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Iglesia y revolución (1789-1799)

¿Se puede hablar de Iglesia y revolución al mismo tiempo? Nos situamos en el siglo XVIII y empezamos la lectura de este interesante artículo.

Iglesia y revolución (1789-1799), un artículo del Rev. D. Vicente Ramón Escandell

Hablar de Iglesia y Revolución en el periodo comprendió entre 1789 y 1815, es hablar del primer gran experimento desctristianizador de la historia de la Humanidad. Antes de 1789 ningún poder temporal en occidente se había propuesto, de modo tan radical, eliminar la presencia del Cristianismo de la sociedad europea, como se lo propuso el ciclo revolucionario iniciado en 1789. Y ello, a pesar del papel que tuvieron muchos eclesiásticos, tanto del alto como del bajo clero, en la experiencia revolucionaria que tiño de fuego y sangre Francia, y sobre cuyas ruinas se construyo la modernidad contemporánea.

Es cierto, que en el fondo de los valores revolucionarios existía una raíz cristiana, sin embargo, esta presencia estaba tan deformada que era difícil contemplar en los principios de Igualdad, Fraternidad y Libertad un atisbo de los mismos. En el fondo, el sentido de esta trilogía estaba más en la línea del movimiento deísta ilustrado y sus conexiones con las doctrinas de la Masonería, que con el Evangelio y las enseñanzas de la Iglesia. Esto podría escandalizar a algunos que, inocentemente y desde el cristianismo, valoran de un modo positivo el ciclo revolucionario, sin el menor atisbo de crítica hacia un periodo de la historia contemporánea que sintetiza los horrores y logros de las dos centurias siguientes.

1. Ilustración y Deísmo: los fundamentos ideológicos de la revolución

            Para comprender la inquina anticristiana de la Revolución de 1789, no basta con pensar en la Alianza entre el Trono y el Altar, fundamento de la Monarquía absoluta desde que Bossuet diera un sostén teológico a la Monarquía de derecho divino. Esta era relativamente reciente, pues, como ponen de manifiesto otros modelos monárquicos de Europa, el monarca, si bien era considerado como elegido por Dios para el ejercicio de la autoridad, tenía una serie de limitaciones impuestas por el derecho consuetudinario y las instituciones intermedias que le obligaban a una serie de acuerdos para el ejercicio del poder. En lugares como Inglaterra o España, está bajo el gobierno de los Austrias, el Parlamento y las Cortes de los reinos hispánicos servían de contrapeso al poder real, provocando en no pocas ocasiones tensiones que, como en el caso ingles, condujeron a una guerra entre el Parlamento y el rey Carlos I, que concluyo con la ejecución de este y la proclamación de la República.

            Por lo tanto, la religión, si bien sostenía a la monarquía, no era por ello motivo para iniciar un proceso descristianizador como el vivido en Francia desde 1789. Existen otros elementos que explican ese odio a lo cristiano en muchos de los protagonistas de la Revolución francesa, odio que se entremezclara con intereses políticos e ideológicos. Un ejemplo de estos lo encontramos el galicanismo y el jansenismo: el primero representaba el viejo anhelo de algunos sectores de la Iglesia francesa, y, porque no decirlo, de los mismos monarcas, de una mayor autonomía respecto a Roma sobre la base de unos supuestos antiguos derechos o “regalía” que Roma habría usurpado a la Iglesia gala y que se hacía necesario recuperar; el segundo, entraba más en el campo espiritual, y se trataba de la herejía rigorista que, surgida de la mente del Obispo de Ypres, Cornelio Jansenio, fue difundida tras su muerte por su colega y correligionario, el abate de Saint – Cyran, y que postilaba un catolicismo – calvinismo predestinacionismo y moralmente rigorista. Ambos fenómenos causaron, tanto en Roma, como en Francia, muchos males de cabeza y enfrentamientos entre la Corona, la jerarquía francesa y Roma, que debilitaron hacia finales del siglo XVII y principios del XVII a Francia, tras un Siglo de Oro espiritual, como lo fue el dieciséis.

            Sin embargo, a pesar de la conjunción de estos dos fenómenos (galicanismo y jansenismo) con los elementos revolucionarios de 1789 contra la Iglesia y la Monarquía, por sí solos no explican la campaña anticristiana que se inicio hacia 1793. Al fin y al cabo, galicanos y jansenistas, pretendían una mayor autonomía de la Iglesia francesa y una reforma de la misma según el modelo, así lo pensaban los jansenistas, de la Iglesia primitiva; su objetivo no era explícitamente descristianizar Francia, como si lo era el de algunos de los representantes del movimiento ilustrado, imbuidos de los  principios del deísmo y la masonería.

            Ciertamente, la Ilustración fue más que un mero movimiento cultural, pero también más que un movimiento anticristiano. Los orígenes de la Ilustración, que arrancan de mediados del siglo XVII, están vinculados con figuras profundamente cristianas como lo podrían ser Descartes o Newton, dos de los más destacados representantes del movimiento de los novatores o “innovadores”. Sin embargo, figuras como Voltaire, Montesquieu o Rousseau manifestaron un profundo odio y rechazo hacia la fe cristiana, como lo atestigua el hecho de que el primero, de cuya amistad se ufanaba el Papa Benedicto XIV, llamaba a la Iglesia “la infame”. Un odio y rechazo nacido de los prejuicios y de los efectos que, sobre todo en Francia y en los territorios alemanes, habían dejado las guerras de religión del siglo XVII. Los efectos de estas contiendas, no sólo fueron materialmente devastadores, sino también, en el ámbito religioso, dieron lugar a la difusión de ideas indiferentistas o bien a proponer la creación de una religión natural, sin dogmas, que tuviera un Dios que no interviniera para nada en la vida de los hombres. Esto último fue lo que defendieron los llamados “deístas”, surgidos primeramente, como la masonería, en Inglaterra, y que defendían una fe sin dogmas, sin revelación, sin milagros y que solamente contuviera cinco postulados:

  1. Existencia de un solo Dios.
  2. Necesidad del culto a Dios.
  3. Importancia de la virtud y la piedad.
  4. Arrepentimiento de los pecados.
  5. Creencia en una remuneración divina.

Si bien estos postulados fueron mantenidos más o menos dentro del Deísmo ingles, al otro lado del Canal el Deísmo conoció una radicalización, manifestando un marcado matiz anticristiano. El concepto de Dios, de la moral y de la figura de Jesús se pervierten de tal manera que nada tienen que ver con sus orígenes más o menos cristianos. El Dios de los deístas radicales ya no es el Dios de la revelación cristiana; la moral nada tiene que ver con la gracia, sino más bien con el estoicismo pagano; y Jesús aparece totalmente desvinculado del misterio trinitario y su figura queda reducida a un maestro de la moral, la piedad y la virtud. Se produce una racionalización de la religión que, como veremos en su momento, se encuentra en la base del culto a la Diosa Razón y al Ser Supremo de la época del Terror revolucionario.

