Esta semana. Miguel, nos trae a su artículoun personaje mundialmente conocido, Stephen Hawking y nos dice que este señor no es Beethoven
«Stephen Hawking no es Beethoven», un artículo de Miguel Toledano
Es conocido que Beethoven completó nueve sinfonías y que dejó una décima apenas empezada. Hace unos años, concretamente en 1988, el compositor inglés Barry Cooper ensambló los bosquejos del genio de Bonn encontrados tras su muerte y presentó al mundo el trabajo resultante. No gustó nada.
En marzo del año pasado, falleció el afamado científico Stephen Hawking, siendo esparcidas sus cenizas en la nave central de la Abadía de Westminster, junto a la tumba de Isaac Newton y cerca de la de Charles Darwin. Diez meses después de la muerte del profesor en su casa, la editorial Spacetime, consultora de marketing sita a pocos metros de distancia en Cambridge, publicó el que se supone que es el último libro del físico británico, igualmente a partir de supuestas notas dictadas antes de desaparecer. A mí tampoco me ha gustado nada.
Sin embargo, entre una y otra figura hay una diferencia fundamental. Nadie tiene duda de que el prodigio germánico alcanzó de forma insuperable la cima de la música orquestal, por lo que el hecho de que la partitura póstuma no esté a la altura le es imputable sólo a Cooper, que bastante privilegio gozó de tener entre manos el legado del maestro para la tarea imposible de concitar sus musas. Sin embargo, en el caso de las soporíferas “Breves respuestas a las grandes preguntas” (Crítica, Barcelona, 2018), uno duda si la causa del fiasco le es imputable a los albaceas o también al finado. Paradójicamente, mientras las reproducciones grabadas del engendro de Cooper no las han comprado ni los más ávidos especialistas del romanticismo musical, el opúsculo de la factoría Hawking, una vez más, habrá producido millones y millones en royalties.
Yo no soy, por ignorancia en materia de física, el comentarista idealmente más competente para juzgar la calidad técnica de la obra. No obstante, se supone que el interés de la misma es divulgativo, de tal forma que el lector cuando menos espera que, tras la adquisición del volumen, éste haya servido para comprender mejor el estado actual de la ciencia.
No es así. El contenido es una mezcla a partes iguales de párrafos incomprensibles con conclusiones gruesas. Si le otorgamos el beneficio de la duda al matemático de Cambridge -en contra de lo que se cree, el famoso profesor no era titular de una cátedra de astronomía ni cosmología-, queremos inferir que las culpas de la mediocridad corresponden preferentemente a los compiladores.
Mas en ese supuesto, lo mínimo que la audiencia merece es poder identificar las presuntamente extraordinarias contribuciones del difunto a la ciencia contemporánea y tengo la sensación de que, salvo por su especialidad sobre los agujeros negros que data de los años setenta del pasado siglo, se explica el problema de que nunca le fuera concedido el Premio Nobel.
Con todo, se atreve desde la atalaya de su fama a pontificar sobre diez puntos que interesan al teólogo, al filósofo o al antropólogo y, puesto que Hawking goza de más credibilidad fáctica que las autoridades de la Santa Iglesia, conviene echar un vistazo a los méritos de sus argumentos.
Acerca de la existencia de Dios trata el primero de los capítulos.
El enfoque de la cuestión es pretendidamente científico. Por desgracia, el resultado no puede ser más decepcionante: “Cada uno de nosotros es libre de pensar lo que quiera y, para mí, la explicación más simple es que no hay dios”. Francamente, uno no espera de un hombre de ciencia que diga que cada cual piense como le dé la gana sobre la primera y más importante de las materias sujetas a escrutinio objetivo; ni mucho menos que una gran cuestión se ventile de forma expresa con “la explicación más simple”. Si no resultase infantil, diríamos que es insultante.
En segundo lugar se discute cómo se originó el universo.
