¿Pensamos en la muerte? ¿Creemos que los demás mueren pero nosotros somos eternos? ¿Quieren adentrarse en la obra de Tolstói, la muerte de Iván Ilich? Gilmar ocupa hoy el espacio literario
«La muerte de Iván Ilich. Y la mía.», Gilmar Siqueira
“(…) y sólo apurando las heces del dolor espiritual puede llegarse a gustar la miel del poso de la copa de la vida. La congoja nos lleva al consuelo.” Miguel de Unamuno. Del Sentimiento Trágico de la Vida.
Hace pocos días releí esa tremenda novela corta de Tolstói que es La Muerte de Iván Ilich. Creo que la había leído por primera vez hace cuatro o cinco años y, aunque no me acordaba de muchos detalles de la narración, sí que me acordaba de la honda impresión que me causó su lectura. Lo que digo no es nada nuevo, puesto que la novela es sobradamente conocida y tiene la capacidad de arrancar lágrimas a cualquiera. Su tema es lo más común que imaginarse pueda: la muerte.
Hablar de la muerte en nuestro tiempo – como en el de Tolstói – es difícil porque se la menciona como algo raro, distante, algo que le toca al otro y no a mí. Eso es lo que pone de relieve el novelista ruso en el primer capítulo de La Muerte de Iván Ilich, cuando sus conocidos hablaban de su muerte en el despacho y luego su amigo, cuando fue a verlo, se sintió algo incómodo hasta que pudo marcharse a jugar el whist y volver a la certeza de que esa cosa de muerte es bastante indiscreta y molesta. Cuando decimos que la muerte se ha convertido en un tabú, no es que no se hable de ella, que se la ignore totalmente; así, por ejemplo, vemos en los periódicos y programas de televisión ensangrentados muchas noticias sobre muertes bastante terribles; oímos también, como los amigos de Iván Ilich, que fulano o mengano pasó a mejor vida. Sí que se habla de la muerte; mas no de toda ella.
En realidad la cosa parece una paradoja: basta con encender la televisión para ver noticias de muertes hasta el punto de la banalización. Esas muertes lejanas de personas que pueden o no ser de nuestro país son ya asunto corriente. Quizá con eso se intente vulgarizar el tema de la muerte para que se lo tomemos con naturalidad distante, si es posible tal cosa. Tal banalización parece querer decirnos: “mira, hay esa cosa de muerte y todo; pero es muy natural, de manera que no hay que preocuparse demasiado por ella; hay que seguir viviendo y haciendo cosas. Nada de preguntas”.
Me acuerdo que, en La Montaña Mágica, de Thomas Mann, cuando el personaje Hans Castorp llegó al sanatorio de Berghoff, su primo le dijo que los cadáveres eran transportados en trineo desde la montaña hacia abajo para que los llevaran después sus familias. Hans Castorp se echó a reír nerviosamente. Una vez dentro del sanatorio, notó que entre la gente – todos estaban enfermos y algunos con mucha gravedad – no se hablaba de la muerte. La administración del sanatorio cuidaba para que, cuando muriera alguien, los demás ni siquiera pudiesen enterarse y los cadáveres desaparecían cuando toda la gente estaba en la mesa para la comida. Si notaban que repentinamente alguien desaparecía de su mesa y no regresaba, ya imaginaban qué le habría pasado. No hacían comentarios porque cada uno allí sabía que pronto podría llegar también su turno. No había que pensar en tal cosa.
Creo que vivimos algo semejante. Nos enteramos de las noticias de muertes cercanas o lejanas de una manera tal que, a fuerza de repetición, creemos aquello lo más corriente del mundo. Hay que creer que es lo más corriente del mundo sin preocuparse de ello. ¿Que nos tocará? ¡Pero sí será dentro de mucho tiempo! Es inimaginable. Sí que hay esa cosa de muerte; lo que no hay es mi muerte.
En el fondo de esa actitud se oculta una honda desesperación. No somos muy distintos de los personajes de La Montaña Mágica aunque nuestra salud sea buena. No somos distintos porque podemos morir a cualquier momento, pero también porque buscamos ignorarlo con una sonrisa de falsa resignación. Juan Manuel de Prada describió tal actitud con palabras certeras:
Cuando decimos que nuestra época ha dejado de hablar de la muerte, que esconde la muerte, que huye de la muerte, sólo estamos diciendo una verdad a medias. Creo que, en el fondo, esta aversión a la muerte (y a la decrepitud que la precede) no es más que el aspaviento con el que distraemos la atención de un asunto que nuestra época ha querido convertir en tabú. Me refiero, naturalmente, a la inmortalidad del alma, que es la preocupación fundamental del ser humano desde que el mundo es mundo; una preocupación que sólo puede desaparecer (como está ocurriendo en nuestra época) cuando el ser humano deja de serlo.
También así vivía el Iván Ilich de Tolstói, hasta que se dio cuenta de que su enfermedad era algo más profundo que un problema en el riñón o en el intestino: su enfermedad era el mensajero de la muerte. Y nadie a su alrededor quería darse cuenta. Seguían viviendo en la mentira, como dijo el propio Iván Ilich, de que todo se arreglaría. Para el personaje de Tolstói, enfrentarse a cara con la muerte – a fin de cuentas, no tuvo como escabullirse – significó vivir.
Porque Iván Ilich sólo vivió de verdad después de enterarse de su propia muerte. Se preguntó por el sentido de su intenso sufrimiento, lamentó de haber tenido que llegar a la vida para soportar tanto dolor, se dio cuenta de que todo lo que había hecho hasta entonces era vano, fútil, vacío. La muerte le dio una nueva medida de las cosas. En otras palabras, la muerte lo enseñó a vivir.
Iván Ilich, de cara a la muerte, también se preguntó sobre la inmortalidad; se preguntó si, de alguna manera, él permanecería después de dejarse caer en el abismo que sentía tan cercano. La muerte le proporcionó la reflexión – y el anhelo – de la permanencia. Pensar en la muerte como mi muerte y no como en algo corriente me obliga a replantear mi vida y ponerme visceralmente el problema de la permanencia. Tal vez por esa razón nuestra época intenta transportar a los cadáveres en trineos televisivos.
Gilmar Siqueira
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