En cuanto a la Ilustración, su matiz anticristiano esta unido a la identificación entre ignorancia, intolerancia y fe cristiana. Sin ser un movimiento explícitamente contrario a la fe cristiana, como evidencia el desarrollo de una taimada “Ilustración cristiana” y la vinculación a ella de muchos elementos del clero, la Ilustración se presentaba como el gran revulsivo para la humanidad después de un periodo de oscurantismo y fanatismo. Todo es contemplado desde una óptica naturalista y positiva: el hombre no es malo por naturaleza, sino que es la sociedad el que lo embrutece, sostendrá Rousseau; no hay pues ni Pecado Original, ni Redención, ni intervención de Dios en la historia…, solo el hombre es dueño de su destino y su progreso. Esta exaltación del hombre y de los valores morales “naturales” explica la obsesión de los ilustrados por el mundo antiguo, reflejado en el estilo neoclásico, que, en sus edificaciones pretendía emular el orden y armonía del arte clásico, y que en la pintura y la escultura tomara como temas la mitología y los grandes modelos de virtud del pasado.

      Todos estos elementos, explican el rechazo del pasado cristiano de Europa, y el deseo de un Nuevo Orden regulado por la Razón, que se convierte en la medida de todas las cosas. Y en ese Nuevo Orden ni Dios, ni Jesucristo, ni la Revelación, ni la Iglesia, ni el Papado y menos aún la Monarquía de derecho divina, tenían lugar. Era preciso deshacerse de todas estas verdades y estructuras para instaurar una nueva realidad, iluminada por la Razón y en donde el hombre, exaltado sobre todas las cosas, viviera en libertad y dispusiera de su propio destino.

2. El ciclo revolucionario (1789-1815)

2.1. El Principio del fin (1789-1791)

            ¿Por qué estalló en Francia una revolución tan cruenta? ¿Qué factores entraron en juego para que en 1789 saltara por los aires la Monarquía absoluta y el modelo económico – social que amparaba? Estas preguntas surgen en la mente de todo aquel que desee o intente explicar el hecho de que, en menos de diez años, la Francia monárquica y católica desapareciera de un plumazo, y dejase paso a la Francia republicana, atea y revolucionaria.

            Hacia 1789, fecha fatídica para la Monarquía francesa, Francia se encontraba desde un punto de vista económico y social en bancarrota. Desde el reinado de Luis XIV Francia se había embarcado en una serie de guerras destinadas a imponer el dominio galo sobre el Continente, en detrimento del poder de los Habsburgo de España y Austria. El éxito de las armas francesas vino acompañado de un florecimiento cultural sin igual, la llamada “época del Rey Sol”, que, sin embargo, contenía las semillas de su propia destrucción. Ya a finales del reinado de Luis XIV se empieza a notar cierta decadencia, ocultada por el fasto de Versalles, pero que presagiaba un futuro complicado para sus inmediatos sucesores. Al maquiavélico Rey Sol le sucedió el indolente Luis XV cuyas aventuras militares contra Inglaterra costaron, durante la Guerra de los Siete Años, a la que arrastro a España en virtud de los Pactos de Familia, las posesiones galas en el continente americano, concretamente Quebec, que quedó integrado en el Canadá, constituyendo una isla católica y francófona en un océano anglicano y anglófilo. Esta derrota supuso un duro golpe para las arcas del Estado francés que los sucesivos ministros de finanzas no pudieron sanear, en parte, por la mala disposición de la nobleza, el clero y la burguesía a colaborar con los gastos del Estado.

            A Luis XV le sucedió el aún más indolente Luis XVI que, para mayor impopularidad, contrajo matrimonio con la hija de María Teresa de Austria, María Antonieta, a quien la plebe acabo apodando como “la austriaca”, y cuyo tren de vida contrastaba con las penurias que empezaba a pasar la población francesa, en especial, sus estratos más bajos. Los derroches de la corte y las nuevas aventuras militares contra Inglaterra, esta vez con motivo de la Independencia de las Trece Colonias, agravaron la situación ya de por sí calamitosa de las arcas del Estado. Este ultimo hecho, la guerra de Independencia norteamericana, tuvo un gran impacto ideológico entre aquellos que ya postulaban en Francia ideas revolucionarias orientadas a la implantación de un régimen revolucionario, y que venían, en el nacimiento de la nueva República ilustrada como un precedente a tener en cuenta para Francia. Masones y librepensadores de ambos continentes entraron en contacto, como fue el caso de Benjamín Franklin o del general francés Lafayette, produciéndose un intercambio de ideas y experiencias que pronto podrían ponerse en marcha en suelo continental.

            A los problemas económicos se unían lo sociales. La Francia de 1789 todavía vivía anclada en el ancestral sistema feudal, donde la nobleza y el clero eran las clases privilegiadas, mientras que la burguesía se mantenía en una posición de dependencia, pero no peor que la de los campesinos y siervos. Si bien, el poder político era ostentado por los dos primeros estamentos, estos carecían del poder económico necesario para mantener su tren de vida, cosa que si podían hacer los burgueses, enriquecidos por el comercio, pero que carecían del poder político de nobles y eclesiásticos. Que esto era así, lo pone de manifiesto un memorándum contemporáneo a 1789 titulado: ¿Qué es el Tercer Estado?, en el cual el autor manifestaba que, a pesar de ser quienes enriquecían el reino y sobrellevaban el peso de los impuestos, no tenían una contrapartida por tales servicios a la Corona, mientras que nobles y eclesiástico Vivian de su esfuerzo.

            Así las cosas, se produce la celebración de los Estados Generales el 5 de mayo de 1789, ante la imposibilidad de dar una solución a la crisis económica que vivía Francia para entonces. Los Estados Generales, que tienen su paralelo en las Cortes medievales, no se habían convocado en Francia desde 1614, y en ellos los Tres Estados (nobleza, clero y burguesía) se reunían con el objetivo de atender las demandas económicas del monarca, a cambio siempre de una serie de contraprestaciones. Luis XVI las convoco con la finalidad de “invitar” a los nobles y eclesiásticos a que abandonaran su privilegio respecto a la exención de impuestos, y los pagaran, algo en lo que estaban de acuerdo los miembros del Tercer Estado. Una solemne procesión con el Santísimo abrió la jornada, sin saber sus miembros que sería la última vez que los representantes del Reino se reunirían con un Monarca absoluto. Desde el principio, se apercibió que la nobleza y el clero no iban a ceder a la solicitud del monarca y que la burguesía, que apoyaba la iniciativa regia, no se iba a contentar como en otras ocasiones con lo que ellos decidieran. Ante el intento del Primer y Segundo Estamento de votar por estamento las propuestas del Rey, con lo que buscaban aliarse y neutralizar cualquier reforma, algo que los miembros del Tercer Estado no estaban dispuesto a tolerar en esta ocasión. Como protesta a esta “alianza”, los representantes del Tercer Estado se reunieron por separado y, en un giro de los acontecimientos, se proclamaron como los únicos representantes legítimos de la Nación, constituyéndose en Asamblea Nacional, el proceso revolucionario había comenzado.

            A pesar de los intentos enérgicos de Luis XVI por reconducir la situación, para los días siguientes muchos miembros de la nobleza y el clero allí presentes, se habían unido a los representantes del Tercer Estado, que, reunidos en la Sala del Juego de la Pelota, juraron no disolverse hasta dar a Francia una constitución. Luis XVI había perdido el control de la situación y ahora nobles, clérigos y burgueses se aliaban y daban paso a una Asamblea Constituyente que dotara a Francia de una Constitución que hiciera de ella un reino al estilo ingles.

