El despilfarro de la vida-MarchandoReligion.es

El despilfarro de la vida

Nos lleva a los mundos literarios y lo hace tan dulcemente que uno no sabe si forma parte de los personajes extraídos del libro. Hoy, Gilmar, nos trae una novela un autor católico: Baring

Un artículo de Gilmar Siqueira: «El despilfarro de la vida»

<<Conheci a Beleza que não morre

E fiquei triste>>.

Antero de Quental. Tormento do Ideal.

Quizás una de las más tristes impresiones humanas sea la de el despilfarro de la vida, aquella tristeza por sentir que se ha llegado demasiado tarde a algo, por pensar en lo que podría haber sido, el arrepentimiento por dejar escapar una ocasión – o una persona – que tal vez cambiara todo en la vida. Así le pasó a Caryl Brasmley, personaje principal de la novela C., de Maurice Baring.

Me parece curioso escribir sobre Baring, mi novelista favorito, y tratar solamente de una de sus novelas más que de él.

Tendría mucho que decir sobre él también: novelista católico (el dolor del pecado está presente en todas sus novelas), gran amigo de Chesterton y Belloc; un hombre que en su libro de memorias no habló para nada del amor, tal vez precisamente porque haya amado demasiado en su vida. Pero hablaré de él en otra ocasión; a lo mejor, lo haré en muchas otras ocasiones.

Caryl Bramsley, a quien llamaban C., fue el quinto de los seis hijos (como Baring) de Lord Hengrave. Era un muchacho retraído, muy imaginativo y que no gozó del cariño de ninguno de sus padres. Muy pronto descubrió que no podría ser sincero entre los suyos, porque siempre le hacían callar. Entonces, como todos los tímidos, se replegó en su mundo. Su primer escape, ya en la adolescencia, fue cuando descubrió la poesía moderna inglesa en Eton.

Creo que sus sentimentos por la lectura de Shelley nos dirán mucho acerca de su personalidad:

» C. abrió el volumen y su mirada fué a posarse sobre el poema La Nuba, que figura al principio del tomo. Empezó a leerlo. Por vez primera en su vida supo lo que unas cuantas palabras impresas son capaces de sugerir. Mientras leía le pareció haber sido conducido hasta el cielo en un carro de fuego. El tiempo y el espacio dejaron de existir para él. Imagen tras imagen, todas de una suntuosa magnificencia inigualable llegaban para sostenerle sobre sus irisadas alas, humedecidas de rocío divino. En el aire parecía vibrar un sonido de campanas celestes, y, cuando el encanto producido por la lectura acabó, todavía quedaba flotando en su espírito algo inefable.»

Estas impresiones son muy conocidas – y nada exageradas – para todos los enamorados de la literatura. Tengo que confesar que me quedo de la misma manera cuando leo las novelas de Baring. La verdad es que en sus novelas me di cuenta por primera vez del transcurso del tiempo como realidad concreta, como algo que deja huellas en la carne y en el espírito del hombre. En sus personajes notamos este cambio. Y así fue con C. De Eton se marchó a Francia para perfeccionar su francés; sus padres querían destinarle a la carrera diplomática. Como su opinión no contaba para nada, accedío. Ya era entonces un enamorado de la poesía y por la narración de la novela sabemos también algo muy importante: que se había enamorado del amor. La verdad es que me gustaría transcribir aquí todas las páginas de la sublime prosa de Baring, pero me limitaré, antes de entrar precisamente en la tragedia de C., a poner aquí sus sentimientos al escuchar por primera vez la canción Tristesse, que es un poema de Theóphile Gautier musicado por Gabriel Fauré:

«C. y miss Church volvieron a gozar nuevamente del placer de la melancolía, de una melancolía que hasta entonces desconocían. Se deleitaron vertiendo lágrimas de felicidad, tanto más agradables cuanto que Dorant cantaba con el mismo sentimiento del principio, sin mezcla alguna del dolor que hiere ni de la pasión que abrasa.»

