El tuétano de los huesos del Espíritu. La tía Tula-MarchandoReligion.es

El tuétano de los huesos del Espíritu. La tía Tula

Hoy, Gilmar, nos acerca a una novela de Unamuno, «la tía Tula» y nos adentra en el personaje de Gertrudis

El tuétano de los huesos del espíritu. La tía Tula. Un artículo de Gilmar Siqueira

«Dígase lo que se diga, Unamuno sabía de amor». Julián Marías.

Las novelas (o nivolas) de Unamuno desconciertan tanto como sus ensayos y probablemente esto lo sabía muy bien Don Miguel. De manera que desconcertado quedé yo al leer La Tía Tula. Al fin y al cabo, ¿Gertrudis amó o no amó?

La pregunta es un poco rara si se toma en cuenta que fue Gertrudis quién cuidó, como madre, a los tres hijos de su hermana y a dos más de su cuñado (que después de viudo volvió a casarse) sin hacerles distinción. Y, sin embargo, la misma Gertrudis sentía que le faltaba algo.

Hay unas cuantas escenas conmovedoras en la novela que, tan abstracta como las postreras de Don Miguel, no deja de ser singularmente encarnada (aunque esto sería materia para otro artículo). La primera que me llamó la atención fue la que, estando aún viva su hermana Rosa y embarazada de su tercero (y último) hijo, Gertrudis la vio apoyarse en su marido Ramiro (“colgada de su marido como una enredadera de su rodrigón”, dice Unamuno) para irse a la alcoba. Ella, Tula, tenía a los hijos de la pareja sentados sobre sus rodillas. Al mirar el marchar lento y – si se me permite la cursilería – cariñoso de su hermana, sus ojos (“aquellos ojos de luto”) se llenaron de lágrimas.

Luego Rosa dio a luz su tercer hijo, pero no dejó la cama. La vida le abandonaba poco a poco y Gertrudis, que ya se sentía madre (y lo era, en alguna medida), cuidaba tanto al crío como a la madre.

Gertrudis tomó a su sobrinillo, que no hacía sino gemir; encerróse con él en un cuarto y sacando uno de sus pechos secos, uno de sus pechos de doncella, que arrebolado todo él le retemblaba como con fiebre. Le retemblaba por los latidos del corazón – era el derecho –, puso el botón de ese pecho en la flor sonrosada pálida de la boca del pequeñuelo. Y este gemía más estrujando entre sus pálidos labios el conmovido pezón seco.

Aquí, en una escena desesperada, vemos la maternidad árida de Gertrudis. Era y no era madre a la vez. Sí, tenía los niños, pero le faltaba algo. Al morirse, Rosa le pidió a ella que se casara con Ramiro. Pero la idea le repugnó sobremanera; tanto más porque no era infundada. Gertrudis estaba obsesionada por una pureza que le abrasaba, una pureza más bien resequida. Era demasiado sincera como para no percatarse de ello; y a la vez estaba muy horrorizada como para admitirlo enteramente. Así que, cuando se murió Rosa, Gertrudis se resistió al acercamiento de Ramiro, aunque para tanto tuvo que luchar contra “algo que era como el tuétano de los huesos de su espíritu”.

Y ese algo era que Gertrudis quería a Ramiro. No lo amaba abstractamente, sino que lo quería con un amor encarnado que le repugnaba – sobre todo porque al fin se había casado con Rosa, su hermana. Sin embargo, como la misma Rosa le había pedido que se casara después con Ramiro, ¿qué quedaba? ¿Por qué se resistía? Una respuesta, simbólica pero sacada de la misma novela, es que a Gertrudis le repugnaba la sangre. No temía sacrificarse por los niños y ni tampoco ayudar a Ramiro en todo lo que hiciese falta, pero no podía arriesgarse a que se perdiera, a que se ensuciara en el fango que veía a su alrededor.

