«No matter what form the vision takes, however, or what its final goal – whether that be beauty, or insight, or peace, or tranquility or God – the heart, substance, and center of the human imagination, as of human life, must lie in the particular and limited image or thing». Padre William Lynch. Christ and Apollo: the dimensions of literary imagination.
Yo iba a misa en la capilla de una congregación religiosa. Me acuerdo que, antes de ingresar en el portal que daba para el patio de la capilla, me paraba y miraba alrededor. El terreno de esa ciudad no es nada plano y aun en el centro se pueden ver partes del campo: algunas fincas, cultivos y casas todavía en el medio rural. Las casas me llamaban más la atención; como la distancia y la miopía no me permitían ver los detalles, me detenía en las formas y colores. Notaba las líneas rectas de las casas y las curvas de los árboles. Después de mucho mirar me di cuenta de que el paisaje que veía era como el de las pinturas de Cézanne.
El pintor francés estaba preocupado por las formas, es decir, por el orden que percibía en las cosas. Para poner de relieve el orden, pintó contornos muy marcados, casi como figuras geométricas, en sus obras. Pero Cézanne sabía que la forma está encarnada en la materia de tal manera que no se puede percibir una sin la otra. Destacar el orden que tanto le inquietaba era importante, sí, pero el orden se rompería si, dando dos o tres pasos más, intentase separar forma y materia.
Claro que Cézanne no veía a los paisajes exactamente como los pintaba. Quería resaltar la forma que estaba en ellos, pero a la que no solemos prestar atención. Por eso tardé en darme cuenta de que el paisaje que yo miraba me hacía recordar a Cézanne; aquellos contornos que notaba en las casas y en los árboles podrían haber sido reproducidos por él. Por supuesto que semejante comparación sólo pudo haberme ocurrido porque entonces ya conocía las pinturas de Cézanne. Me pregunto si miraría al paisaje con la misma atención si no las conociera.
Ortega dijo que «hay en toda cosa la indicación de una posible plenitud»1. Tal vez, para Cézanne, esa indicación estaba en las líneas de las casas, árboles y montañas que pintaba. Era lógico, por lo tanto, que las resaltara sin reproducir mecánicamente lo observado. No podía llegar a la plenitud, dominarla, pero ha señalado el camino hacia ella en algo tan común y corriente como un paisaje; ha visto lo ilimitado en lo limitado. Dejaré que lo explique el Padre William Lynch, de quien he tomado la última expresión:
Todos estamos impulsados por la necesidad de la máxima belleza e insight, y al mismo tiempo deseamos un hueco en los minima ineludibles de la vida humana. No podemos tolerar una disociación permanente entre los dos. Deseamos, por un lado, captar el ‘sentido’ en su totalidad, de modo que no quede el dolor del cuestionamiento; por otro lado, tenemos el mismo anhelo de objetos puros, sin mezcla, concretos, y de no necesitar ir más allá de ellos para alcanzar el sentido, la alegría o la claridad. Este doble anhelo existe en todos nosotros. Queremos lo ilimitado y el sueño, y también queremos la tierra2.
En esa aparente contradicción – que en realidad es una tensión – está una de las paradojas de la vida humana, una paradoja abrazada por la Iglesia, como ha enseñado Chesterton en su Ortodoxia. La razón, cuando apartada de sus raíces, es infecunda; y la imaginación es una de sus raíces. Solemos confundir a la imaginación con fugas de los problemas, distracciones, fantasías y otras muchas cosas que nos apartan de la razón. Pero el hecho de que la aprovechemos mal no quiere decir que la imaginación sea mala.
¿Dónde está el centro de la imaginación? El Padre Lynch nos lo responde: el «centro de la imaginación humana, como el de la vida humana, debe estar en la imagen o cosa particular y limitada»3. Fueron las cosas particulares y concretas las que despertaron en Cézanne el encantamiento por el orden, tanto el orden de la naturaleza como el orden de las creaciones humanas que la intentan acompañar. Los santos no exageran cuando dicen que todas las cosas nos remiten a Dios. O, como escribió el Padre Gerard Manley Hopkins, «El mundo está cargado de la grandeza de Dios». Por eso es que algo tan corriente como una casa o un árbol pueden llevar un testimonio; pero sólo pueden transmitirlo cuando el hombre los pone la atención suficiente, la atención apta para guardarlos como son: imágenes. Verdad de Perogrullo, ¿no? Admito que sí. Sin embargo, desgraciadamente no intentamos guardar las cosas concretas que vemos tal y como lo hicieron Cézanne o el Padre Manley Hopkins, por ejemplo.
Las pinturas del uno como los versos del otro, antes que apartarlos de la realidad en elucubraciones, fue una manera de responder a lo que veían. Eses dos artistas, gracias a su imaginación, han sido capaces de ascender de misterio en misterio (lo ilimitado) sin perder de vista la presencia real de las cosas que los impulsaron en la subida (lo limitado). Porque hay otro elemento importante en el que opera la imaginación: el tiempo. Nuestro contacto con las imágenes – y la visión que nos provocan o no, a depender de las disposiciones que tengamos – sucede en el tiempo. La ascensión a la que acabo de referirme es un hecho temporal y, por lo tanto, narrativo. «No hay organización de la experiencia que sea totalmente espontánea. Cada una tiene su origen en muchas y diferentes semillas que esparcimos a lo largo de los caminos por los que viajamos»4.
Son justo las cosas limitadas las que nos pueden llevar (ascender) a las ilimitadas. La atención exclusiva a la una o a la otra es causa de que la imaginación sea distorsionada y deje de servir como medio de conocimiento. Vuelvo con el Padre Lynch: «La finitud de la temporalidad humana es una realidad muy estrecha y, sin embargo, solo por su mediación podemos lograr cualquier objetivo»5. El hombre no es un cerdo ni tampoco un ángel; es un monstruo que, como escribió Chesterton, tiene los pies en la tierra y la cabeza dirigida al cielo, es decir, de alguna manera pertenece a ambos y no los puede traicionar. El amor a las cosas que están a su alcance, alimentado por la imaginación, es capaz de hacer con que esas mismas cosas se conviertan en íconos de lo que hay más arriba.
En el primer párrafo he dicho que miraba aquel paisaje cuando iba a misa. No lo dije por casualidad o para circunstanciar una anécdota, sino porque la vista del paisaje asociada a las pinturas de Cézanne – pinturas de un enamorado de las formas – me permitía volver a ubicar mi imaginación, a ponerla en su sitio. Observar el orden de las cosas y conservar su imagen me hacía pensar en el Autor; hasta que en pocos minutos, gracias a otras formas, imágenes y colores (me refiero a la liturgia), podía alcanzar lo que el orden atisbado en el paisaje indicaba a modo de promesa. «La imaginación, para llegar a alguna parte, tiene que transitar por las fases, o estadios o ‘misterios’ de la vida del hombre»6.
Gilmar Siqueira
1 José Ortega y Gasset. Meditaciones del Quijote. Campinas: Livre, 2016.
2 William F. Lynch. Christ and Apollo: The Dimensions of the Literary Imagination. New York: Sheed and Ward, 1960.
3 William F. Lynch. Christ and Apollo: The Dimensions of the Literary Imagination. New York: Sheed and Ward, 1960.
4 William F. Lynch. Christ and Apollo: The Dimensions of the Literary Imagination. New York: Sheed and Ward, 1960.
5 William F. Lynch. Christ and Apollo: The Dimensions of the Literary Imagination. New York: Sheed and Ward, 1960.
6 William F. Lynch. Christ and Apollo: The Dimensions of the Literary Imagination. New York: Sheed and Ward, 1960.
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