            Dado que nuestra intención no es un estudio de los acontecimientos que siguieron, bien conocidos por todos, como la toma de la Bastilla el 14 de julio, veamos cuales fueron las consecuencias para la Iglesia de los acontecimientos desencadenados en mayo de 1789. A este respecto, hay que señalar que el clero francés se encontraba dividido a nivel social y económico: por una parte, estaba el alto clero, con sus privilegios y su vida, a veces, poco concorde con su misión pastoral; y por otra, un bajo clero, generalmente vinculado al campo, que se veía en seria dificultades para sobrevivir. En aquella asamblea de 1789 ambos grupos se encontraron frente a frente, unos como miembros del estamento clerical y otros insertados dentro del Tercer Estado, imbuidos en muchos casos de las idea ilustradas y participando activamente del proceso político abierto por el Juramento de la sala de pelota.

            A pesar de la buena disposición del clero hacia los primeros compases de la Revolución, como lo evidencia su disposición a abolir los privilegios eclesiásticos y la puesta al servicio del Estado de los bienes del clero, tal y como propuso el obispo de Autum, Talleyrand, pronto se vio que la situación de la Iglesia, y del Cristianismo en el Nuevo Orden iban a cambiar respecto al antiguo orden de cosas. Así, el 1 de junio de 1790, en pleno proceso constituyente, el diputado A. G. Camus afirmo: Nosotros somos una Convención nacional: tenemos seguramente el poder de cambiar la religión. Ya en febrero se cometió el primer atropello contra los derechos de los cristianos, al prohibir los votos religiosos y las órdenes que los tenían establecidos en sus estatutos, con lo que se vulneraban la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, los cuales parecía que no iban a regir para los cristianos de Francia. Por esas mismas fecha, en Notre Dame de París, se daban los primeros visos de la “nueva religión” revolucionaria orientada a la exaltación del Estado y la Nación, con ocasión del acto de juramento de los diputados de la Asamblea Nacional (14 de febrero de 1790); sería la primera de no pocas expresiones de una “religión civil”, con fuerte componente deísta y masónico, destinada a sustituir lentamente, y con la complicidad implícita o explícita de determinados miembros del clero, de la religión católica.

            Sin embargo, en este periodo inicial de la Revolución el hecho más destacado y que daba a entender por donde iba a ir la política religiosa del Nuevo Orden, fue la promulgación de la Constitución Civil del Clero, verdadera cumbre de la sumisión del poder religioso al poder civil. El objetivo, promovido por Robespierre, era crear en Francia una verdadera Iglesia de Estado separada de Roma, y en la que obispos y sacerdotes pasasen a ser servidores fieles del Estado, y fuera este quien estableciese los limites de las diócesis y parroquias. Se llevaban, así, hasta sus últimas consecuencias el viejo ideal galicano – jansenista – ilustrado de una Iglesia gala independiente y sumisa al poder civil, al estilo de la existente en Inglaterra o en los territorios de confesión luterana. A pesar de las protestas del clero, el Estado hizo obligatorio para todos los obispos y sacerdotes el juramento de fidelidad a la Constitución, aunque el éxito entre los obispos no fue el esperado: de 160 prelados sólo siete juraron, entre ellos Gregoire y Tayllerand, convertidos en adalides clericales de la revolución; sí que lo fue, en cambio, entre los sacerdotes, pues un número elevado de los mismos la juro.

Esto dio lugar a una profunda división en la Iglesia francesa entre <<juramentados>> y <<refractarios>>, es decir, entre aquellos que habían jurado la Constitución y aquellos que no lo habían hecho. En defensa de algunos de los primeros hay que decir que, no pocos, hicieron el juramento sub conditione, es decir, no aceptando alguna de las clausulas del mismo, a la espera de las directrices que pudieran venir sobre este asunto de Roma. Y es que, como en no pocas ocasiones, la reacción de Roma fue bastante tardía: el 10 de marzo y el 13 de abril de 1791, el Papa Pío VI condenaba formalmente la Constitución civil del clero, casi un año después (12 de julio de 1790) de haberse elaborado e impuesto al clero francés. Esta tardanza, según algunos autores, habría que atribuirla a la esperanza del Papa de que el proceso revolucionario fuese encauzado, pero a esas alturas ya era casi imposible un giro moderado del mismo o su neutralización. Así las cosas, el Papa, que condenó igualmente la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano, amenazó con la excomunión a aquellos que la hubiesen jurado y declaro sacrílegas las ordenaciones de obispos “constitucionales”.

Esta situación creo, como hemos dicho, una profunda fractura dentro de la Iglesia francesa que, con el correr del tiempo tardaría en cicatrizar: los obispos y sacerdotes <<refractarios>> eran expulsados de sus diócesis y parroquias, que serian ocupadas por obispos y sacerdotes adeptos al nuevo orden eclesial, creando así una duplicidad de titulares que provocaría no pocos problemas tras el Concordato de 1801 entre Napoleón y Pío VII. La gran mayoría de los fieles rechazaron a los usurpadores, abandonando la práctica religiosa, o acudiendo clandestinamente a los clérigos legítimos que, perseguidos por el poder civil, ejercían su ministerio en la máxima clandestinidad, ataviados con ropas seglares y siempre bajo el miedo de ser capturados. Para calmar la situación, los obispos colaboracionistas Talleyrand, la Asamblea concedió una cierta libertad religiosa, que permitió durante un tiempo a los sacerdotes refractarios celebrar la Santa Misa, pero no administrar los sacramentos. Sin embargo, a pesar de esta taimada libertad, no pocos prelados y sacerdotes huyeron de Francia, refugiando en los países vecinos, como España e Inglaterra, edificando con su ejemplo, salvo algún que otro caso, a aquellos que les abrieron las puertas.

2. El camino hacia el cadalso (1791-1792)

            A finales de 1791 se abre un nuevo periodo político en el proceso revolucionario: la Asamblea Legislativa, que conduciría al fin de la Monarquía y a la instauración en Francia de una República marcadamente anticristiana y sostenida por el terror y la guillotina.

            A estas alturas del proceso revolucionario, la Monarquía estaba al borde del precipicio. El indolente Luis XVI, “prisionero” ahora de las fuerzas revolucionarias en París, se debatía entre la aceptación de la realidad política iniciada en 1789 y la esperanza de un retorno al staus quo previo al estallido revolucionario. Fuera por convicción o por presión, Luis XVI participo activamente en la puesta en marcha del Nuevo Orden revolucionario, aceptando la implantación de la bandera tricolor como la nueva enseña de Francia, en sustitución de la bandera blanca con flores de lis, propias de la Monarquía; como también, participando como “figurante” en las puestas en escena de la nueva “religión civil”, en las que debía llevar, en sustitución de la corona real, el gorro frigio con la escarapela tricolor. Realmente, el rey estaba conspirando, o al menos eso pensaban las fuerzas revolucionarias más radicales, con las monarquías absolutas de su alrededor y con Inglaterra a fin de que le liberasen y pudiera volver a ejercer con libertad el gobierno del Reino. Resultaba paradójico ver a Luis XVI presidir la marcha de los ejércitos franceses contras sus “hermanos”, lo reyes de Prusia, Austria, España e Inglaterra, mientras esperaba anhelante la derrota de los mismos.