Años después, ya cerca del fin, C. volvería a escuchar la misma canción en Francia; pero entonces las lágrimas no eran de felicidad, ni su melancolía era dulce. De regreso a Inglaterra, en una visita a sus tíos, vió por primera vez a Beatriz, hija de algunos artistas amigos de su tía, e inmediatamente se enamoró de ella. Ahí empezó su tragedia:

«A mister y mistress Lord les acompañaba su hija Beatriz. C. se sentaba en la misma hilera de sillas que la joven y, al darse cuenta de su belleza, sintióse tocado en el corazón por una especie de sortilegio. La muchacha no había aún cumplido los dieciocho años, y una nobleza indescriptible emanaba de su persona. Sin rigidez alguna, sin nada que recordase el aspecto de la diosa Juno, había en ella, sin embargo, algo celeste. Sus ojos azules y dulces evocaban un suave e inmóvil océano; su mágica sonrisa, su mentón, netamente dibujado; sus cejas, de un trazo audaz y elegante; su boca, caprichosa y atrayente; un no sé qué de fuerte y el resplandor y la seducción de toda su persona, eran inexpresables. Todo en ella parecía estar bañado en luz, sus cabelos, su tez.»

Pero entonces C. no pudo cambiar más que dos o tres palabras con ella. Más adelante, cuando ya estaba en Oxford, la encontró de nuevo y pudo por fin conocerla. Los dos congeniaron al instante y, como ella mismo le dijo a él más tarde, llegó a conocerle mejor que él mismo se conocía. Estaban perdidamente enamorados y C. la pidió que se casara con él; Beatriz lo aceptó, a pesar de las dificultades. Había, empero, dos grandes problemas: Beatriz era católica y carecía de fortuna. Entonces Lady Hengrave, la madre de C., tuvo que separarlos. Mandó el joven a Italia. Algun tiempo después, de regreso a Inglaterra, supo que Beatriz iba a casarse. Un día antes de la boda se presentó en su casa y pidió a ella que no se casara; pero ella, entre lágrimas, se negó a marcharse con él. C. creyó entonces que no había nada más que hacer y se fue. Años más tarde, le dijo Beatriz que si él hubiera insistido más, que si hubiera incluso intentado raptarla, ella accedería. Pero él no sería capaz de hacerlo. Nunca lo fue.

Después de la boda de Beatriz apareció en la vida de C. una mujer que le trastornaría por completo: Leila. Él, de niño, estaba encantado por ella y se enamoró locamente cuando volvieron a verse. Ella estaba casada, pero ni su marido ni C. eran los únicos hombres de su vida. Leila y C. no congeniaban para nada, pero eso no le importaba: bastaba con verla y estar junto a ella para satisfacerse; en cambio, cuando se alejaba, los celos lo torturaban terriblemente. Ya no pensaba en Beatriz, por lo menos no como antes; y su pasión por Leila era distinta: le esclavizaba hasta el alma. A veces, cuando se alejaban, parecía olvidarla, no pensar más en ella; especialmente porque sabía que ella le engañaba.

Mientras se alejaba y acercaba a Leila, Beatriz volvió a aparecer en su vida. Ella había sufrido muchísimo: su marido no le fue fiel, perdió su único hijo y luego enviudó. La tristeza de Beatriz apenaba mucho a C. y, supiera él o no, ella le seguía amando. C. intentó casarse con ella otra vez, pero Beatriz dijo que no serían felices juntos. Hay una escena especialmente triste, pero que simboliza a la perfección la esclavitud de C. y el amor de Beatriz: ellos estaban juntos en una casa de campo en Londres y él estaba muy cerca de conseguir que ella por fin accediera a su pedido; al principio dijo que tendrían que esperar por lo menos un año más, pero él seguía insistiendo. Ella aceptaría. Precisamente en este momento la prima enferma de su fallecido marido la llamó y C. recibió una carta de Leila (hacía entonces mucho tiempo que no se veían). Leila pedía que C. la visitara; él rompió la carta. Sin embargo, cuando regresó Beatriz, le dijo a ella que esperaría entonces un año. Todo se acabó y ella lo sabía.

