Con ese título publicó el sacerdote, historiador y filólogo belga Henri Verbist una breve historia de la Iglesia desde el final del Antiguo Régimen hasta 1969, momento en que el libro fue dado a la imprenta. En algo más de quinientas páginas y quince capítulos, el autor repasa los principales hitos que han afectado a nuestra fe.
Las grandes controversias de la Iglesia contemporánea (I). Un artículo de Miguel Toledano
Muchas de sus manifestaciones son heterodoxas, como por ejemplo negar la autenticidad de las reliquias de Cristo y de la presencia del Apóstol Santiago en España, o defender el diálogo con la masonería. Sin embargo, también aporta muchos datos que merece la pena resaltar, previamente expurgados de su ideología demócrata cristiana.
El primer capítulo está dedicado al Antiguo Régimen. Verbist recuerda que el pensamiento antirreligioso del siglo XVIII empieza en realidad con los humanistas del Renacimiento, que “pusieron en duda los dogmas más santos, así como la autoridad de la Iglesia”. Siguiendo su estela surgió la Reforma protestante del siglo XVI. Los católicos franceses tuvieron parte en aquella subversión: “Rabelais, ridiculizando todo, y Montaigne, cuyas máximas cristianas estrangulaban dulcemente el sentimiento religioso”, contribuyeron a ese segundo gran ataque a la Iglesia por parte de los reformadores alemanes, sobre el primero efectuado por los humanistas antropocéntricos del Renacimiento. Como tercer hito de ruptura, en el siglo XVII Descartes supuso “una bomba con efecto retardado en los espíritus”. En el XVIII, destaca sobremanera la expulsión de los jesuitas fuera de los mismos reinos católicos, lo cual privaría a los propios reyes que la decretaron de sus más fieles defensores en la fe; y todo ello con la anuencia del papa Clemente XIV (de lo que ya hemos dado cuenta en un artículo anterior, con ocasión de los coletazos del jansenismo).
El capítulo segundo versa sobre la Revolución Francesa. Una de las causas de dicho cataclismo fue la actitud de la Iglesia en Francia: influido por el chauvinismo antirromano de la secta galicana y por el igualitarismo jansenista, el bajo clero apoyó el voto por cabeza en los Estados Generales, ocasionando así lo que es de todos conocido. Observa con agudeza Verbist que existe un paralelismo inevitable entre aquellos fatídicos Estados Generales y el Concilio Vaticano II, que no obstante él defiende.
A continuación figura un capítulo dedicado a las relaciones de la Iglesia con Bonaparte. Tras muchas dificultades, el “papa bueno” Pío VII firma un concordato en 1801 con el Primer Cónsul de la República, con el fin de minimizar la persecución que en Francia y gran parte de Europa sufrían los católicos. Ambqs delegaciones ceden importantes pretensiones con tal de llegar a un acuerdo. Por primera vez, un texto eclesiástico proclama que “la religión católica, apostólica y romana es la de la mayoría de los franceses”, lo que supone la clausura del Reinado de Cristo Rey en aras de una consideración personal y sociológica de la Religión.
Para lograr el acuerdo, el todopoderoso jefe de la policía Fouché se ocupa de convencer por la fuerza a los principales miembros de la iglesia revolucionaria que se había creado paralelamente a la romana. Por su parte, el cardenal legado del papa protesta en los siguientes términos al corso: “¿Quiere Ud. colocar al frente de las nuevas sedes a obispos que han renegado estentóreamente de Nuestro Señor en un club de jacobinos?” A lo que, furioso, responde Bonaparte: “¿Por qué no, acaso no negó san Pedro a Jesucristo?”
El Primer Cónsul no cumplió el Concordato, en parte presionado por los jacobinos; hasta el punto de que el papa fue apresado en Francia, cuando los ejércitos del Directorio atacaron Italia. Ahora bien, en el momento en que la estrella del usurpador decayó, Pio VII fue restablecido en su sede y perdonó generosamente a sus perseguidores, enviando un sacerdote a Santa Helena para que acompañase al infeliz en el exilio hasta los últimos días de su vida.
Después de la derrota de Bonaparte, la Compañía de Jesús fue restablecida. El filósofo De Maistre le recordó al zar Alejandro I lo mismo que el clero francés le había dicho a Luis XV en 1762: “¡Defended a los jesuitas como si se tratase de la Iglesia y resultará tan imposible derrocar el Estado como mover los Alpes!” La Compañía retornó así a Nápoles merced al papa Pío VII y a España por gracia del rey Fernando VII. De Rusia serían nuevamente expulsados en 1820 porque, según el propio zar, estaban convirtiendo a demasiados cismáticos.
Tras la nueva revolución liberal de 1830, el poeta romántico alemán Enrique Heine se apresuró a proclamar que la vieja religión estaba radicalmente muerta. En Francia, Lamennais, junto a Montalembert y a Lacordaire, fundó la revista L’Avenir (El Futuro), tratando de conciliar catolicismo y liberalismo. Fueron condenados por el gran papa Gregorio XVI en su encíclica Mirari vos de 1832, como ya hemos tratado en esta serie. En concreto, las tesis que son rechazadas como falsas incluyen las siguientes, hoy defendidas por muchos incautos: la libertad de conciencia; la libertad de prensa; la separación de la Iglesia y el Estado; la buena coexistencia de católicos y ateos.
En 1834, mediante la premonitoria encíclica Singulari Nos, el papa vuelve a condenar como herético al padre Lamennais y sus tesis liberales, a saber, libertad de pensamiento, libertad de expresión, libertad de conciencia sin formación recta de la misma y libertad de culto de todas las religiones y no sólo de la verdadera. Digo premonitoria porque tales ideas falsas se extenderían increíblemente a lo largo del catolicismo liberal; por Gregorio XVI no quedó la defensa de la verdad, pues literalmente comparó al sacerdote francés con los valdenses, Wiclef y Hus. En lugar de retractarse, Lamennais se haría posteriormente socialista, muriendo sin contacto alguno con la Iglesia.
