LECTURAS DESDE WALSINGHAM (III)
La propuesta de Miguel Toledano esta semana es literaria, hace referencia a un libro que les animamos a incluir en su biblioteca: «El secreto de Lady Audley»
Un artículo de Miguel Toledano: El secreto de lady Audley
¿Quién conoce en la actualidad a Mary Elizabeth Braddon? Y, sin embargo, esta escritora obtuvo un éxito impresionante en el tercer tercio del siglo XIX. Sic transit gloria mundi, proclama la ceremonia de entronización de un nuevo Papa; la gloria del mundo quizás ya pasó para la señora Braddon. Por eso nosotros, amantes de los vinos viejos que guardan todas sus delicias para quien los sepa disfrutar, la traemos ahora a colación.
La protagonista absoluta de la novela es Lady Audley, antiheroína dispuesta a todo para subir en la escala social. Como lo indica el título, ella guarda un secreto que su envejecido marido, Sir Michael Audley, no puede imaginarse. De otro modo, el descendiente del linaje que se remonta a la corte de Eduardo IV no hubiera desposado en segundo matrimonio a la que simplemente era Lucy Graham, la joven institutriz de sus hijas.
Un tercer personaje, Robert Audley, entra en la trama para terminar provocando, muy a su pesar, el ocaso de la diosa. El abogado principiante y sobrino de Sir Michael seguirá el rastro de Lucy, sorteando las sutiles tretas de ésta para escapar a su caída. Robert no volverá en toda su vida a ocuparse de un asunto de naturaleza penal, más inclinado desde su educación en Eton a los negocios de la City, a los que paradójicamente se dedicaba con una tranquilidad que sorprendería en nuestros días a los socios de Freshfields o de Linklaters. No obstante, la gravedad de los misterios que guarda su tía entre 1853 y 1859 despierta en él el sentido de justicia que Dios ha inspirado desde niños en nuestro corazón, para impulsar el desarrollo de la historia.
En el curso del trayecto, la autora nos acompaña a través de la campiña inglesa y a los despachos de los abogados en el centro de Londres, de los que todavía quedan rastros anteriores al desarrollo económico de la época de la Sra. Thatcher. El libro está salpicado de referencias pictóricas a artistas hoy poco renombrados, como Creswick, Wouvermans, Cuyps, Teniers, Salvator Rosa o Claudio de Lorena. Durante el octavo capítulo de la primera parte hay un excurso verdaderamente antológico sobre el prerrafaelismo, a cuenta de un inquietante retrato de la nueva señora de Audley Court. En el décimo-octavo, nos encontramos con una referencia al crimen de Maria Manning, que conmovió a aquella sociedad como sólo lo conseguiría más tarde Jack el Destripador.
Ya en la segunda parte, el capítulo séptimo hace un alto en el camino durante la investigación de Robert para ofrecer una oda en prosa a la institución más británica, hoy amenazada por la apetencia creciente por el café surgida después de la Segunda Guerra Mundial y elevada a la enésima potencia por la invasión de Starbuck’s. Por supuesto, nos estamos refiriendo al té y más concretamente a cómo el brebaje debe prepararse canónicamente, al gusto indio de su variedad negra más que a las preferencias ecológicas por la versión verde o china.
También aparecen, aquí y allá, menciones a la religión en la nación que con más cinismo la ha tratado; a saber, Braddon recuerda por momentos -en plena era victoriana de rampante puritanismo- a las familias que resultaban eliminadas por haber albergado sacerdotes o por celebrar Misas secretamente. Por su parte, el joven letrado Audley añora el día en que pueda tranquilamente rezar el Rosario frente al mar de Yorkshire. En cuanto a Lucy, los vicios de la vanidad, el egoísmo y la ambición, que la herejía protestante ha exportado con singular eficacia, la tienen aprisionada desde antiguo.
El expresionismo quizás hubiera sentido, en el fondo, compasión por esos defectos; compasión expresada de forma brutal, fea y no del gusto de nuestra metafísica católica, en donde siempre ha de resplandecer la belleza del ser. Pero Braddon no anticipa el expresionismo, sólo quizás el modernismo: Detrás de los ojos azules de Lucy, de la forma perfecta de su nariz, de sus labios sacados de un retrato de Holman Hunt, se esconde un vacío moral que no es ya pecado como desobediencia al decálogo, sino un incipiente nihilismo que sacrifica la conciencia en aras de la justificación vital.
Cuando hayan terminado East Lynne, texto del que dimos cuenta en una pasada entrega de estas lecturas desde Walsingham, no dejen de hacerse con un ejemplar, ya sea en lengua española o inglesa, de “El secreto de Lady Audley”; disfrutarán ambas inmensamente, la una compartiendo las penurias interiores de la gran dama, la otra con un recorrido visual, literario y hasta musical por el sendero del engaño y del crimen. Y comparen así a la madre atormentada Lady Carlyle con la egoísta, fría y cruel Lucy Graham – dos perfiles diversos pero igualmente dramáticos. ¿Alguien habló de la flema inglesa?
Miguel Toledano
Bruselas, Domingo de Septuagésima, 2019
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