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Sobre el Sacerdocio y la música
Este artículo fue eliminado por expreso deseo de su autor.
Hace un tiempo, mi estimada amiga Sonia Vázquez me pedía escribir algún artículo para este blog. Últimamente mi tiempo ha sido muy escaso y, quizás, no he tenido la serenidad de escribir nada que pueda interesar o aclarar a alguien, si es que ahora mismo la tengo.
Me he decidido a escribir algunas consideraciones sobre la música y el sacerdocio, dada mi doble condición de músico y sacerdote, y porque últimamente leo diversas opiniones sobre los conflictos que en no pocas ocasiones se producen entre músicos litúrgicos y sacerdotes poco armónicos.
Parece como si, al menos en la actualidad, el oficio de músico litúrgico fuese cualquier cosa menos un oficio, desde el punto de vista de la jerarquía sacerdotal. Paradójicamente, mis mayores problemas como músico, en la mayoría de los casos, los he tenido con sacerdotes. Lejos queda aquello que escribía S. Pio X de que “los cantores desempeñan un oficio litúrgico”. Poco o nada se valora hoy este “oficio litúrgico” en muchas de nuestras parroquias, con la gravedad incluso de saber que el oficio litúrgico emana de la condición sacerdotal, condición de la que participan todos los bautizados, unos pocos de una forma particular en el sacerdocio ministerial.
Ni que decir tiene que ser un buen músico litúrgico no implica en absoluto ser sacerdote, pero una larguísima tradición en la Iglesia Católica, de al menos 600 años, ha estimado el sacerdocio como algo muy necesario o, si se quiere, muy valorado para desempeñar el ministerio musical. ¿Por qué la Iglesia se ha empeñado durante tantos siglos en vincular el sacerdocio ministerial con el oficio musical? Es una pregunta cuya respuesta no puede simplificarse con una respuesta meramente conceptual o histórica, sino, en mi opinión, más bien teológica. La respuesta vendrá desde la fe, es por ello que la falta de fe ante esta cuestión no hará más que crear duda y, si cabe, más conflicto.
Creo que todos o casi todos conocen el juicio mediático al que he sido expuesto últimamente tras mi nombramiento como canónigo organista de la Catedral de León, un nombramiento que a muchos les ha sido urticante, al comprobar que en ocasiones, afortunadamente, la Iglesia se acuerda de su venerable tradición en cuanto al vínculo entre el sacerdocio y la música. Personalmente no me extraña que quien no es de Iglesia se escandalice con estas cosas, cuando la misma Iglesia se ha encargado, desde muchos de sus ministros y voces autorizadas, en pisotear y ultrajar algo que la Iglesia ha cuidado con esmero durante siglos.
Me parece emocionante comprobar que hoy son muchos seglares los que han puesto el grito en el cielo ante la dirección que está tomando la música sacra, que va a la deriva. Es intolerable que músicos ampliamente comprometidos con la Iglesia, se encuentren con sacerdotes analfabetos que, en numerosos alardes de soberbia, imponen su criterio mediocre a lo que el músico católico profesional realiza.
Al estudiar la teología de los sacramentos, aprendemos que hay tres sacramentos que imprimen carácter: bautismo, confirmación y orden sacerdotal. Es decir, estos sacramentos marcan a la persona con un sello profundísimo, haciéndola participar del sacerdocio de Cristo de una forma particularísima, dependiendo del estado de vida y función de cada uno. Triste es que un bautizado se olvide de esto, más triste aún que un sacerdote olvide la unción que empapa toda su vida: humana y sacerdotal. ¿Falta de fe? ¿Falta de oración? Supongo que dependerá de cada sacerdote.
La respuesta no es simple, pero un hombre que ha sido ungido con la gracia sacramental del sacerdocio, que además ha dedicado su esfuerzo y su tiempo a crecer profesionalmente como músico, ¿no tendrá una gracia especial para desarrollar con gran eficacia y dignidad el ministerio de músico litúrgico? Cuando el sacerdocio queda difuminado, se podrá ser buen músico pero sucederá como me preguntaba una vez un músico muy reconocido en una celebración litúrgica: “¿cuántos minutos dura exactamente el ofertorio?” Por otro lado, si la unción sacerdotal permanece viva pero no se tienen conocimientos musicales estoy convencido de que lo que sucederá es que el sacerdote dará total confianza al músico católico que quiere realizar su trabajo con profesionalidad.
El asunto de la profesionalidad del oficio musical en la liturgia no es tampoco cuestión baladí. Uno de los grandes acentos que marcó el ministerio petrino de Benedicto XVI fue la Belleza trascendental. De los grandes escolásticos aprendimos que Dios se manifiesta como Verdad, Bondad y Belleza. Lo primero que percibimos de Dios es, sin duda, la Belleza, aquello que descubrimos a través de nuestros sentidos. Es un conocimiento imperfecto, porque no está contenido en la Revelación, es fruto del esfuerzo de nuestra razón. Sin embargo, es una percepción que ayuda al hombre a despertar y crecer en la fe. Si se descuida la Belleza, difícilmente se producirá un auténtico despertar en la fe, y este es uno de los gravísimos problemas que marcan nuestro tiempo.
En su teología sobre la liturgia, el entonces Joseph Ratzinger, describía la necesidad de la presencia de un músico profesional en las celebraciones litúrgicas: profesional y persona de fe. La celebración litúrgica no puede ser algo improvisado. Cuántas veces habré escuchado aquello de que como la asamblea es pequeña y de recursos humanos pobres, para qué esforzarnos poner a su servicio música y canto de calidad. Ratzinger es clarísimo en esto: cuanto más escasos sean los recursos humanos o materiales al servicio de la comunidad, más se hace necesaria la figura de un músico profesional que pueda dictaminar qué hacer en cada situación.
Querido hermano sacerdote u obispo, te lo resumo con la mayor claridad que puedo hacerlo: QUERER ES PODER.
Francisco Javier Jiménez Martínez
Canónigo organista de la Catedral de León
Esperamos que hayan disfrutado con este interesante artículo sobre el sacerdocio y la música. Les invitamos a ver nuestro debate sobre la Confesión en nuestro canal de Youtube
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