¿Qué se perdió en el incendio? ¿Qué supuso el derrumbamiento del techo de Notre-Dame? Todas las respuestas en este artículo
«El derrumbamiento del techo de Notre-Dame», un artículo de Miguel Toledano
En otra ocasión hemos tratado de la catedral de Colonia. Creamos así una serie dedicada a los grandes templos del catolicismo, continuando con un emblema de la Europa medieval y, por motivos más preocupantes, de nuestra época.
En la tarde del 15 de abril del año pasado, cuando el Canónigo Caveau comenzaba a leer tranquilamente el Evangelio a los fieles, un simple cortocircuito o quizás una de las múltiples colillas existentes bajo el tejado del edificio, a cuarenta metros de altura del celebrante, empezaba a consumir como si nada los recios robles de ochocientos años de antigüedad que soportaban el tejado de la catedral de Notre-Dame, en París; sucumbirían por la acción continuada de las llamas durante quince interminables horas.
Funcionó el sistema de detección de humo y funcionó igualmente la alarma de incendio; el protocolo de evacuación del edificio se llevó a cabo también, con la eficacia suficiente para minimizar daños humanos pero no con la rapidez debida para atajar las llamas, por parte del cuerpo de bomberos, en sus fases iniciales. Menos de diez personas fueron afectadas, aunque existiera negligencia en los responsables del edificio, que habían disminuido los gastos para garantizar su seguridad y no observado la conformidad del dispositivo administrativo.
El personal de vigilancia tampoco estaba correctamente formado.
Hubo antes del desastre un incidente previo, en el que los trabajos habían sido realizados sin el permiso facultativo. Nadie había verificado dichas obras anteriores tras la marcha de los obreros, a pesar de que se trata de un imperativo en este tipo de trabajos.
En 2016, un ingeniero italiano había señalado la inexistencia de sistemas de protección del techo en un informe clasificado como confidencial por el gobierno de Manuel Valls. El informe nunca fue aplicado; el ayuntamiento de París declinó su responsabilidad, arguyendo que ésta correspondía a los responsables eclesiásticos del edificio.
En la actualidad existe una investigación judicial abierta por violación de la obligación de prudencia y seguridad de acuerdo con la legislación vigente, a cargo de tres magistrados instructores.
El peligro inicial no se limitaba a la techumbre que se desplomó. Con la madera ardiendo se mezclaron las cenizas del plomo de la estructura, representando dicha polución un peligro potencial para la salud del área parisina, especialmente para las mujeres embarazadas y los niños. Por ello, durante el año pasado fueron clausuradas dos escuelas del centro de París, a pesar de que una semana antes las autoridades locales habían informado de que no había razón para la alerta ni riesgo para la salud de las personas, por razón de la concentración de plomo. En el siglo XIII se utilizaba plomo; en el XX sería sustituido por el ya famoso amianto.
De primera importancia, en estos casos, es comunicar con transparencia a las personas afectadas y muy especialmente a los empleados, que trabajan actualmente en la catedral. En efecto, tras el grave incidente ha sido preciso consolidar el complejo, los llamados trabajos de aseguramiento, para reforzar la estructura antes de poder llevar a cabo la reparación del desastre. Todavía en octubre del año pasado, el prefecto de la región parisina afirmaba que “aún no estamos a salvo de la caída de piedras”. Asegurar la estabilidad del edificio es verdaderamente clave.
Para ello, a lo largo de los meses más recientes se están instalando cables y barras metálicas que sostengan la nave y eviten que la estructura pueda venirse abajo durante el invierno y la primavera. La puesta en seguridad completa del edificio no se culminará hasta la segunda mitad del año 2020. Tras ello, y sólo tras ello, podrán comenzarse las obras, propiamente dichas.
¿Y qué es lo que se ha perdido?
Ante todo, el incidente afectó al techo, desaparecido en dos tercios del total, básicamente en la nave y el crucero. Con él se calcinó el “bosque” o armazón, la estructura de carpintería de la catedral, inmensa joya de la arquitectura medieval que sostenía su cubierta a base de veintiuna hectáreas de foresta de robles, con una superficie de construcción de cien metros de largo por trece de ancho en la nave, más diez de altura.
Todo el orbe contempló por televisión horrorizado el desplome de la “flecha”, la aguja del siglo XIX que se elevaba en el centro del templo de Nuestra Señora a 93 metros del suelo, apoyada sobre los cuatro pilares del crucero. Se salvaron los doce apóstoles y cuatro evangelistas que rodeaban su base en cobre, ya que por fortuna no se encontraban en el fatídico lugar de los hechos, por hallarse temporalmente en restauración.
Y también sobrevivió al derrumbe el gallo metálico que coronaba la aguja en su cima, recuperado de entre los escombros; en medio de una calle de la Isla de la Ciudad protegía todavía las tres reliquias existentes en su interior, una de la Corona de Espinas y las otras correspondientes a San Dionisio y a Santa Genoveva. Actualmente tal pararrayos espiritual se conserva en el Ministerio de Cultura de Francia, aguardando su vuelta a lo más alto en el curso del lustro prometido por el Presidente de la República.
Se salvaron igualmente las tres grandes rosetas del siglo XIII, representativas de las flores del Paraíso, y el órgano mayor, alcanzado por el calor y el humo pero no destruido, como preservados fueron asimismo los tesoros y restantes reliquias del templo.
El derrumbamiento del techo de Notre-Dame es el símbolo de una época que comienza, con el nuevo siglo y una nueva década. Lo que parecía firme se ha tambaleado. Nadie murió, pero la inquietud se adueñó de todos. Muchos interrogantes se abrieron. El accidente impactó profundamente tanto a los que lo vivieron en directo como a cuantos lo hemos conocido atónitos.
Miguel Toledano Lanza
Domingo tercero después de Epifanía, 2020
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