En la madrugada del 22 al 23 de agosto de 1936, el teniente vicario general de la Archidiócesis de Toledo, don Agustín Rodríguez Rodríguez, fue asesinado por la hordas revolucionarias, sin más culpa que la de haber sido un fiel siervo de Dios, bueno y sabio.
Trece años antes del martirio, el 18 de marzo de 1923, había leído su discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo, glosando la relación de Teresa de Ávila con la Ciudad Imperial, para conmemorar el tercer Centenario de la Canonización de la gran reformadora española.
En él, destaco don Agustín que el padre de Teresa de Ahumada, como se llamaba nuestra mística antes de ser universalmente conocida, era toledano y que en Toledo escribió casi todas sus obras, diríase que por disposición providencial, toda vez que la mayor parte de su tiempo en este mundo lo pasó la carmelita en Ávila.
El bueno y noble hidalgo Alonso Sánchez de Cepeda, padre de la que llegaría a ser Doctora de la Iglesia y de otros once hermanos de ésta, vivía en Ávila, pero, como sus antepasados, procedía de Toledo y era conocido como “el toledano”.
Múltiples veces visitó la monja la ciudad de los Concilios, aunque no fuera precisamente en la juventud cuando retornase a la patria chica de su padre. La primera fue en 1562, por orden del Padre Provincial de los Carmelitas. Ella y otra religiosa, Doña Juana Suárez, hubieron de atravesar la Sierra de Gredos en pleno invierno, con las condiciones de aquella época.
Quiso también la providencia que la casa en la que se alojase en aquel primer encuentro toledano fuese precisamente la que, andando los siglos, sería hasta 2014 la sede de la Real Academia de Toledo, donde don Agustín pronunciaba su disertación. Antes fue sede primera del famoso Colegio de Doncellas fundado por el Cardenal Silíceo y posteriormente residencia de la Marquesa de Malagón, dona Luisa de la Cerda, viuda anfitriona de la monja abulense.
El gran salón de aquel palacio toledano se encuentra en un estado similar al de entonces. Imaginemos los tapices flamencos que lo adornaban, presidido por la aristocrática y austera figura del cardenal Tavera, protector de la familia de dona Luisa, a su vez de nobilísima familia, al ser hija nada menos que del segundo Duque de Medinaceli.
Pero esos esplendores decorativos o sociales no impresionaban a Teresa, quien, acostumbrada a tratar llanamente con Dios, no consideraba que debía emplear mayor reverencia a Sus criaturas.
Algunas de las visitas a la casa toledana las consideraba la carmelita impertinentes y llegó a criticar alguna vanidad de la Marquesa en los siguientes términos: “Hízome sacar Doña Luisa joyas de oro y piedra, que las tenía de gran valor, en especial una de diamantes que apreciaba en mucho. Ella pensó que me alegraría; yo estaba riéndome entre mí y habiendo gran lástima de ver lo que estiman los hombres.” No obstante aquella anécdota, fraguó entre ambas mujeres una sincera amistad.
En otra ocasión, una bella joven de noble familia toledana, llamada María de Salazar, insistía a Santa Teresa que ella también seria monja. Juzgándola más proclive a fiestas de lo que a una novicia se suponía, la carmelita comento lo siguiente a su admiradora: “No son los suyos ejercicios para ser monja.” Sin embargo, María, una vez cambiado su nombre por el de Sor María de San José, llegaría a ser no sólo priora de los conventos carmelitas de Sevilla y de Lisboa, sino también una de las mayores figuras de la orden reformada y además una importante escritora.
La mayor parte del tiempo la pasaba Santa Teresa orando, en casa de la Marquesa. Los criados la iban a mirar arrobada a través de la cerradura, “con deseo de ver algo de lo que entendían que Dios hacía en ella”.
Pero también escribía, concretamente, la relación de su propia vida, que mereció del gran Menéndez Pelayo palabras de elogio insuperable: “No hay en el mundo prosa ni verso que baste a igualar ni aun de lejos se acerque a cualquiera de los capítulos de su Vida que de sí propia escribió Santa Teresa por mandato de su confesor; autobiografía a ninguna semejante, en que con la más perfecta modestia se narran las mercedes que Dios la hizo y se habla y discute de las más altas revelaciones místicas con una sencillez y un sublime descuido de frase que encanta y enamora.”
(Continuará)
Miguel Toledano
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