            Las guerras de la nueva Monarquía constitucional se convirtieron muy pronto en una guerra civil, en tanto que, muchos miembros de la nobleza francesa, desafectos al nuevo régimen, habían optado por el exilio y prestar sus servicios en los ejércitos extranjeros que buscaban la liberación del Rey; frente a ellos, en los ejércitos revolucionarios, se encontraban miles de franceses, mal dirigidos por nobles desmotivados, que marchaban a una muerte segura ante las experimentadas tropas prusianas, austriacas o españolas. Sin embargo, a pesar de una serie de derrotas iníciales, las noveles fuerzas revolucionarias, depuradas de elementos “reaccionarios”, empezaron a conseguir importantes victorias, como la de Valmy en octubre de 1972, que truncaron las esperanzas de una liberación del monarca y un retorno a la anterior situación.

            La situación se hizo más complicada ante las sospechas, bastantes fundadas de la complicidad del Rey con las fuerzas invasoras, y el descredito de los sectores moderados de la revolución tras la matanza del Campo de Marte (17-VII-1791), a manos de la Guardia Nacional dirigida por el General Lafayette, representante del sector moderado de la Revolución. El intento de huida de la familia real, ante la esperada inminencia de la victoria de las fuerzas absolutistas, dio lugar a una mayor desconfianza hacia la figura del Monarca y, en cierto sentido, firmo la sentencia de muerte de la misma.  A partir de la huida de Verennes (21-VI-1791), la fidelidad del Rey hacia el Nuevo Orden fue puesta en duda más que nunca, y, a pesar de sancionar la Constitución civil del Clero y jurar fidelidad a la nueva Constitución (14-IX-1791), sus días como rey de Francia estaban contados.

            En este marco de inestabilidad política, conspiraciones monarquías y republicanas, la situación de la Iglesia no fue, precisamente mejorando. La colaboración del clero <<juramentado>> no libro a la Iglesia francesa de la persecución contra sus miembros y, mientras se agudizada la persecución de los <<refractarios>>, los impedimentos para los leales a la Revolución para el ejercicio de su ministerio no cejaron de crecer. La matanza de religiosos y otros prisioneros desafectos a la Revolución acontecida en Paris del 2 al 5 de septiembre de 1791, evidenciaba el clima de violencia contra la Iglesia y sus representantes, como también hacia todo aquel que, de un modo u otro, manifestara su descontento u oposición con el nuevo rumbo que iban tomando las cosas. Desde los clubs o asociaciones políticas e intelectuales que iban proliferando en Francia, y que se establecieron en antiguos conventos e iglesias, se lanzaban soflamas anticlericales y antimonárquicas que, con tintes demagógicos, iban caldeando los ánimos del populacho, a cuyos más rastreros y violentos representantes se les denomino sans-culottes, y que forman parte del imaginario popular de la Revolución Francesa. Jacobinos y Girondinos, dirigidos por Robespierre y Danton, soliviantaban a las masas contra el Rey, la nobleza y la Iglesia, pero también contra todo aquel que, aún revolucionario, no mostrase su mismo radicalismo contra los poderes “reaccionarios”.

            Las sucesivas victorias del ejército revolucionario que, hicieron a Francia pasar de una actitud defensiva a otra ofensiva, envalentonó a los radicales, que tenían ya en mente tomar el poder y acabar con la Monarquía constitucional. Hacia agosto de 1792 la situación de Luis XVI era ya insostenible, su supuesta colaboración con los invasores extranjeros, la animadversión del pueblo hacia la reina austriaca y la agitación popular, terminaron por provocar la caída del Rey que, desde el 13 de agosto de 1792, permanecía “prisionero” en el Palacio de las Tullerias. Fue allí donde el 10 de agosto de 1792, una “masa descontrolada” se dirigió con la intención de capturar al rey y a toda su familia, que en su asalto había masacrado a los Guardias suizos que protegían a la Familia Real. Para su sorpresa, Luis XVI había huido del palacio con la intención de refugiarse en la Asamblea y solicitar a sus miembros protección; tras intensos debates, los miembros de la misma depusieron al monarca y lo encerraron, junto a su familia, en la torre del Temple. La Monarquía en Francia había caído, y se habría una segunda revolución que llevaría a la proclamación de la I República.

2.3. El Reinado del Terror (1792-1795)

            El periodo que va del derrocamiento de Luis XVI a la instauración del Directorio fue uno de los más conflictivos y sangriento de todo el ciclo revolucionario. Fue la etapa de la desconstrucción religiosa de Francia y en la que se pretendió dotar al Nuevo Orden revolucionario de una nueva fe distinta de la cristiana, fundada en los postulados de la Razón ilustrada y de la supremacía del Estado sobre el individuo. Esto último puede resultar paradójico: un régimen fundado sobre el respeto de la libertad e independencia del individuo, libre ya de las esclavitudes del feudalismo, se proponía imponer una religión en al que un ente apersonal, el Estado, fuese adorado como el principio y fundamento de la libertad del hombre. Esta es una de las tantas paradojas de unos hombres y unas ideas que, apelando a la libertad y la tolerancia, aplastaban a propios y extraños por el solo hecho de disentir de sus ideas.

            A la Monarquía sucedió la República, y a la Asamblea Legislativa la Convención, en donde, se disputaban el poder lo que podríamos llamar la “derecha revolucionaria” representada por Danton y los girondinos, y la “izquierda revolucionaria” representada por Robespierre y los jacobinos. De pasar a colaborar en el derrocamiento de la Monarquía y la instauración de la República, pasaron a enfrentarse por el control de la misma, lucha de la cual salió victorioso Robespierre que, ya en el poder, mando ejecutar en guillotina a Danton y a los principales miembros de los girondinos. Una vez más, se cumple el adagio de que la toda revolución termina por devorar a quienes la hacen, pues, no muchos después de la caída de Danton, se producirían la de Robespierre ante la insufrible tiranía en que había convertido, para revolucionarios moderados, monárquicos y católicos, la República.

            El primer problema que debía solventar el nuevo régimen era el destino del monarca depuesto que, por entonces se encontraba encarcelado en el Temple con toda la familia real. No pocas voces se alzaron a favor de la pena capital contra Luis XVI, que ahora era llamado despectivamente “ciudadano Capeto”, aunque a la hora de su aplicación no había unanimidad entre los miembros de la Convención. Los discursos apasionados de Danton, Robespierre y Saint – Just inclinaron a muchos diputados a votar a favor de la aplicación de la sentencia de muerte, estando entre ellos el primo del Rey, Luis Felipe de Orleans, apodado Felipe Egalité, y no pocos obispos  (4 obispos de 16) y sacerdotes (20 de 287). Se trataba de miembros exaltados de la Iglesia constitucional, cuyos obispos y sacerdotes debían a los revolucionarios su ministerio, que debieron pensar que pidiendo la cabeza de Luis XVI se congraciarían con los nuevos poderes y les dejarían ejercer su ministerio en paz. Los hechos posteriores evidenciaron el error de cálculo, y la persecución a que fueron sometidos los “oficialistas” evidencio la fe endeble de sus ministros, muchos de los cuales abandonaron escandalosamente su ministerio, contrajeron nupcias y participaron activamente como seglares en los acontecimientos revolucionarios.

