Con un soneto de Baudelaire titulado «correspondencias», empieza el artículo de Gilmar, tan esperado en Marchando Religión
Correspondencias. Un artículo de Gilmar Siqueira
Así empieza Baudelaire su soneto titulado Correspondencias (pongo la versión castellana de Nydia Lamarque):
Naturaleza es templo donde vivos pilares
dejan salir a veces tal cual palabra oscura;
entre bosques de símbolos va el hombre a la ventura,
que lo contemplan con miradas familiares.
Alguna que otra palabra oscura salida de los bosques de símbolos es el intento de respuesta a lo que se ve y no se entiende. La palabra salida – quizás arrebatada – del concierto de imágenes, sonidos y movimientos de la Creación es un esfuerzo para tomar parte en una belleza percibida, pero cuyo hilo completo se nos escapa. La creación – así, con letra minúscula – es siempre absorción para comprender.
Como el niño que acompaña su padre al trabajo, le imita y luego regresa a casa diciendo que trabajó y está cansado y contento, el artista hace su creación en pequeño para experimentar la satisfacción percibida en aquel Padre que vio que era bueno lo que hacía. Sin embargo, sabe que no es exactamente lo mismo; sabe que, igual que el niño, solo puede seguir adelante con el permiso del Padre. Volvamos a Baudelaire:
Como ecos prolongados, desde lejos fundidos
en una tenebrosa y profunda unidad,
vasta como la noche y cual la claridad,
se responden perfumes, colores y sonidos.
La imitación no será igual ni podría serlo. Lo que se desea es demasiado grande para manos tan pequeñas y ojos limitados; la mirada más bien atisba que ve. Hay que ir poco a poco hilvanando las palabras fugaces del bosque de símbolos; ellas no son iguales, pero se corresponden y pueden fundirse en un ritmo. Un ritmo que de antemano se sabe no acompañará la totalidad del concierto: un ritmo que es un eco y se perderá. Luego vendrán otros, continuados para el creador en pequeño, aunque poco resonantes con lo que vislumbra y no abarca. Luis Rosales no se equivocaba al decir que para cada poema es menester un nuevo corazón.
Cada vez que se escribe un poema, tienes que hacerte un corazón distinto,
un corazón total,
continuo,
descendiente,
quizás un poco extraño,
tan extraño que sirve solamente para nacer de nuevo.
El dolor que se inventa nos inventa,
y ahora empieza a dolerme lo que escribo,
ahora me está doliendo;
no se puede escribir con la mano cortada,
con la mano de ayer,
no se puede escribir igual que un muerto que volviera a sangrar durante varias horas.
Un único corazón se hace viejo muy aprisa. A cada correspondencia percibida late con toda la fuerza llevando la sangre a las manos y a los ojos. Pero tan pronto como sale el eco, la respuesta a la correspondencia, cesa de latir y la sangre se convierte en polvo. El gozo por la plena participación no llega. Lo que queda es el vacío y una vaga sensación de esterilidad. El polvo – antaño sangre – emponzoña el alma y la boca sabe a hiel; la pequeña criatura es despreciada, se la ve como falso símbolo.
Luego, durante algún tiempo, cesan las correspondencias y todo parece mecánico: ya no hay bosques de símbolos ni palabras que se escapan; tampoco se desea arrancarlas. La vida es seca cuando el corazón está viejo: se camina, habla, come, trabaja y duerme como todo el mundo. No existe nada más y, con Fernando Pessoa, se repite que la “metafísica é uma consequência de estar mal disposto”.
Pero he aquí que un día, abrasado por la sed que viene con la sequedad, se lee un poema o se escucha una canción – sí, un pequeño eco de aquellos considerados “estériles” – y los bosques de símbolos vuelven a cobrar vida. Entonces no queda otro remedio que repetir, con Gerard Manley Hopkins (pongo la versión castellana de Juan Tovar), que:
El mundo está cargado de la grandeza de Dios.
Flamea de pronto, como relumbre de oropel sacudido;
Se congrega en magnitud, como el légamo de aceite aplastado.
¿Por qué pues los hombres no acatan su vara?
Gilmar Siqueira
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