Nos pasamos el día opinando de un tema y de otro como si tuviéramos obligación de expresar algo de todo lo que sucede a nuestro alrededor. Hoy, Gilmar profundiza en este tema
Un artículo de Gilmar Siqueira, «el diablillo de la opinión»
<<Que mi palabra sea la cosa misma, creada por mi alma nuevamente>> Juan Ramón Jiménez.
Hay un mal terriblemente difundido que nos tiene a todos más o menos atrapados: y este mal es la opinión.
Nos basta con leer una noticia en internet, verla en televisión o escucharla por boca de un conocido para que nos pongamos nerviosos, para que en un momento imaginemos que ha llegado el fin del mundo y que tenemos que hablar, tenemos que decir “lo que pensamos”. Pero, lo que entonces decimos, ¿es en realidad lo que pensamos? ¿No será más bien sencillamente lo que sentimos? Porque en estos momentos, con lo absurdo del nuevo descubrimiento, podemos volvernos casi locos. Y entonces necesitamos hablar; y lo peor es que, al mismo tiempo, necesitamos que alguien nos escuche.
De tal manera ha sido moldeada nuestra mente que es fuerza que tengamos algún comentario que hacer para lo que sea: el partido de mañana, la tragedia del barrio, las elecciones en Estados Unidos, esta o aquella declaración del Papa (seamos o no católicos) y todo más de lo que salga en la prensa. Las conversaciones de la gente se parecen cada día más con los guiones de los programas de televisión. Y así las palabras que soltamos, más que verdaderamente expresiones de nuestras ideas o intento de recolectar nuestros sentimientos, se nos escapan como si nada. Hemos dejado de querer – ¿alguna vez lo hemos realmente querido? – que nuestras palabras sean la cosa misma.
Yo me acuerdo que en el colegio se nos ponían dos o tres fragmentos de pocas líneas sobre algo que fulano o mengano había dicho sobre un tema de actualidad, y se nos pedía que escribiéramos treinta líneas (me acuerdo muy bien, porque eran siempre treinta líneas) dando nuestra opinión sobre aquél mismo tema: es decir, teníamos que dar nuestra opinión desde la base de opiniones ajenas, sin que tuviéramos más informaciones sobre el tema de lo que salía –ella de nuevo – en la prensa.
Y así fuimos creciendo todos con el instinto de que siempre teníamos que decir algo acerca de todo lo que pasaba; y, gracias a nuestras personalidades y alguna que otra herida, determinados temas nos ponían más nerviosos que otros y así los defendíamos más apasionadamente. Esto nos ha pasado a mí y a mis compañeros de colegio y a casi todas las personas que conozco. Lo peor es que, con las pasiones siempre a punto de estallar y una incapacidad casi completa para comunicar nuestros sentimientos y razones – incluso para discernir los unos de los otros – nos quedamos más nerviosos y defendemos nuestras opiniones con más saña.
Ocurre que todo lo que leemos en la prensa y vemos en la televisión muchas veces ya se nos viene de una manera parcial o retorcida, a manera de una llama para prender la mecha de nuestras pasiones.
Ya en el siglo XIX, en su Idea of a University, Newman decía que los medios de comunicación, e incluso la enseñanza técnica, se habían apropiado de una incumbencia que no era la suya, es decir, la de formar a la gente. Porque, como argumentaba el mismo Newman, la prensa tiene un valor intrínseco que es muy importante, pero limitado por su propia naturaleza. En tal borrasca estamos, que nos basta con leer dos o tres palabras en el periódico para que se nos venga el diablillo al oído decirnos unas cuantas opiniones.
Newman pone el ejemplo del gobierno constitucional y de la esclavitud:
Por ejemplo, tenemos la vaga idea de que el gobierno constitucional y la esclavitud son inconsistentes la una con la otra; de que hay una conexión entre el juicio privado y la democracia, entre la Cristiandad y la civilización. Intentamos encontrar argumentos de prueba, y nuestros argumentos son la más clara demostración de que nosotros simplemente no entendemos las cosas mismas de las que profesamos estar tratando.