            Mientras tanto, Luis XVI y María Antonieta, que habían llevado una existencia díscola y despreocupada antes de 1789, experimentaron, en especial la reina, una profunda transformación interior que realzo más, si quiere, su condición de mártires de la fe. En la prisión del Temple, Luis XVI, en unión con su esposa, hijos y hermanas, realizaron un voto al Sagrado Corazón de Jesús, por el cual se comprometían a que, si eran liberados y devueltos al poder, no sólo derogarían las leyes injustas contra la religión, especialmente la Constitución civil del clero, sino que consagrarían Francia al Corazón de Cristo, tal y como un siglo antes, en 1689, había pedido santa Margarita María de Alacoque a Luis XIV. Desgraciadamente, no entraba en los planes de la divina providencia la liberación de los monarcas, y el 21 de enero de 1793 Luis XVI era ejecutado en la Plaza de la Concordia, en el solar donde antes había estado la prisión de la Bastilla, proclamando su inocencia y manifestado su perdón a quienes le ejecutaban. En octubre de ese mismo año, ya desencadenado el terror revolucionario, era ejecutada la reina María Antonieta, en cuyo proceso, o más farsa, demostró que la María Antonieta frívola de los años dorados de Versalles, había dejado paso a una mujer fuerte, decidida y valiente, que asombro a los miembros del Tribunal. Ni Luis XVI ni María Antonieta permitieron que, en sus últimos momentos, fuesen asistidos por sacerdotes “juramentados”, manifestando su rechazo del cisma provocado por la Constitución civil del Clero y la falsa Iglesia que había alumbrado.

            Luis XVI y María Antonieta fueron víctimas, las más destacadas, de la represión que llevaron a cabo las fuerzas revolucionarias contra todos aquellos elementos que suponían una amenaza contra la Revolución, o más bien, contra aquellos que se hacían con el poder y querían permanecer en él. Como órgano encargado de la represión de la disidencia se crea el 6 de abril de 1793, el comité de Salvación Publica, ante el cual habrían de pasar no sólo monárquicos, nobles o clérigos refractarios, sino también algunos de los más destacados protagonistas de la Revolución que, bajo la acusación de reaccionarios o de conspiración con potencias extranjeras, fueron suprimidos por sus antiguos compañeros de revolución. Así, en abril de 1794 caía bajo la hoja de la guillotina Danton y sus más cercanos colaboradores, que amenazaban el ascenso de Robespierre, quien a su vez caería víctima de una conspiración el 28 de julio de 1794. Una vez más, como ya hemos dicho, la Revolución termina por devorar a sus propios artífices.

            Pero, antes de su caída, Robespierre actuó como el máximo dirigente de la Revolución, estableciendo un poder omnímodo y una represión tan feroz que origino el <<Gran Terror>>, del que él mismo sería su víctima.  Fue bajo su egida cuando la Iglesia, tanto la “oficial” como la clandestina, sufrió la represión más cruenta de todo el periodo revolucionario, y en el que el proceso descristianizador alcanzo su máximo apogeo. En noviembre de 1793 se inicia la campaña anticristiana de Robespierre con la clausura de las iglesias (<<antros de superstición>>), la destrucción de las campanas y el cambio de los toponimos que hiciesen mención a algún santo. Los ministros de la Iglesia, y en especial los clandestinos sufrieron una dura represión por parte de las fuerzas revolucionarias: en diversos decretos de 1793 se declaraba la condena a muerte de todo sacerdote no juramento, muchos de los cuales ejercían clandestinamente su ministerio ante el rechazo, por parte del pueblo, de los juramentados. En no pocas localidades, las autoridades públicas obligaban a los sacerdotes a renunciar a su ministerio, quemando sus cartas de ordenación, obligándoles a casarse públicamente; en otras, se procedía a parodias de las ceremonias religiosas, la destrucción de imágenes, estatuas y otros símbolos visibles de la fe en suelo francés. Un ejemplo paradigmático fue el saqueo y destrucción de la abadía de Saint Denis, lugar de reposo de los reyes de Francia: edificada sobre el lugar del martirio y sepultura del obispo san Dionisio Areopagita, la abadía y la iglesia fueron reducidas hasta sus cimientos, los cadáveres de los reyes profanados y toda la imaginería mutilada por las turbas profanadoras.

            Sin embargo, a pesar de este furibundo ataque a la religión católica, no se albergaba en la mente de los revolucionarios, en especial, de Robespierre, el deseo de establecer un Estado ateo. El objetivo no era este, sino más bien hacer desaparecer a “la Infame” y sustituir la religión cristiana por otra forma de religiosidad más acorde con los sentimientos racionales, naturalistas y morales propios de los dirigentes del Nuevo Orden. Así, teniendo presentes los modelos de la antigüedad clásica, se opto por una religiosidad cívica y estoica, que ensalzara los valores cívicos de la virtud, el heroísmo, el estoicismo, la igualdad, la libertad, el odio a los tiranos y la valentía. El primer intento de dar forma a esta nueva religiosidad fue la creación del culto a la  Diosa Razón, no muy del agrado de Robespierre, pero que respondía para sus defensores a los principios de la Ilustración. Así, como acto institucional, realizado en no pocas regiones de Francia, fue entronizada la Diosa Razón, representada simbólicamente por una prostituta disfrazada de ella a tal efecto, en la Catedral de Notre Dame de París, desacralizada y convertida en el Templo de la diosa Razón y de la Libertad.

            Sin embargo, el culto a la Diosa Razón no llego a ser un “culto de Estado”, algo que si se lograría con el establecimiento del culto del Ser Supremo, implantado, por decreto, como culto oficial de la República. Este culto guardaba ciertas semejanzas con el Deísmo y los postulados de la Masonería pues, como señalaba el decreto del 10 de junio de 1794, se reconocía, por medio de él, la existencia de un Ser Supremo y la inmoralidad del alma. Con este culto, que suponía un cierto retorno a una religión espiritual, Robespierre pretendía implantar una cierta normalización religiosa que acabara con los “fanáticos”, es decir, con los católicos, que en no pocos lugares se habían alzado en armas contra la Revolución en defensa de libertad religiosa que, los “tolerantes” revolucionarios les negaban.

            Y es que, no se puede negar el hecho, de que el proceso descristianizador, que llego hasta el punto de un cambio en el Calendario y la supresión del domingo, estaba generando más problemas que beneficios, en un momento en que Francia se veía acosada desde el exterior por las potencias monárquicas. Desmantelada por la misma Convención, la Iglesia constitucional no podía ofrecer resistencia alguna, pues, como hemos visto, carecía de la autoridad moral para ello, mientras que la Iglesia clandestina se mostró mucho más beligerante, heroica y martirial. Un gran número de sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares sufrieron martirio en las sacas de las cárceles realizadas por la chusma revolucionaria, en los cadalsos, en las deportaciones a la Martinica o en los barcos prisión donde, como animales, perecían hacinados los sacerdotes que se negaron a jurar la Constitución civil. El caso más paradigmático fue el de las carmelitas de Compiegne, dramatizado por el escritor francés Bernanos, que ofrece uno de los ejemplos de más alto heroísmo en medio de la barbarie revolucionaria. No menos heroicos fueron los seglares que, en respuesta a los atropellos contra la religión y la Monarquía se sublevaron el 11 de marzo de 1793 en la región de la Vendée en defensa de la fe y el Rey: Dieu et Roi (Dios y el Rey) era su lema, inscrito en escapularios y banderas blancas bajo el signo del Corazón de Jesús. La región de la Vendée mantuvo en jaque a las fuerzas revolucionarios durante bastante tiempo lideradas por nobles exiliados y contando con el apoyo mayoritario de la población que defendía de esta manera su fe y sus tradiciones frente a las imposiciones de París.

