Nuestra sección de citas y reseñas se abre camino en distintas páginas literarias que han mostrado su interés por nuestros artículos. Gracias, Gilmar Siqueira, por ser parte de este proyecto desde su inicio y por permitirnos, de tu mano, adentrarnos en esos espacios literarios a los que sólo se puede llegar con un buen guía.
«La turba y yo», Gilmar Siqueira
Los lectores que tienen la paciencia y amabilidad de seguirme en estos artículos, habrán notado que en el anterior escribí sobre un personaje de Doña Emilia de Pardo Bazán. Entonces la querida amiga Sonia Vázquez – gallega como Doña Emilia y a quien dedico este artículo – me recomendó la lectura de un cuento: “La ganadera”. Tanto me gustó la lectura de Los Pazos de Ulloa que de inmediato me puse a leer los Cuentos de la tierra, un tomo cuyo último cuento – y después comprendí la razón – es justo “La ganadera”.
A lo mejor el lector ya conocerá el cuento, pero eso no importa: es tan bueno que una única lectura no es suficiente. La historia transcurre en el pueblo de Penalouca, a orillas del mar, y el personaje principal es el párroco del pueblo. La gente de Penalouca era muy amable y pacífica casi siempre; digo casi porque, cuando empezaban las tempestades, algunos se ponían a vigilar por si se acercaba algún barco perdido o ya naufragado. Entonces, si se avistaba dicha “presa”, corrían a avisar toda la gente que se acercaba al mar con sus faroles brillantes en las noches tempestuosas. Veamos lo que nos cuenta Doña Emilia:
Aquellos faroles eran el cebo que había de atraer a la costa fatal a los navegantes extraviados por el temporal o la cerrazón, a pique de naufragio o náufragos ya, cuando tal vez no les quedaba otra esperanza que el esquife, con el cual intentaban ganar la costa. Llamados por las sirenas de la muerte a la playa fatal, apenas llegaban a tierra, caía sobre ellos la muchedumbre aullante, el enjambre de negros demonios, armados de estacas, piedras, azadas y hoces… Esto se conocía por <<ir a la ganadera>>.
La imagen es terrible: los que atraían a los navegantes no eran sus salvadores, sino sus verdugos.
Más adelante cuenta la autora que las dóciles ovejas de Penalouca, en días así, se convertían en fieros lobos, en verdaderos demonios. Algo había en su corazón que les azuzaba a la perversidad en los naufragios: gentes que serían incapaces de levantar la mano en contra de un hijo o de un padre, se volvían crueles asesinos de personas fragilizadas, personas que por algunos segundos – tras sobrevivir al mar – creían que podrían ser salvadas.
Las gentes de Penalouca, ávidas de botín, se dejaban enloquecer por la sangre ajena y se regodeaban en la crueldad para que, en el día siguiente, nadie ya hablara de la cosa como si fuera lo más natural. Claro que mucho se habló ya sobre la violencia de la turba, incluso el nombre mismo de turba parece indicar que existe un ser individual, un monstruo sediento de sangre. Pero esa bestia abstracta, si la tomamos concretamente, se compone de muchas personas; personas que, estando solas, quizás no darían alas a la crueldad. Esa crueldad cuyo hálito viscoso tantas veces sentimos y de que nos avergonzamos cuando estamos solos.
Es muy sencillo hablar de la turba, de las más horrendas fechorías cometidas por una multitud que ni siquiera se había encontrado antes. Hasta nos sentimos sinceramente impresionados e indignados. Sin embargo, también nosotros – alentados por aquellos pensamientos de que tanto nos avergonzamos e intentamos ocultar – podríamos estar en medio de la turba. Sentimos compasión de las víctimas de una crueldad y muy a menudo nos ponemos en su lugar, pero nos da un tremendo miedo ponernos en lugar de la turba.
