la infinitud, tan caro al parecer al raciocinio de este hombre.  O sea, que la ley cristiana no sólo no está fuera del alcance del hombre, sino que ese alejamiento es infinito, gigantesco, absolutamente infranqueable.

¿Es eso lo que nos ha enseñado el Catecismo?  No.  ¿Se ajusta el Cardenal a las disposiciones conciliares, publicadas en los mismos momentos en los que él se pronuncia al frente de la Iglesia de Francia?  Sí.  Y, sin embargo, misterios de las afirmaciones conciliares y de la teología transpirenaica, el interfecto asegura que “el segundo Concilio ha recordado firmemente al respecto la doctrina tradicional de la que no es posible apartarse.”

Vamos terminando:  el quinto capítulo, destinado a la vida de la Iglesia, incluye la cuestión de la educación, de la que el cardenal francés era directamente responsable en la Curia.  Cómo no, el prelado es de los que sostienen “que una cierta laicidad puede y debe entenderse en pleno acuerdo con la fe”.

No es eso lo que sostenemos algunos; la defensa de la unidad católica, gloriosa en nuestra patria como antes en la Cristiandad, persigue lo contrario.  Desde luego ese término ambiguo no tiene por qué (“debe”, según Garrone) entenderse con la fe; pero es que tampoco “puede” hacerlo, sin perjuicio grave de la fe.  Por lo demás, o puede, o debe, pero no cabe la disyuntiva; la teología garroniana vuelve a pecar contra el principio de no contradicción.

Antes de concluir, este padre conciliar nos comparte su visión amplia sobre la metodología de la gran reunión ecuménica vaticana, polémica todavía a los más de cincuenta años de su clausura:

“El Concilio, sin ruido ni estallido [?], da la vuelta a la perspectiva habitual de reflexión, crea un itinerario nuevo de pensamiento y otorga la posibilidad de un redescubrimiento mutuo allí donde toda esperanza de reencuentro parecía definitivamente perdida.”

¿Redescubrimiento mutuo?  ¿Y quiénes son las partes que se redescubren mutuamente?  ¿Y qué es lo que ya no se conocen de sí mismas?  El entonces Pro-prefecto (y luego Prefecto) continúa en la misma línea de la “laicidad” y el “itinerario nuevo” con otro término mágico, el de “diálogo”, tercera persona de la trinidad moderna:

“El dialogo ha recibido derecho de ciudadanía [droit de cité] en una Encíclica pontifical y en el texto mismo de un Concilio.  Desgraciadamente, es posible abusar de él, como de toda buena cosa.”

Luego, el diálogo, instrumento característico del liberalismo, constituye formalmente la metodología post-conciliar y es cosa muy buena, siendo nocivos únicamente sus abusos.  En estas líneas se podrán reconocer confortablemente desde demo-cristianos hasta socialistas, desde Jaime Mayor a Pepe Bono, salido al igual que quien suscribe de las filas universitarias de la Compañía de Jesús en el Colegio de Areneros.

En síntesis, estamos ante un libro que, por analogía, recuerda al estilo del Cardenal Ratzinger y a su decisiva intervención en el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica.  Si el viejo Catecismo mayor de San Pío X afrontaba las principales verdades de nuestra Fe de manera directa, clara y concisa, el de 1997 se alarga en consideraciones de todo tipo en sus setecientas páginas.  La obra del Cardenal Garrone, en sus casi trescientas, no responde a la pregunta inicial, sino que divaga en torno a los contenidos clave de la doctrina católica en modo semejante al Schülerkreis de Castelgandolfo.

Miguel Toledano Lanza

Domingo despuésde la Ascensión, 2020

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Author: Miguel Toledano
Miguel Toledano Lanza es natural de Toledo. Recibió su primera Comunión en el Colegio Nuestra Señora de las Maravillas y la Confirmación en ICADE. De cosmovisión carlista, está casado y es padre de una hija. Es abogado y economista de profesión. Ha desempeñado distintas funciones en el mundo jurídico y empresarial. Ha publicado más de cien artículos en Marchando Religión. Es fiel asistente a la Misa tradicional desde marzo de 2000. Actualmente reside en Bruselas. Es miembro fundador de la Unión de Juristas Católicos de Bélgica.