            La caída de Robespierre, cuando se disponía a perpetuarse en el poder, como consecuencia de un golpe de dirigido por las fuerzas revolucionarias moderadas, no supuso, para la Iglesia un cambio significativo. Ciertamente, el terror jacobino había terminado, y sus más conspicuos representantes habían acabado en el mismo sitio donde ellos habían mandado a sus enemigos, es decir, a la guillotina, pero el proceso descritianizador siguió su curso, si bien, con menor virulencia. La nueva Constitución consagró la separación entre la Iglesia y el Estado, hizo obligatoria la <<religión civil>> que, abandonando el culto al Ser Supremo, sacralizaba los principios de la Ley y el Orden.

2.4. Hacia una nueva normalidad (1795-1801)

            Hacia 1795 la Revolución había entrado, bajo el Directorio, en una fase moderada, respaldada por las continuas victoria militares de los ejércitos revolucionarios, que iban exportando los ideales revolucionarios allí donde entraban. Además, había llegado el momento de consolidar las conquistas políticas y sociales alcanzadas, como también poner fin a los desmanes que habían protagonizado los jacobinos y su brazo armado, los sans-culottes, que se habían revelado tanto o más peligrosos que los rebeldes vendeanos.

            Fue en este momento cuando surge la figura de un oscuro militar corso que, con el tiempo estaría llamado a convertirse en emperador y que pondría de nuevo a Francia en el lugar que le correspondía en el concierto de las naciones. Se trataba de Napoleón Bonaparte, que fue gradualmente ascendiendo hasta convertirse en el general más joven de Europa y en el vencedor de austriacos y prusianos, extendiendo la revolución a los territorios italianos en manos del emperador de Austria, de los Borbones y del Papa. Fue, precisamente la campaña italiana la que puso de nuevo de manifiesto la animadversión de la Revolución hacia la Iglesia católica y, en especial, al Papado, y que convirtió al Papa Pío VI, declarado enemigo de la Revolución, en un confesor de la fe.

            A medida que fueron ocupados los territorios italianos por la fuerzas francesas, estas fueron estableciendo una serie de territorios “feudatarios”, en los cuales, más que las directrices del Directorio, regían las normas impuestas por Napoleón. En un acto de franco oportunismo, el General conquistador fue imponiendo una serie de constituciones a esos territorios en los que, al contrario de lo que sucedía en Francia, se establecía que el Estado debía velar por la conservación del catolicismo, en tanto que era la religión mayoritaria del pueblo. Esto parecía contradictorio, pero no podemos olvidar que Napoleón fue siempre, en materia religiosa, indiferente al cualquier credo, y lo mismo se sentía a gusto con los musulmanes en Egipto que con los católicos en Italia. Esta actitud de “tolerancia” tenía sus límites, como bien demostrarían los acontecimientos que rodearon las relaciones entre el Imperio y la Iglesia con motivo del divorcio del Emperador de Josefina y sus segundas nupcias con la hija del Emperador de Austria, María Luisa de Austria; en aquella ocasión, el Emperador hizo gala de un fuerte galicanismo, secundado por un buen numero de prelados, imbuidos todavía de las ideas galicanas de las centurias pasadas.

            En aquel contexto, el Papa Pío VI sufrió innumerables presiones por parte del Directorio y de Napoleón, para que cediera ante su negativa de reconocer a la Iglesia juramentada, y alentara a los católicos franceses más conservadores a conciliarse con la República, abandonando la defensa de la monarquía como parte integrante de su defensa del Catolicismo. Pío VI, que había condenado con contundencia las desviaciones jansenistas y regalistas del conciliábulo de Pistoya, y que jamás reconoció validez alguna a la Constitución Civil del Clero y a la Declaración de Derechos del hombre y del ciudadano, se convirtió en la “bestia negra” de los revolucionarios y el enemigo a batir. Y la ocasión se daría el 27 de diciembre de 1796 cuando, en un altercado entre soldados franceses y pontificios, probablemente provocado por los primeros, resulto muerto el joven general Duphot. Aquella oportuna muerte, desencadeno toda una operación de ocupación y saqueo de Roma, que condujo a la deposición del Papa como soberano de los Estados Pontificios y la proclamación de la República romana. El 20 de enero de 1797, a las cuatro de la mañana, Pío VI eran conducido al exilio por las tropas revolucionarias, dejando la Ciudad Eterna a merced de la soldadesca que, siguiendo las indicaciones de Napoleón, saqueo las iglesias, palacios y museos pontificios en busca de obras de arte para llevar a Francia. Mientras el Papa iniciaba su cautiverio, algunos cardenales aprovecharon la situación para manifestar su lealtad y fidelidad al Nuevo Orden instaurado en Roma por la Revolución, como fue el caso de los cardenales Altieri y Antici que, en aquella coyuntura anárquica, abandonaron la purpura cardenalicia, que tachaban de <<símbolo del fanatismo y la esclavitud.>>

            Pío VI se convirtió así en “huésped” del Directorio, fijando su residencia en Francia, donde, para asombro de propios y extraños, el Romano Pontífice fue recibido en olor de multitudes, iniciando así un movimiento de devoción y adhesión al Papado que caracterizaría el catolicismo francés del siglo XIX. Sin embargo, el Directorio consideraba, por este o por otros motivos, que la estancia del Papa debía ser corta en suelo francés, de ahí, que solicitase al rey de España, Carlos IV, que acogiese en suelo español al Santo Padre exiliado. A pesar de que el rey apoyaba y mantenía económicamente a los sacerdotes y obispos exiliados en España, se opuso vehementemente a esta idea, no tanto por convicción personal, como por el influjo del ministro Azara, regalista, que planeaba, junto con el ministro Urquijo, la creación en España de una Iglesia nacional y autónoma de Roma. Así las cosas, Pío VI tuvo que permanecer prisionero en Francia, donde fallecería ignominiosamente, sin ningún tipo de consuelo espiritual e inscrito en el registro de defunciones como Juan Ángel Braschi. Parecía que había llegado en fin de la Iglesia y del Papado, tal como anuncio con soberbia el Directorio francés, sin embargo, Pío VI tuvo su sucesor en la persona del Cardenal Bernabé Claramonti, elegido Papa en Venecia y que adopto el nombre de Pío VII, en honor de su martirizado predecesor. Esta elección deshizo los planes de Urquijo en España, de una Iglesia autónoma de Roma y puesta bajo la dirección del Rey, como también las previsiones de las fuerzas revolucionarias de que el Papado, fundado sobre Pedro hacia casi mil ochocientos años, había sido destruido por las fuerzas de la Razón.