Ese cuento de Doña Emilia hizo que me acordara de otro episodio literario semejante. En su novela Cuando Enmudecen las Sirenas, Maxence Van der Meersch nos cuenta la historia de una huelga. La historia es larga y aquí me centraré en el caso del viejo Fidèle, un hombre que se negó a estar en la huelga y siguió trabajando. Dejemos que el autor nos presente a él y su mujer:
Aquella Elise era una mujer ya de mucha edad. Tenía setenta años; una cara arrugada, la boca blanda y desdentada, la nariz seca y recta, y unos ojos grises y apagados detrás de los gruesos cristales de sus gafas con montura de hierro. Era una mujer de buen ver, siempre limpísima, y con el pelo de un blanco de plata del que se sentía muy orgullosa, y que se lavaba todas las semanas, dándole luego azulete para avivar su color de nieve. Vendía bombones a los niños, y verduras a todo el mundo. Su marido, Fidèle, tan viejo como ella, trabajada, lo mismo que Laure, en casa de Denoots, en donde tenía un buen cargo. Esta pareja de ancianos vivían el uno para el otro, disfrutaba de una tranquila felicidad. La gente les tenía afecto; Laure recordaba todavía la fiesta que el <<patio>> entero, toda la calle de Longues-Haies, dio con motivo de las bodas de oro del viejo matrimonio.
Así vivía esa pobre gente. Eran pobres, como todos, pero vivían tranquilamente con lo que ganaban Fidèle y Elise trabajando. Sin embargo, si faltase el dinero de Fidèle las cosas se complicarían para ellos. Por eso Fidèle, a quien desde luego le gustaría ganar mejor como todos, no estuvo de parte de la huelga y en el primer día se fue a trabajar. La policía entonces escoltaba a los pocos trabajadores que seguían en su labor – por necesidad –, pero Fidèle estaba seguro de que nadie se metería con un anciano como él; especialmente porque “la gente les tenía afecto”. Un día, al regresar de la fábrica, dos hombres jóvenes le pararon en plena calle. Como les respondió de mala gana, uno de ellos le levantó por el cuello; el humillado Fidèle le dio un bofetón, pero luego fue arrojado al suelo y molido a golpes. Veamos entonces lo que la gente que “les tenía afecto” le hizo (la citación es larga):
Durante unos minutos, fue allí juguete de la gente. Esta vez pudieron tirarle de la nariz, sin dificultad; ya no se movía; no era sino una máquina gastada y maltrecha, caída sobre la piedra del umbral. Unas mujeres le vertieron un cubo de hollín sobre el rostro. Una bruja le embardunó con harina. Otra le frotó cazcarrias en la cara. Los chiquillos le pellizcaban las orejas y casi todos le injuriaban, escupiéndole al rostro. Pero no se levantaba.
Empezaban a encontrar aquello aburrido. Le regaron con agua fresca, dos grandes cubos llenos que le azotaron la espalda. Se estremeció de tal modo que todos se rieron. Abrió los ojos y, al cabo, se puso en pie. Era tan cómico su aspecto, con la cara negra de hollín, blanca de harina, manchada por la sangre que le manaba de una oreja, y abría sobre todos ellos unos ojos tan estúpidos, tan desorbitados, tan llenos de terror y de incomprensión, que se alzó un grito de alegría:
– Un clown. Un verdadero clown. ¡Gugusse! ¡Eh, Gugusse! – gritaban.
Mientras tanto el apaleado Fidèle, indiferente ya a la gente que “les tenía afecto”, tambaleaba buscando su gorra, según nos lo narra Meersch: es que su mujer se enfadaría si regresara a casa sin la gorra. La descripción de la humillación del anciano es descorazonadora y sigue todavía, hasta que por fin él logra llegar a su casa. Desde de que la leí por primera vez, hace ya algunos años, no me la saqué de la memoria.
No fue ninguna ironía de mi parte hacer hincapié en el hecho de que los torturadores de Fidèle, los que se han reído magullándolo y humillándolo, eran los mismos que les tenían afecto a él y a su mujer. Insistí en este punto porque el autor no mintió: hasta el momento en que Fidèle se convirtió en blanco de unas gentes llenas de odio y bilis, de unas gentes que más bien eran sacos de pus prontos a reventar, esas gentes le tenían afecto. Pero algo en su corazón, algo más fuerte que el afecto e incluso la misericordia, pidió paso y les ganó.
Generalmente el último párrafo de un texto – así nos enseñan ya en la escuela – contiene la conclusión del autor. Este último párrafo, sin embargo, no encerrará conclusión ninguna. Es que el autor escribió sobre algo que no puede comprender.
Gilmar Siqueira
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