Un sermón sobre el que conviene meditar, San Francisco de Sales en Pentecostés, ¿Cómo debemos nosotros recibir al Espíritu Santo?
San Francisco de Sales en Pentecostés, un artículo de Miguel Toledano
SAN FRANCISCO DE SALES EN PENTECOSTÉS
El 6 de junio de 1593, el joven subdiácono Francisco de Sales pronunció un largo sermón, entre otras personalidades eclesiásticas de la diócesis, ante su tío Monseñor Claudio de Granier, príncipe-obispo de Ginebra pero con sede en Annecy tras la victoria calvinista. Contaba sólo veinticinco años y el texto nos ha llegado íntegro más de cuatro siglos después.
El sermón puede dividirse en tres partes: primera, consideraciones sobre la Santísima Trinidad; segunda, la venida histórica del Espíritu Santo hace mil novecientos ochenta y seis años; y tercera, cómo debemos nosotros recibir el Espíritu Santo.
“En el incomprensible e inefable abismo de la eternidad, donde reina gloriosamente la Majestad Divina”, comienza diciendo el santo de Annecy, el Padre y el Hijo “produjeron un amor tan perfectísimo que a él comunicaron su divinidad y su misma esencia”. Ese Espíritu Santo que produjeron amándose infinitamente el Padre y el Hijo antes de los siglos es un amor que no altera la naturaleza de las dos primeras personas trinitarias, pues ello sería imperfección, y que posee plenamente la misma esencia divina que desde su respectivo corazón le comunicaron.
Por eso, por la existencia en Dios de tres Personas, el Génesis habla en plural: “Hagamos al hombre a semejanza nuestra” (Gn 1, 20). Por la perfección de las tres Personas, ninguna hace nada sin las demás “en cuanto a lo que se produce fuera de la Divinidad” (cosa distinta son las operaciones entre las tres Personas).
El subdiácono Francisco de Sales, siguiendo la tradición humanista de la familia, cita incluso todavía, en los albores de su carrera eclesiástica y hacia la santidad, a algún autor pagano que intuyó la existencia del Espíritu Santo: “spiritus intus alit”, el espíritu interior los alienta, escribió Virgilio en su Eneida (Libro VI, verso 726). Más tarde evitaría este tipo de referencias tan queridas de su padre, aunque continuaría -tal es el caso del sermón de Pentecostés- con alusiones frecuentes al Antiguo y al Nuevo Testamento, así como a diversos escritores cristianos.
Durante el bautismo de Nuestro Señor descendió sobre Él el Espíritu Santo (Mt 3, 16), lógicamente no para infundir nada que el Hijo no tuviese ya ni tampoco para participar de una acción que, como externa a la Divinidad, estaba ya de suyo participada por las otras dos Personas divinas, sino “sólo para dar testimonio de Su grandeza”.
La segunda parte del sermón se centra, a su vez, en la segunda venida visible del Espíritu Santo, tras la del bautismo del Jordán. A los cincuenta días del 16 de Nisán, que había presenciado la resurrección de Jesucristo, los apóstoles escucharon “un gran estruendo, un ruido, un trueno del cielo, llevado por un viento recio que agitó toda la casa donde estaba aquella bendita corporación de los padres del cristianismo”.
Se trata del primero de los dos efectos exteriores -el segundo es el fuego- que San Francisco describe, para pasar a resaltar la mayor importancia de los efectos interiores producidos por la venida del Espíritu (tales como la unción de la gracia, la iluminación invisible de los corazones y almas, el temor, la fuerza de ánimo, la magnanimidad y la constancia, arrebatada por la culpa).
El temor infundido por el estruendo es un principio del don de la sabiduría, acerca del cual predicaba ayer en su sermón de la vigilia de Pentecostés el P. José Manuel, en la bellísima iglesia de San Salvador, de Toledo. El trueno lleva a la oración, en la que pedimos a Dios clemencia, como los agricultores suplican al Cielo que una tormenta no anegue los campos, sino que la bendición de la lluvia haga posible las cosechas. En este caso, el pavor de los apóstoles les permitió suplicar el “rocío santo de las gracias celestiales”, como escribe San Francisco con su elegancia habitual.
El segundo de los efectos exteriores de aquella segunda venida consistió en las famosas lenguas “como de fuego” relatadas en los Hechos de los Apóstoles. El joven subdiácono de Annecy no afirma que fueran o no de verdadero fuego, pero sí que tenían representación y figura de fuego.
Más noble el fuego que el agua de la lluvia o de los mares, la reforma de la Creación que supuso la venida del Espíritu consolador en forma de lenguas llameantes sobre los primeros cristianos fue más noble que la Creación misma, porque en ésta Dios sólo se enfrentaba a la nada, que ninguna oposición Le supone, mientras que ahora debía completar la victoria sobre el pecado, por el que el hombre se opone a Él, y por el que Cristo sufrió infinitamente sobre la cruz. Por eso dijo el salmista que, enviando su Espíritu, Dios renovaría la faz de la tierra.