            Si este era el panorama que experimentaba el catolicismo en la península itálica bajo la egida de Napoleón, en el interior de Francia, bajo el amparo de los revolucionarios conservadores, se estaba experimentando una lenta pero segura reconstrucción del catolicismo. Ciertamente, a pesar de la desaparición de los elementos radicales de la Revolución, las matanzas de miembros del clero y de seglares a causa de la fe no dejaron de producirse, afectando indistintamente a juramentados y refractarios. A pesar de los intentos de que Roma reconociese a los primeros, el Directorio no cejo en su empeño de eliminar todo rastro de la jerarquía católica, y, como en tiempos del Gran Terror, el clero juramentado sufrió igualmente la inquina de los revolucionarios.

La situación del clero se complico aun más, cuando se intenta imponerle un nuevo juramento <<de odio a la monarquía y a la anarquía, de aceptación y fidelidad a la república y a la Constitución del año III>>, lo que manifestó, de nuevo la profunda división política del mismo: mientras que unos sostenían que podía jurarse, en tanto que no se manifestase de palabra o por escrito el rechazo a la República o se rechazase todo aquello que podía motivar el odio, en lo cual entraba la aspiración por restaurar la monarquía; otros, los más marcadamente vinculados al movimiento restauracionista o que habían rechazado jurar la Constitución civil del Clero en su momento, se negaron a jurarla. Desde Roma, la Congregación de los Asuntos de Francia respaldo la actitud de estos últimos, y considero el juramento contrario a la ley divina. El resultado de la oposición de estos fue el aumento de deportaciones de sacerdotes a la Guyana y a las islas de Re y Oleron, aunque pocos fueron ejecutados.

Sin embargo, la política anticristiana del Directorio encontró poco apoyo entre la población, pues se trataba de una imposición y no respondía a las autenticas aspiraciones espirituales del pueblo francés. Entre las medidas adoptadas por el poder, cabe destacar la promoción de la Teofilantropía, una especie de culto religioso que ensalzaba la República frente al Catolicismo romano; el esfuerzo en mantener unido al pueblo mediante una fraternidad justificada por una relación religiosa; la exigencia de integrar la creencia abstracta en Dios y en la inmoralidad del alma con una liturgia de inspiración ecléctica; y la imposición de la convicción de que la verdad de la religión se identifica con su capacidad de garantizar un correcto comportamiento moral. En síntesis, lo que se pretendía era establecer un culto en el que se mezclaban elementos extraídos del naturalismo, del deísmo y de la Masonería, de un modo artificial e impuesto por la fuerza más que por la convicción. El resultado fue que, a la larga, se produjo un fuerte descenso de la práctica religiosa, hasta el punto de que hacia 1801, en los inicios de la época napoleónica, sólo un francés de cada dos cumplía con el precepto pascual.

A pesar de esta aparente fuerza, tanto interna como externa, el régimen del Directorio estaba abocado hacia el fracaso. Las nuevas amenazas de las fuerzas monárquicas, la presión exterior de las potencias absolutistas e Inglaterra y el ascenso meteórico de Napoleón condujeron al fin del Directorio. Y fue, precisamente, este último quien le dio su golpe de gracia el 18 de Brumario (9 de noviembre de 1799), que, a instancias de los conspiradores se ofreció para compartir el poder e instaurar un nuevo régimen, el Consulado. Abandonando a sus hombres a su suerte en Egipto, Napoleón marcho hacia Francia donde el destino le tenía reservado un nuevo papel, el de formar parte de una <<comisión consular ejecutiva>>, de la que también formaban parte Sièyes y Ducos, antiguos miembros del Directorio. El Consulado iba a poner fin al periodo revolucionario, y abriría una nueva fase en la historia de la Iglesia francesa, no sólo la de la reconstrucción, sino también la de la confrontación con el poder autoritario de Napoleón, cuyo imperio parecía una contradictoria combinación de elementos tomados de la Revolución y del Antiguo Régimen, tanto en lo político, lo social y lo religioso.

3. Balance de un conflicto

            Si bien el Ciclo revolucionario termina en 1815 con el fin del Imperio napoleónico, las relaciones entre la Iglesia y este bien podrían ser objeto de otro trabajo, dado que, si bien no se produjeron persecuciones como en el periodo anterior, las relaciones entra ambos poderes no estuvieron exentas de dificultades. El carácter absoluto de Napoleón y la férrea defensa de los derechos espirituales y temporales de la Iglesia, por parte de Pio VII, determinaron las relaciones entre ambos. A pesar de que el Pontífice parecía querer una cierta conciliación entre el Imperio revolucionario y la Iglesia, que en ciertos aspectos había asumido la pompa y el fasto del Antiguo Régimen, al final se dio cuenta de la imposibilidad de una conciliación y que los viejos prejuicios galicanos marcarían la hoja de ruta de la política napoleónica hacia la Iglesia y Roma.

            Por lo que hace al balance del periodo que media entre la caída del Antiguo Régimen y el ascenso de Napoleón, hay que decir que, para la Iglesia, parte integrante de la estructura político – social del Régimen absolutista, el balance fue negativo. Si en un principio se dio una colaboración, en algunos prelados excesivamente fervorosa, con el proceso revolucionario, a medida que la Revolución iba cayendo en manos de los elementos más exaltados de la política y la cultura, se hizo evidente que para la Iglesia solo cabían dos posibilidades: colaboración o persecución, y al final ni siquiera eso. A partir del Reinado del Terror, las fuerzas revolucionarias dirigieron su persecución contra juramentados y refractarios indistintamente, lo que manifestaba que el objetivo fundamental de estas era la supresión del Cristianismo y de toda huella cultural de este en suelo francés.

            De lo dicho a lo largo de estas páginas, podemos sacar dos conclusiones claras:

  • La Revolución francesa fue anticristiana: dejando aparte el hecho de que los revolucionarios poco o nada hicieron contra los miembros de otras confesiones religiosas cristianas entre 1789-1799, estos manifestaron una clara animadversión hacia el Cristianismo.

A pesar de que algunos autores hablan del sustrato cristiano de los ideales de la revolución francesa, está clara la influencia del pensamiento deísta, naturalista y masónico en las principales figuras de la Revolución. La idea de un culto al Estado, a la Diosa Razón o al Ser Supremo, nada tiene que ver con el cristianismo, como tampoco los ideales de Libertad, Igualdad y Fraternidad, enunciados por primera vez por el fanático jacobino Robespierre. En una visión idealizada de los valores del mundo antiguo y sobre la base falsa de la bondad natural del hombre, los ideólogos políticos y religiosos de la Revolución contemplaban al Cristianismo como un obstáculo al progreso material y espiritual del hombre, que era necesario eliminar, pues formaba parte del entramado ideológico del Antiguo Régimen feudal. Como ocurriera durante el Renacimiento, el pasado grecorromano fue presentado como el modelo a seguir, manifestándose, como dijimos, en un arte que pretendía imitar el estilo clásico, racional y que sirviera como correa de transmisión de los valores cívicos.

