Llegar a España el periodo electoral, y re-leer los re-editados eslóganes, muletillas y demás ornamentos conceptuales acerca de las bondades de la democracia, es una sola cosa. Lo indignante no es que estas afirmaciones no vengan solamente de quienes mojan el pan en la salsa del sistema.
Emergen como setas, sin embargo, procedentes de las organizaciones paramilitares del catolicismo liberal, los decálogos, guías, vademécums, declaraciones y orientaciones para un supuesto “voto católico”. No obstante, hablar de que se puede pecar a través del voto es algo que no es del gusto de las plumas que, en cada periodo electoral, copian y pegan todas estas consignas.
El catolicismo liberal de lo que antaño fue España emplea esencialmente un único argumento para no aceptar el origen de nuestros males: que los malos frutos del régimen de 1978 no provienen del sistema, sino de abuso: no de su letra, sino de su espíritu.
Es más, esta secta de católicos se erige con orgullo como defensores y “purificadores” del sistema. Auténticos “animadores”, a fin de que los mejores principios de la Ilustración reluzcan con todo su esplendor en la nueva cristiandad laica maritainiana.
El objetivo, pues, es atacar los supuestos abusos del sistema, no al propio sistema. Si el Tribunal Constitucional valida la ley del aborto, resulta que está prevaricando porque la Constitución no prevé tal aval. Pero se equivocan. Como la Constitución fue la ratificación formal de la apostasía de España, y como donde no hay Dios, todo está permitido, entonces podemos fácilmente inferir que el gran Prevaricador es el sistema. El mismo sistema en el que los liberal-católicos animan a participar.
Por ejemplo, una conocida web católico liberal, daba por seguro que la ley del aborto sería anulada por el Tribunal Constitucional, y sus únicas críticas al sistema se focalizan en la inoperatividad del sistema de división de poderes y del Estado de derecho (sic). Es decir, los males vienen del abuso, y para corregir esos abusos, los católicos tenemos el supuesto deber moral de votar.
Otro ejemplo: el punto noveno de la declaración de un conocido grupo de católico-liberales catalanes considera como uno de los criterios decisivos para escoger un partido político “[l]a exigencia de una correcta aplicación de la neutralidad o aconfesionalidad pública de acuerdo con los términos establecidos por la Constitución”. Es decir, según esta declaración, hay que votar al partido que más ortodoxamente aplique los principios apóstatas de la Constitución que niegan a Dios y su Iglesia los derechos sobre la sociedad. Por otro lado, afirma que “En el caso de Barcelona ciudad, y vistos los ocho años de gobierno, es evidente que no es compatible lo expuesto con la abstención” (el subrayado es nuestro).
En definitiva, quizá la única afirmación con la que podríamos estar de acuerdo es la siguiente: “Escoger un partido en unas elecciones desde la perspectiva de la doctrina social de la Iglesia”. Pero vamos a ver qué dice la Doctrina Social de la Iglesia al respecto:
“El origen del poder civil hay que ponerlo en Dios, no en la multitud; que el derecho de rebelión es contrario a la razón; que no es lícito a los particulares, como tampoco a los Estados, prescindir de sus deberes religiosos o medir con un mismo nivel todos los cultos contrarios; que no debe ser considerado en absoluto como un derecho de los ciudadanos, ni como pretensión merecedora de favor y amparo, la libertad inmoderada de pensamiento y de expresión.”1
“A éstos les traerá a la memoria el pensamiento del juicio final, cuando Cristo, no tanto por haber sido arrojado de la gobernación del Estado cuanto también aun por sólo haber sido ignorado o menospreciado, vengará terriblemente todas estas injurias; pues su regia dignidad exige que la sociedad entera se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos, ora al establecer las leyes, ora al administrar justicia, ora finalmente al formar las almas de los jóvenes en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres. Es, además, maravillosa la fuerza y la virtud que de la meditación de estas cosas podrán sacar los fieles para modelar su espíritu según las verdaderas normas de la vida cristiana.” 2
“El Estado tiene la estricta obligación de admitir el culto divino en la forma con que el mismo Dios ha querido que se le venere. Es, por tanto, obligación grave de las autoridades honrar el santo nombre de Dios. Entre sus principales obligaciones deben colocar la obligación de favorecer la religión, defenderla con eficacia, ponerla bajo el amparo de las leyes, no legislar nada que sea contrario a la incolumidad de aquélla.”3
Sinceramente les preguntaría a quienes tales afirmaciones hacen: ¿cuál es su señor, Dios, o la Constitución? ¿nuestro voto se debe basar en el positivismo apóstata de la Constitución, o en la ley de Dios? El Cardenal don Marcelo González, Arzobispo Primado de España, nos dio la respuesta en su Instrucción Pastoral de 28 de noviembre de 1978, ante el Referéndum de la Constitución (de nuevo, el subrayado es nuestro):
“Estimamos muy grave proponer una Constitución agnóstica –que se sitúa en una posición de neutralidad ante los valores cristianos- a una nación de bautizados, de cuya inmensa mayoría no consta que haya renunciado a su fe. No vemos cómo se concilia esto con el “deber moral de las sociedades para con la verdadera religión”, reafirmado por el Concilio Vaticano II en su declaración sobre libertad religiosa (DH, 1). No se trata de un puro nominalismo. El nombre de Dios, es cierto, puede ser invocado en vano. Pero su exclusión puede ser también un olvido demasiado significativo.
2. Consecuencia lógica de lo anterior es algo que toca a los cimientos de la misma sociedad civil: la falta de referencia a los principios supremos de ley natural o divina. La orientación moral de las leyes y actos de gobierno queda a merced de los poderes públicos turnantes. Esto, combinado con las ambigüedades introducidas en el texto constitucional, puede convertirlo fácilmente, en manos de los sucesivos poderes públicos, en salvoconducto para agresiones legalizadas contra derechos inalienables del hombre, como lo demuestran los propósitos de algunas fuerzas parlamentarias en relación con la vida de las personas en edad prenatal y en relación con la enseñanza.
[…]
5. En relación con el aborto, no se ha conseguido la claridad y la seguridad necesarias. No se vota explícitamente este “crimen abominable” (Conc. Vat. II). La fórmula del artículo 15: “Todos tienen derecho a la vida”, supone, para su recta intelección, una concepción del hombre que diversos sectores parlamentarios no comparten. ¿Va a evitar esa fórmula que una mayoría parlamentaria quiera legalizar en su día el aborto? Aquellos de quienes dependerá en gran parte el uso de la Constitución han declarado que no.”
¿Hay que seguir insistiendo en que nuestro régimen de 1978 es el colector de todas las ideologías que han tratado de destronar a Cristo desde hace doscientos años? No pueden pretender que votar en un sistema que ofende a Dios en sus leyes, sea una obligación moral. Justamente, la obligación moral en estos casos, es la contraria: no participar de él y trabajar al margen para la reconversión moral y religiosa de España, sin la cual no hay regeneración posible. Nos olvidamos que las comunidades políticas, al carecer de vida ultraterrena, sólo pueden ser castigados en este mundo, y por eso Dios no escatima castigos para la enmienda de las sociedades apóstatas. Y no hace falta ser muy agudo para darse cuenta de que esos castigos ya los estamos sufriendo; y no son precisamente una invitación a profundizar en nuestros errores.
Gonzalo J. Cabrera
1 León XIII, Carta Encíclica Immortale Dei, n. 17.
2 San Pío X, Carta Encíclica Quas Primas, n.33.
3 León XIII, Carta Encíclica Immortale Dei, n. 13.
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