Claro que tales ideas parecen demasiado nefelibatas y el primer engendro psicoanalítico ya le daría otra explicación. Bien lo sé. Por mi parte me quedo con Max Scheler

Cuando se sienten fuertes afanes de realizar un valor y, simultáneamente, la impotencia de cumplir voluntariamente estos deseos, por ejemplo, de lograr un bien, surge una tendencia de la conciencia a resolver el inquietante conflicto entre el querer y el no poder, rebajando, negando el valor positivo del bien correspondiente, y aun, en ocasiones, considerando como positivamente valioso un contrario cualquiera de dicho bien. Es la historia de la zorra y las uvas verdes.

La citación está tomada del libro El Resentimiento en la Moral (al que llegué por vía del Padre Castellani). Gertrudis vivió el conflicto de su maternidad desencarnada y del entrañable querer a Ramiro; llegó a rebajarlo en algún momento, cuando más cerca de florecer estaba la semilla del resentimiento en su corazón, pero tuvo conciencia de la resequida pureza que intentaba cultivar. En el lecho de muerte de Ramiro pudo arrancar la semilla del resentimiento al admitir su querer. Y besó en los labios a su amado, ya muerto.

Gertrudis, mientras vivió su cuñado, tuvo miedo de que el querer le ensuciara a ella. Vuelvo a Max Scheler:

Por el contrario, la práctica y la idea antigua del amor tienen por base un elemento de angustia vital. Lo noble se angustia de acercarse a lo innoble, pues teme ser contaminado para siempre y arrastrado. Fáltale al «sabio» antiguo firmeza en la conciencia de sí mismo y de su propio valor, esa seguridad que caracteriza al genio y al héroe del amor cristiano.

El que se abrasa en el amor que es caridad no teme ensuciarse, no teme meterse en el lodo, porque Dios mismo se metió en carne humana. Lo hizo no por la suciedad ni por el lodo, sino porque quería entrañablemente (es un decir, claro está) a sus miserables criaturas que habían elegido el lodo en vez de Él. “Quien encuentre su vida, la perderá; pero quien pierda por mí su vida, la encontrará”. Gertrudis temió perderla, temió enfangarla. Pero se dio cuenta. Quedémonos con sus últimas palabras.

– Bueno, ¡hay que tener ánimo! Pensad bien, bien, muy bien, lo que hayáis de hacer, pensadlo muy bien…, que nunca tengáis que arrepentiros de haber hecho algo y menos de no haberlo hecho… Y si veis que el que queréis se ha caído en una laguna de fango y aunque sea en un pozo negro, en un albañal, echaos a salvarle, aun a riesgo ahogaros, echaos a salvarle…, que no se ahogue él allí… o ahogaos juntos… en el albañal… Servidle de remedio, sí, de remedio… ¿Qué morís entre légamo y porquería?, no importa… Y no podréis ir a salvar al compañero volando sobre el ras del albañal porque no tenemos alas… no, no tenemos alas y hasta las alas se mancharían con el fango que salpica el que se ahoga en él… No, no tenemos alas…, a lo más de gallina…, no somos ángeles…, lo seremos en la otra vida… ¡donde no hay fango… ni sangre! Fango hay en el Purgatorio, fango ardiente, que quema y limpia…, fango que limpia, sí… En el Purgatorio les queman a los que no quisieron lavarse con fango… sí, con fango… Les queman con estiércol ardiente…, les lavan con porquería… Es lo último que os digo, no tengáis miedo a la podredumbre… Rogad por mí, y que la Virgen me perdone.

Puede que por párrafos así le hayan dado la lata a Don Miguel de que era hereje y no sé qué más. Pero no. ¡Pobre Gertrudis! Había reconocido su repugnancia a lo que le llamaba desde los tuétanos de los huesos de su espíritu, había reconocido que su amor fue resequido; que tanto temió ensuciarse en el fango que acabó llena de polvo seco. Y sin embargo conservaba la esperanza. La esperanza de que Alguien la amara con un amor tan ardiente y abrasador que paradójicamente le remediara la sequedad: que la remediara con sangre.

Gilmar Siqueria

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Author: Gilmar Siqueira
Feo, católico y sentimental