La sustitución de todo signo cristiano (calendario, topónimos, festividades, sacramentos…) por un otros de corte cívico, destinado a exaltar los valores del Nuevo Orden, manifiesta claramente este deseo de sustituir una religión trascendente por otra inmanente. Esta obsesión de crear una nueva religión pone de manifiesto, a pesar del odio hacia lo cristiano, que quienes la promovieron mantenían un cierto sentido de lo religioso y espiritual, lejos de cualquier ateísmo, pero también, y esto es ciertamente importante, de un fuerte sentido utilitarista en el que la religión debía servir como medio de control social. Del mismo modo que la Ilustración acentuó el aspecto moralizante del Cristianismo, a fin de lograr el control social y abortar cualquier conato de rebelión contra el poder establecido, los líderes de la Revolución vieron en la “religiosidad” un medio más, menos coactivo tal vez que la guillotina, para controlar a una población religiosamente desconcertada ante los cambios producidos en tan poco tiempo.

En esta nueva religión, Dios dejaba de ocupar el lugar central, para ser ocupado por el Estado o por el Hombre, cuyas virtudes (valor, fortaleza, obediencia, paz, razón…) se convirtieron en objeto de culto, suplantando a las virtudes teólogas (fe, esperanza y caridad). El ejemplo edificante de los santos dejó paso al de los héroes romanos y griegos que eran exaltados, como antaño lo habían sido san Dioniso, Santo Tomás de Aquino, san Francisco de Sales…, y cuyas virtudes el Estado invitaba a imitar. Los lugares de culto cristianos, después de ser saqueados y ultrajados, se convirtieron en templos cívicos o clubs, lugares de reunión de los diferentes grupos políticos e intelectuales, o, como en el caso de Notre Dame, en escenario de sórdidas y grotescas representaciones cultuales cívicas, o en mausoleos de los héroes de la Revolución, como ocurrió con la iglesia de Santa Genoveva en París. Y, por poner alguno otro ejemplo, las procesiones religiosas dieron paso a procesiones cívicas que concluían en la “adoración” del llamado “Árbol de la Revolución”, objeto de culto para los revolucionarios y sustitutivo cívico – pagano de la Cruz.

  • La Revolución francesa fue anticatólica: si el Cristianismo en cuanto religión o sistema de creencias fue perseguido tanto externa como internamente, la animadversión hacia la Iglesia católica fue otro de los signos distintivos de la Revolución.

Ya hemos dicho que existió una buena disposición por parte de la Jerarquía a colaborar con el Nuevo Orden, especialmente, durante el periodo constituyente, aceptando de buen grado suprimir ciertos privilegios, como los diezmos, que gravaban a los más necesitados. Sin embargo, esta buena disposición no fue reciproca, pues, como hemos dicho varios ocasiones, la Constitución civil del Clero supuso la piedra de toque a esta colaboración sincera. Con todo, hay que decir que no pocos prelados simpatizaron con dicho documento, pues, el sentimiento galicano fue un mal endémico en la Iglesia francesa durante el siglo XVIII, acentuado por las intervenciones de Roma contra el Jansenismo, que, considerando que era un asunto interno, tenía que ser tratado y erradicado por el episcopado galo sin intromisiones de ningún tipo. El servilismo de no pocos prelados a la hora de jurar la Constitución civil del Clero y capitanear el cisma constitucionalista, contrasta con la valentía de muchos obispos y sacerdotes que, más allá de particularismos locales, poseían una visión más amplia de la Iglesia y cuya fidelidad al Romano Pontífice no dependía de los vientos políticos del momento.

El gran logro de la Revolución contra el Catolicismo fue la división de su clero en dos bandos irreconciliables, lo que provoco el abandono espiritual de los fieles que, en no pocos casos, consideraban usurpadores a los nombrados por el gobierno, cobijando a los refractarios, a quienes veían como auténticos confesores de la fe. Obispos Tayllerand o Gobel sirvieron a la Iglesia constitucional con verdadera devoción, lo que no les privo de persecuciones y humillaciones por parte de los poderes que tanto adoraban. El destino de estos obispos colaboracionistas fue bastante distinto: Tayllerand, sin abandonar el ministerio, se casó y ejerció como ministros de Asuntos Exteriores de la República, el Imperio y la Restauración, falleciendo reconciliado con la Iglesia; y el destino de Gobel fue más funesto: defensor de la Constitución del Clero, fue elegido en 1791 como obispo “constitucional”, contrajo matrimonio y abandonando el estado clerical se lanzó al culto de la Diosa Razón, siendo ejecutado, con otros radicales en 1794.

Sin embargo, quedaba aún un obstáculo a vencer para la plena sumisión de la Iglesia Católica, previa a su desaparición: el Romano Pontífice. La actitud tardía aunque decidida contra la Revolución y sus desmanes contra la Iglesia y la religión, le convirtió en el gran enemigo a batir. Tras la derrota de los austriacos y la ocupación de los Estados Pontificios por las tropas francesas, Pío VI no se amilano y no cedió a los deseos del Directorio de reconocer a la Iglesia constitucional y a sus ministros inválidamente ordenados; el precio de tal valentía fue el exilio y la muerte ignominiosa en Francia. Pero, si los revolucionarios pensaban que sacando al Papa de Roma y dejándolo morir en el exilio, iban a destruir la institución papal, se equivocaron de lado a lado: el exilio de Pío VI a Francia acerco la figura, hasta entonces lejana y casi inaccesible, del Romano Pontífice a los fieles de Francia y de toda la Catolicidad, y la elección inesperada de su sucesor, puso de manifiesto que hacía falta algo más que el general más joven de Europa y su horda de saqueadores para asaltar la Roca inexpugnable de la Iglesia.

A pesar de todas estas vicisitudes, el Catolicismo en Francia no sucumbió, y a pesar de que en muchos lugares se tuvo que partir casi de cero, la Iglesia fue poco a poco renaciendo entra la clandestinidad y las persecuciones. Alcanzada la paz con le Revolución a través del Concordato de 1801, la Iglesia podía iniciar la tarea de reconstrucción que habría de hacer del catolicismo francés uno de los más firmes baluartes del Catolicismo. Este espíritu de renacimiento espiritual, queda bien reflejado en el Genio del Cristianismo, del Marqués de Chateaubriand, verdadero manifiesto del renacer cristiano en la Francia napoleónica, y que manifestaba que a pesar de las persecuciones, las traiciones y los abandonos, la fe de Cristo, la fe de la hija primogénita de la Iglesia, la fe de san Dionisio, santa Genoveva, santa Juana de Arco, de las Carmelitas de Compiegne, y las de cientos y cientos de sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares guillotinados, asesinados o deportados…, empezaba a renacer con la misma fuerza y vigor con que se había sembrado en los primeros tiempos del cristianismo galo.

Que la lectura y compresión de este trabajo, un mero repaso superficial a un periodo trascendental de nuestra historia eclesial, nos anime en estos momentos a perseverar en la fe, a no temer los embates del enemigo y esperar en el Señor. Como Cristo dijo a Pedro, teniendo en su divina mente esta y otras persecuciones y peligros de su Iglesia: Las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella.  Que así sea.

Vicente Ramón Escandell Abad, Pbro.

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Author: Rev. D. Vicente Ramon Escandell
Rev. D. Vicente Ramón Escandell Abad: Nacido en 1978 y ordenado sacerdote en el año 2014, es Licenciado y Doctor en Historia; Diplomado en Ciencias Religiosas y Bachiller en Teología. Especializado en Historia Moderna, es autor de una tesis doctoral sobre la espiritualidad del Sagrado Corazón de Jesús en la Edad Moderna