«Al regresar a su casa, una nueva reacción se operó en él. Pensó en Beatriz y se figuró que ella debía de saber ya que todo había terminado. ¡Con que claridad lo había visto todo! C. creyó un momento que los ojos de Beatriz le miraban, aquellos ojos tristes, celestes, de un azul abrillantado por las lágrimas; aquellos ojos tan dulces, llenos ahora de una luz que no era de este mundo. Los contemplaba sin bochorno alguno, pero con una tristeza infinita, deseando esconderse, como San Pedro, para llorar amargamente.»

Aceptar a Beatriz sería, al mismo tiempo, aceptar la belleza que no muere, la victoria sobre la esclavitud por el amor y el sacrificio, el puente que lo guiaría al auténtico hogar. Y C. lo sabía. Por eso su tristeza era inmensa: es aquella tristeza de sentirse incapaz de alcanzar la libertad, la pureza y la Verdad.

Es la tristeza de creer que es demasiado tarde.

Pero con esta tristeza, siempre viene el deseo de abandonar la existencia, la tristeza del ser.

«¿Sería capaz todavía de soportar todo eso? ¿No se vería nunca libre de aquella cadena? ¿No habría nadie que quisiera arrancar de su carne aquella espina ni purificar su sangre del peligroso veneno? Pero ante tal pensamiento, C. grito en la oscuridad: “¡Yo no quiero que me liberen! ¡Oh, Leila! ¡Engáñame, engáñame una vez más!”»

C. creyó que Beatriz sería capaz de liberarle de aquella cadena, imaginó una felicidad serena pero sin límites a su lado – algo que nunca pudo entrever con Leila; pero no sabía que Beatriz era un camino, el más hermoso camino, que le guiaría poco a poco hacia Aquel que podría liberarle. Antes de haberse dado cuenta de todas estas cosas, desistió. Se entregó a la herida que le producía su espina. Poco tiempo después Leila rompió con él. ¿Se acuerda el lector de aquella canción de Fauré que mencionamos al inicio? Pues C. la volvió a escuchar, también en París, en la última vez que vió a Beatriz:

«La música de Fauré se adaptaba maravillosamente a todas las frases, y esto las hacía intolerablemente agudas y dolorosas. Y cuando Foscoli las decía, aún eran más dolorosas, más agudas. Expresaban toda el alma secreta del sufrimiento, parecían alcanzar lo inalcanzable… C. experimentó la sensación de un dolor imposible de resistir…; esta canción resucitaba su pasado, su lamentable historia, su vida rota… – Beatriz, Leila –, y luego el aguijón de la muerte, la amargura de la vida, del mundo, una amargura interminable, inexpresable. Lo mondo senza fine amaro

El despilfarro de la vida-MarchandoReligion.es

Transcurridos pocos días, a consecuencia de una dura enfermedad, C. falleció. Ya no tenía ganas de vivir, de empezar de nuevo. En su funeral se cantó Lead, Kindly Light. En su lecho de muerte, pidió a uno de sus amigos que dijera a Beatriz que él por fin veía el puente, pero que era incapaz de tomar aquel camino.

Gilmar Siqueira

Los artículos de Gilmar Siqueira están en nuestra sección cultural: Citas y reseñas


*Se prohíbe la reproducción de todo contenido de esta revista, salvo que se cite la fuente de procedencia y se nos enlace.

 NO SE MARCHE SIN RECORRER NUESTRA WEB

Marchandoreligión  no se hace responsable ni puede ser hecha responsable de:

  • Los contenidos de cualquier tipo de sus articulistas y colaboradores y de sus posibles efectos o consecuencias. Su publicación en esta revista no supone que www.marchandoreligion.es se identifique necesariamente con tales contenidos.
  • La responsabilidad del contenido de los artículos, colaboraciones, textos y escritos publicados en esta web es exclusivamente de su respectivo autor
Author: Gilmar Siqueira
Feo, católico y sentimental