¿Quién no ha escuchado, olido o visto alguna cosa que no le lleve a saborear los mejores recuerdos de su vida?
El sentido de las cosas, un artículo de Gilmar Siqueira
No estamos sueltos en el aire: venimos de una familia, tenemos una personalidad, vivimos en una casa, en un país y heredemos un idioma de nuestros mayores. Y, como no estamos sueltos, hay alrededor de nosotros muchos objetos, paisajes e imágenes que están en nuestros recuerdos, que son nuestros recuerdos mismos. Así, cuando regresamos a una vieja casa en que habíamos vivido, cuando escuchamos una canción, cuando saboreamos después de mucho tiempo una comida, los recuerdos asociados a eses símbolos se nos vienen con tal fuerza que es como si reviviéramos los momentos pasados.
Nuestra vida está llena de signos, de cosas que de alguna manera cuentan nuestra historia.
Pueden ser cosas que, en sí mismas, no tienen más sentido que el de la utilidad; pero que, habiendo pasado por nuestras vidas, las atribuimos un sentido personal. He visto algunas veces, por ejemplo, que mismo después de muchos años las madres todavía conservan las ropas que llevaban sus hijos cuando eran niños. Las conservan porque aquellas ropitas son signos de la pequeña criatura que ya creció y por lo tanto llevan en sí las huellas de una historia aún viva en los recuerdos de la madre. No sería lo mismo ir a una tienda y comprar nuevas ropas de bebé; las nuevas ropas no tendrían el mismo olor, no habrían perdido algo de su color tras tantos lavajes, ni mucho menos sería con ellas (aunque casi iguales) que le habrían sacado la primera fotografía al niño. Sobre el sentido de las cosas dijo el profesor Rafael Gambra, en El Silencio de Dios:
El sentido de las cosas tiene dos aspectos, un espacial y otro temporal. La <<Tierra de los Hombres>> es mansión en el espacio y rito en el tiempo. El hombre construye su albergue en el espacio, y ese albergue posee límites, estancias, estructura. Y cada estancia un sentido y también un misterio intransferible. Como cada flor es, en sí misma, la negación de las demás. Es la mansión histórica, hecha sustancia de la vida, lo que el hombre ama; no la construcción teórica, en serie, de la que sólo se sirve
El hombre ama eso que construyó con la savia de su misma vida porque siente que es parte de él, que ha dejado algo vivo en ella, que es personal, que es suyo. E incluso puede amar lo que no construyó – un paisaje o un olor, por ejemplo – porque le impregna la memoria con una imagen viva de su existencia. Hace algún tiempo – quizá dos años o más – regresaba yo a mi casa por la tarde; el sol ya empezaba a ocultarse, el aire era tibio y soplaba una brisa muy agradable. Sentí entonces, en la calle, el olor de las plantas. No sabría describir ese olor, pero cerré los ojos y respiré profundamente; ese mismo olor lo sentí diversas veces en la casa de mis abuelos. No podía distinguir a los dos: uno evocaba el otro. Algo semejante le pasó al Joseph Day de Julien Green:
De golpe, le asaltó el deseo de estar en su casa, en casa de sus padres. Se acordó de un manojo de maíz que colgaba del muro, cerca de su cama, y la colcha multicolor que su madre le hizo con viejos trozos de tela. Y el olor de su habitación le volvió a la memoria. Se le encogió el corazón.
Adondequiera que nos vayamos – gracias a Dios – nos persiguen los recuerdos con tal fuerza que no podemos borrarlos.
Parece que de alguna manera tenemos que contar y recontar nuestra historia para darle un sentido, o quizá para descubrir el que le ha dado Alguien mucho antes que nosotros – y, en realidad, eses “dos sentidos” no son más que uno; un sentido de que huimos tal vez por creernos capaces de inventarnos algo “mejor”, como si tal cosa fuera posible. Las cosas a nuestro alrededor tienen que ser personales, necesitamos que tengan nuestras huellas para que no nos volvamos locos por el hastío, ese sentimiento terrible que nos hace creer que nada tiene sentido. Me acuerdo de un fragmento de Gustavo Corção (en el libro Três Alqueires e uma Vaca):
Es por ello que el trabajo humano tiene algo que sabe a la tristeza de la culpa y algo que recuerda al hombre de un paraíso perdido. La mesa de un obscuro e infeliz funcionario es un pequeño campo, donde el mozo, extenuado por moverse en una ciudad que se va haciendo salvaje – como dije anteriormente en tono de lamentación – intenta reconquistar el camino del paraíso. Cuando regresa a su casa, y se instala, tal vez en su única silla, y usa sus pocos objetos, con plena posesión y pleno dominio y le da un nombre a su gato, y escucha los pasos y la voz de la compañera arrancada de su flanco, durante el sueño de amor – siente él vívido, palpable, inconfundible, el recuerdo de un jardín de delicias.
El hogar es para nosotros lo que más está impregnado de sentido: lo levantamos a nuestro gusto, ponemos en él muebles y adornos que le impriman algo de lo que llevamos adentro, algo de lo que somos.
Es sí el refugio de las tempestades de afuera, pero no un refugio adonde entramos no más que para ocultarnos; es el refugio en donde nos sentimos más plenamente a gusto, en donde nos quitamos todas las máscaras; es el refugio en donde nos acordamos de que hay Otro Hogar, un Hogar que no perecerá y que, creemos, será la realización plena y verdadera de lo que anhelamos.
Gilmar Siqueira
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