Con esa renovación se hace eco San Francisco de Sales de la más probable opinión en la Iglesia, respecto a que desde aquel día los apóstoles ya no volvieron a cometer jamás falta alguna contra las costumbres; es dogma cierto que en cuanto a la fe tampoco lo hicieron – de ahí la Tradición que seguimos en la Iglesia Católica y la cualidad de Apostólica que confesamos en ella.
La fuerza conferida por el Espíritu de Dios a esa primera comunidad le permitió, a pesar de su teórica pequeñez, “arrancar de raíz la gloria y la vanidad mundanas”. El joven de Sales se maravilla de que los gloriosos césares cayeran pero no el mensaje de aquellos humildes pescadores; de que en la Roma en la que brillaba el palacio de Nerón, hace siglos desaparecido, se estuviese erigiendo una nueva gran basílica en honor de San Pedro; y de que los sucesores de los emperadores se arrodillasen a los pies de las autoridades episcopales, progenie de aquellos príncipes apostólicos del primer siglo de nuestra era.
Este último punto está en crisis en la sociedad contemporánea, liberal y secularizada. Parece como si ese vigor y extraordinaria velocidad original en la expansión de la fe, que hizo afirmar a San Ambrosio, en su comentario al evangelio de San Lucas, que “la gracia del Espíritu Santo no sufre retraso en las obras que ella inspira”, se hubiese ahora ralentizado, debilitado, incluso paralizado, en beneficio de otros productos en venta en el mercado de creencias de la libertad religiosa. Recientemente, el obispo de Alcalá de Henares ha tenido que recordar el derecho de la Iglesia a mantener su testimonio con los dones de Pentecostés.
La tercera y ultima parte del texto de San Francisco de Sales versa sobre lo que nosotros hemos de hacer para disponernos a recibir las gracias del Paráclito. Para ello, el joven subdiácono recomienda imitar las mismas condiciones en las que lo recibieron los primeros cristianos.
Son cuatro los elementos referidos en los Hechos de los Apóstoles: el número de aproximadamente ciento veinte que se hallaban entonces reunidos, hombres y mujeres; la unanimidad que les caracterizaba; su perseverancia en la oración; y el liderazgo de María Santísima entre todos ellos.
El número de ciento veinte, recuerda San Francisco, es el producto multiplicativo de los doce artículos de la fe y los diez mandamientos. Es decir, que para que el Espíritu Santo descienda sobre nosotros es preciso que vivamos según la fe.
La unanimidad o acuerdo con que vivían esos primeros cristianos hace referencia a la paz. Allí donde hay guerra no cabe esperar al Espíritu Santo, afirma el joven de Sales, porque la guerra es signo del castigo de Dios por los pecados y, entre ellos, sobre todo el de impenitencia, esto es, excusar el propio pecado e imputar la causa de nuestros males al pecado ajeno.
El tercer elemento es la devoción, pues dada la liberalidad de Dios, nuestra oración perseverante será recompensada con el envío del Espíritu Santo y sus dones sobre nosotros. Esto le sirve a San Francisco de Sales para explicar las condiciones de la oración perfecta, aunque dejamos este punto para otra ocasión.
Finalmente, nuestro autor destaca la importancia de la cuarta condición, la participación de María, Nuestra Señora, en la venida del Espíritu de Dios. Aquella mañana de los primeros tiempos del cristianismo, no era la única mujer que se hallaba reunida con los más cercanos colaboradores de Jesús de Nazareth, pues los fieles eran ya entonces de ambos sexos; mas los Hechos de los Apóstoles la nombran expresamente, y no diciendo que ella estaba con los Apóstoles, sino que los Apóstoles estaban con ella.
San Francisco de Sales se pregunta qué aguardaba recibir la Señora de los Apóstoles aquel día, si ya lo había recibido todo en la Anunciación. A su juicio, ella meditaba en la pasión y en sus angustias, esperando el Espíritu Santo y pidiéndoselo a su Hijo, que por segunda vez se había separado de ella, y en esta ocasión no durante tres días, sino diez desde Su Ascensión a los cielos.
Antes de finalizar, el ya sabio escritor cristiano arremete contra dos funestos errores relativos a la Señora de los Apóstoles: el primero, el de aquéllos “que tienen miedo a que manifestemos demasiado honor a la Virgen” (recordemos, a estos efectos, el anterior artículo de esta serie relativo al Cardenal Garrone), a los que considera vanidosos; el segundo, el de los protestantes, que no pertenecen “a la verdadera generación de Jesucristo” porque no aman, honran y alaban “en todo y por todo” a Su madre. A estos segundos los llama “abortos del cristianismo”.
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Miguel Toledano Lanza
Domingo de Pentecostés, 2020
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