El 8 de diciembre de 1854, el nuevo pontífice Pío IX proclama infaliblemente el dogma de la Inmaculada Concepción a través de la maravillosa bula Ineffabilis Deus, que viene a completar la salvedad en Nuestra Señora que ya el Concilio de Trento había establecido prudentemente respecto al pecado original.
No todo sería, ni mucho menos, alegre en el larguísimo reinado del segundo “papa bueno”, según le llamaba el pueblo fiel. En 1863, el filósofo Renan afirma en su Vida de Jesús que Nuestro Señor fue anarquista. Pío IX lo califica de “blasfemo europeo” y la obra es incluida en el Índice de libros prohibidos por la Iglesia. Al año siguiente, el pontífice se pronuncia contra la libertad de prensa y la igualdad de cultos por medio de su famosa encíclica Quanta cura y del Syllabus que la acompaña, preparado por los jesuitas romanos. Dicho listado recopilatorio de los principales errores teológicos y filosóficos de la época concluye que la Iglesia no puede aceptar el progreso, el liberalismo y la civilización moderna, rechazando la soberanía popular.
Cuatro años más tarde, el papa beato convoca el primero de los Concilios Vaticanos, que produce el 24 de abril de 1870 la magnífica constitución dogmática Dei filius, condenando el naturalismo, doctrina negadora del orden sobrenatural, origen de la religión. Ese reinado de la naturaleza, opuesto al Reino de Dios, ha triunfado en gran manera en nuestros días, hasta el punto de que muchos católicos colocan al hombre y/o a la naturaleza en el centro de su cosmovisión, como si uno y otro no necesitasen de su Padre y Creador.
No sólo eso: Apenas a los tres meses, la reunión ecuménica -ecuménica en el buen sentido, o sea, universal, no en el que más adelante adquirirá vulgarmente, cuando la Iglesia transija con la libertad religiosa- produce un segundo texto dogmático extraordinario, la constitución Pastor Aeternus, que subraya para siempre la primacía de jurisdicción del papa sobre el Concilio y la infalibilidad pontifical – “cuando habla ex cathedra a la Iglesia universal como pastor supremo de todos los cristianos para definir una doctrina relativa a la fe y a las costumbres”.
Pero apenas dos meses después, Víctor Manuel de Saboya invade Roma y obliga a Pío IX a recluirse hasta el final de su vida. La unificación de Italia se hace a expensas de la Sede Apostólica y es obra de la masonería y el liberalismo. Como los Estados Unidos, Bélgica, los Países Bajos y las repúblicas hispanoamericanas, se trata de países que nacen con un pecado político original.
Después del fallecimiento del papa Mastai Ferretti se inicia otro largo pontificado. León XIII promulga en 1893 la carta encíclica Providentissimus Deus, en materia de exégesis católica de la Biblia.
Loisy, profesor del Instituto católico de Paris, la critica. Para él, los Evangelios no nos transmiten la historia de Nuestro Señor, sino aquello que las primeras generaciones cristianas creyeron sobre Él. Según el mismo autor, el Hijo del Hombre ignoraba que la parusía no era inminente y tampoco sabía que Él era Dios. Blondel le siguió en la distinción entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe.
Para referirse a dicho movimiento heterodoxo, la revista L’Ami du Clergé utiliza, por primera vez en 1898, el término “modernista”.
El cardenal arzobispo de Paris condena la nueva corriente, en la persona de su principal creador Loisy, a la altura de 1903. En lugar de retractarse, el teólogo afirma que el origen del dogma no es la Divina Revelación, sino la conciencia.
El nuevo papa san Pío X publica, el 4 de octubre de ese mismo año, la encíclica E supremi apostolatus., que marca el inicio de su pontificado con el propósito, como es conocido, de restaurar todas las cosas en Cristo. En ese primer documento ya advirtió de lo que constituiría el objeto de su arduo combate: “las trampas de una cierta ciencia nueva y falaz, que no goza del perfume de Dios, sino que a través de argumentos astutos y enmascarados trata de abrir la puerta a los errores del racionalismo y el semirracionalismo”.
El 16 de diciembre, el Santo Oficio incluye las obras de Loisy en el Índice. Al año siguiente, Blondel protesta, acusando al Santo Oficio de incompetencia en materia bíblica.
En su pastoral de Navidad de 1905, los obispos del norte de Italia vuelven a utilizar el término “modernismo”, elevando éste a categoría oficial. El 3 de julio de 1907 se publica el decreto Lamentabili del Santo Oficio, a modo de nuevo Syllabus, pero ahora contra Loisy, desautorizándolo por tercera vez.
No será suficiente. El 8 de septiembre del mismo año publica el papa su encíclica Pascendi Dominici gregis, que equipara modernismo y agnosticismo, calificando al movimiento de Loisy y Blondel de síntesis de todas las herejías. La equiparación no puede ser más cierta. En la obra del literato Joseph Malègue se explican perfectamente las consecuencias que en la fe produce el abismo modernista.
En 1908 se produce la excomunión de Loisy aunque la hidra teológica no muere; por lo que. dos años después, san Pío X ha de instituir el juramento anual antimodernista para profesores, superiores religiosos, sacerdotes encargados de labores pastorales y clérigos que hubieran recibido las órdenes mayores, esto es, a partir del subdiaconado.
(Continuará).
Miguel Toledano Lanza
Fiesta de Santiago Apóstol, 2021
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