Para argumentar que, en el comienzo, el cosmos todo no era mayor que una nuez, nos vemos obligados a aceptar múltiples afirmaciones a cual más inconexa: “hablar de tiempo antes del comienzo del universo no tiene ningún sentido”; “parece evidente que el espacio no tiene límite”; “si las galaxias se alejan unas de otras, ello implica que estaban más próximas en el pasado”; “la teoría M, que hoy es nuestra mejor candidata para una teoría unificada, autoriza un gran número de historias posibles para el Universo”; “yo propongo que las fluctuaciones cuánticas fueron los gérmenes de nosotros”; “las fluctuaciones de densidad que dieron nacimiento a las galaxias nos lo dieron también a nosotros mismos”; “un Gran Crujido marcará el fin del Universo”.
A continuación se plantea la existencia de vida inteligente fuera de la Tierra.
La vulgaridad vuelve a predominar. La aparición de las moléculas de ADN se despacha como un misterio. “Quizás” se trató de una evolución desde el ARN, que a su vez surgió “por azar”. La inteligencia es uno de los resultados posibles del proceso aleatorio de la evolución a lo largo de 66 millones de años. Ergo, existen otras formas de vida inteligente en el universo. Cuando José María Subirachs completó con polémica las indicaciones míticas del inmenso Gaudí sobre su templo dedicado a la Sagrada Familia, se cuidó de simular un grado mayor de sofisticación; aquí los hijos de Hawking y sus testaferros no se han molestado. Por otra parte, para pasar de los mamíferos al hombre no hizo falta, si hemos de creer a todos estos impostores, más que “un pequeño ajuste”. La vida inteligente se reduce para el matemático de Cambridge, sin más, a cadenas de átomos de carbono, nitrógeno y fósforo; pero los sentimientos, la voluntad o la razón no son explicados.
A estas alturas, uno se pregunta si estamos ante un texto serio o más bien ante la manipulación de unas notas legendarias para fabricar un best-seller que, en esta ocasión, pocos lean, menos comprendan y muchos regalen al cuñado por Navidad. Para justificar la adquisición, se añade como cuarta gran pregunta una de tintes sensacionalistas: ¿Puede preverse el futuro? Rápidamente, el título defrauda las expectativas de la respuesta, que se centra, no tanto en el conocimiento de lo que nos puede suceder, sino en la realización de estimaciones o predicciones al realizar experimentos científicos. El “caos”, dice Hawking, dificulta hasta la predicción meteorológica del telediario. Más racional y modesta se nos antoja la posición tomista del Prof. Mercier que compartíamos, en este mismo blog, hace dos semanas (artículo “No existe Santo Tomás menor”); es decir, no hay caos, sino orden, lo que no quiere decir que nuestra inteligencia sea inmediatamente capaz de percibirlo, sino más bien de acercarse a él de forma progresiva.
Llega, por fin, la gran especialidad del investigador inglés, el contenido de los agujeros negros.
La “temperatura de Hawking” y la “radiación de Hawking” constituyen las principales aportaciones del profesor, si bien para esto no hacía falta esperar a desvelar sus archivos, sino que sus teorías datan de 1974, antes de que Steve Wozniak hubiese comercializado el primer ordenador personal. Por otro lado, permítasenos añadir que estas intuiciones no han sido probadas científicamente, lo que él considera la causa de no haberle sido otorgado el ansiado Nobel. Por lo demás, vuelve a las andadas con afirmaciones en el vacío del estilo de que “los libros de historia y nuestra propia memoria quizás sean ilusiones”.
El desarrollo de la obra se torna más esotérico hacia su segunda mitad.
¿Puede viajarse en el tiempo? El prologuista, Prof. Thorne de la Universidad Caltech en Pasadena, ya nos advirtió de que la respuesta no sería científica. Sea como fuere, la intuición del experto parece agotarse y su visión se torna ecléctica y precavida: El viaje rápido en el espacio-tiempo o al pasado “no son imposibles”, pero “plantearían terribles problemas de lógica”, frente a los que la teoría de las cuerdas puede reservarnos sorpresas. Mucho humo para zanjar una posición existencial dramática ante un planteamiento disparatado y pedestre: “esperemos que una ley de protección cronológica nos impida volver al pasado para matar a nuestros padres”.