No entendemos realmente las cosas de que tratamos y, sin embargo, tenemos que decir algo, que pensar algo, porque nuestros sentimientos nos mandan hacerlo: porque tenemos reacciones sentimentales instantáneas para todas las informaciones que recibimos. Pero – y aquí volvemos a Juan Ramón Jiménez – si las palabras no son las cosas mismas, o cuando menos un sincero intento de que lo sean, no son nada y su misma expresión es un sinsentido. Incluso si no sabemos expresar nuestros mismos sentimientos, ellos serán siempre vagos e indefinidos para nosotros.
Pero confesar, a nosotros mismos, el verdadero desconocimiento de algo que hablamos tantas y tantas veces es muy difícil; y lo es por algunas razones. Primero, porque cuesta mucho percibirlo; segundo, porque todos necesitamos tener unas cuantas seguridades y sobre ellas erigimos el edificio de nuestras convicciones; y si percibimos que uno de los cimientos del edificio es falso, él todo vendrá abajo.
Prosigamos con Newman:
Es por esta razón que los hombres competentes, cuando llegan a una edad mediana, tienen que cambiar su mente y su línea de acción, y empezar la vida de nuevo. Porque ellos han seguido su partido, en vez de haber asegurado su facultad de verdadera percepción para con los objetos intelectuales, los cuales no saben cómo los han acumulado en cuanto a objetos a la vista.
Además, las superficiales opiniones que formamos sobre las cosas nos hacen seguros de nosotros mismos en nuestras vidas privadas y en nuestras relaciones con la gente. Sin siquiera habernos acercado alguna vez a los auténticos misterios de la vida, e incluso con un inconsciente miedo a ello, seremos capaces de aparentar seguridad, de sostener entretenidas conversaciones y hasta de ganar alguna que otra polémica.
El que así lo hace, según Newman:
Ahora él dice una cosa, y luego dice otra , y cuando intenta poner por escrito claramente lo que afirma sobre un punto en disputa o que él entiende según sus propios términos, se viene abajo y es sorprendido en su fracaso. Ve objeciones más claramente que las verdades y puede hacerse miles de preguntas, que ni el más sabio de los hombres puede responder, y con todo, él tiene una muy buena opinión de sí mismo y está bien satisfecho con sus conocimientos, y se declara en contra de otros y se opone,por completo, a la difusión del conocimiento que resulta no aceptar su manera de promoverlo, o a las opiniones que él considera que resultan.
El conocimiento profundo de las cosas suele empezar por un vértigo: la certidumbre de que no sabemos nada, de que estamos desnudos y solos frente a un enorme misterio, el misterio de que las cosas y nosotros mismos existamos; y el misterio crece a medida que granjeamos nuevas impresiones, éstas sí más arraigadas, porque ya no son falsas explicaciones – con las que nos dejamos de contentar – sino pasos en dirección al misterio: el conocimiento de las cosas, como enseñó Pieper, tiene una hermosa relación con la esperanza. El conocimiento superficial, sin embargo, que no acepta la existencia del misterio y quiere atraparlo todo con la mente, trae consigo el entretenimiento y la falsa satisfacción del acúmulo de informaciones, que nos hace propensos a caer en los sistemas cerrados: el fetiche del límite nos deja seguros, porque el misterio no acepta ser desvelado, sino que exige ser contemplado.
Finalicemos con Newman otra vez:
Y es aquí donde observamos lo que significa la máxima del poeta: “Un poco de aprendizaje es una cosa peligrosa”. Si este poco o mucho conocimiento es real, no es peligroso, sin embargo, muchos hombres consideran que una mera visión confusa de las cosas es un conocimiento real, y mientras tanto, no hacen sino engañarse tal como un miope solamente ve de lejos como para ser conducido, con su vista incierta, hacia el precipicio.
Gilmar Siqueira
Esperamos que hayan disfrutado con este artículo de Gilmar sobre el diablillo de la opinión
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