No puede faltar, naturalmente, un guiño al pensamiento único; consiguientemente, el capítulo séptimo está dedicado a la ecología. Ya los comienzos del epígrafe son inquietantes para la prueba del algodón de la seriedad: La causa de las dudas sobre si los terrícolas sobrevivirán es la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca. De veras que lo pone. Después, ya se sabe: Hay un caos climático sin precedentes, pero ni se explica dicho caos ni se discuten los precedentes. Todos los días, al parecer, los humanos estamos incurriendo en riesgos inútiles, pero no se describen dichos riesgos ni se cuantifica ni estima su probabilidad. El calentamiento global “puede acelerarse” o quizás “ya se ha acelerado”; da igual, la precisión no cuenta; basta el eslogan. A lo mejor la Tierra se convertirá en Venus; pues sí, a lo mejor, estas afirmaciones elásticas lo soportan todo. Al fin se nos concede una planificación temporal: “La catástrofe ambiental se producirá en el próximo milenio”. Bueno, la verdad es que tantas cosas se producirán en los próximos mil años…
Pero para esto no hace falta ser físico; la conversación de la peluquería puede dar para más.
Otra consideración pseudo-moral que se propone al lector es si “debemos” colonizar el espacio. Yo pienso que el sometimiento de los mares está más al alcance de nuestras posibilidades aunque resulte menos espectacular. Aún así, Hawking se atreve esta vez con un pronóstico: En treinta años podríamos construir una base en la Luna. Pero esto ya lo avanzaron en 1969 Kubrick y Clarke en la popularísima “2001: una odisea del espacio”. En cincuenta años podríamos llegar a Marte y explorar los satélites de los planetas gigantes en dos siglos. Puede ser, claro, ¿por qué no? Ni siquiera se proporciona información sobre el número de planetas existentes (“muchos”, escriben impasibles los autores del libro, porque ya nos vamos temiendo que el texto sea de carácter colectivo).
Antes de terminar, Hawking se atreve con la inteligencia artificial, aunque ésta ya forma parte, sin aspavientos, de la vida profesional de muchos ingenieros e informáticos en el mercado laboral. El benévolo lector se adentra en los arcanos de la imaginación del físico, deseoso de descubrir las claves del futuro. No las encontrará. El discurso comienza con otra sentencia delirante: “Yo pienso que no hay diferencia cualitativa entre el cerebro de una lombriz de tierra y un ordenador, ni tampoco entre el cerebro de la lombriz y el del hombre”. Para el matemático, los ordenadores sobrepasarán la inteligencia humana en este siglo. Una vez más, no hay prueba alguna de esta afirmación; por todo argumento, la inteligencia artificial se mejorará así misma, por lo que nos sobrepasará “de la misma manera que nuestra inteligencia sobrepasa a la del caracol”.
Para finalizar, un cajón de sastre – ¿qué nos reserva el futuro?
El agotamiento alarmante de nuestros recursos, el cambio climático, la polución, la deforestación, el descenso de la biodiversidad, … ¿Alguien habló de la creatividad de Hawking o es que no será cierto que, como le dijo Edgardo a Lucia di Lammermoor, “son tue cifre”? Si eso es verdaderamente lo que sostenía el sesudo matemático, con dificultad se deduce que, a renglón seguido, concluya con una apoteosis del tópico: “soy optimista, podemos evitar la catástrofe”.
En suma, querido lector; hay semanas en las que el intelecto se cultiva con la filosofía escolástica y otras en que se contamina con una ensalada de lugares comunes. Tenga indulgencia conmigo, por ello, la audiencia de Marchando Religión y tómeselo como un penúltimo ejercicio cuaresmal, que también a quien suscribe le ha costado algún dolor de cabeza, ofrecido como voto penitencial necesario, llegar sano y salvo hasta la página 221, la última, de semejante filfa.
Miguel Toledano Lanza
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