¿Un buen católico debe ser áspero como un estropajo, o más bien se espera que la dulzura sea el adorno de su casa? Nos lo cuenta Miguel Toledano poniendo de relieve una gran figura, San Francisco de Sales
«Pío XI y San Francisco de Sales», Miguel Toledano
En 1922, el Papa Pío XI comenzaba su pontificado conmemorando cinco santos, cuatro de ellos españoles, como modelo de cristianos: Se trataba de Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Felipe Neri, Teresa de Jesús e Isidro Labrador.
Apenas un año más tarde, el 26 de enero de 1923, el Papa Ratti promulgó la carta-encíclica Rerum omnium perturbationem, con motivo del III centenario de la muerte de San Francisco de Sales.
Rerum omnium, que constituye al doctor de Ginebra como patrono celestial de los escritores católicos, contiene una interesantísima semblanza del santo de Annecy.
Entre todas sus virtudes, destaca la de la dulzura, que por otra parte constituye ya uno de los puntales del magisterio del Papa Francisco. Su antecesor Pío XI diferencia la dulzura de animo de la “amabilidad artificiosa”, que consiste en “andar buscando maneras”, en una “amabilidad ceremoniosa y superficial”.
La dulzura del santo francés se manifiesta particularmente en “acoger a los pecadores” y en su “predilección por los pobres”. En esta predilección por los estratos sociales económica y socialmente más débiles se ven ecos que igualmente van del siglo XVII a la opción preferencial del magisterio de nuestros días.
La actitud habitual del doctor de Sales es “afable”, esto es, suave en el trato, sencillo, simpático, dispuesto, bueno en sus relaciones sociales, frente a un carácter parco, seco, descortés, frio o enojoso. La afabilidad consiste en el fomento natural de que cualquiera pueda establecer una comunicación cómoda, cercana y fluida.
La dulzura y la afabilidad dependen, naturalmente, de la personalidad, pero no están determinadas por ésta.
Se trata, en realidad, de una “actitud”, según Pío XI, de un modo de actuar ante la vida diaria, de un comportamiento frente a cuantos nos rodean que se manifiesta en las acciones concretas, objetivas de cada día. Además de Dios, nuestros prójimos son las personas más capacitadas para juzgar nuestra dulzura y nuestra afabilidad; frente a otras virtudes, éstas no quedan escondidas o desconocidas, sino que se despliegan en las relaciones con todos nuestros hermanos. En el caso de San Francisco, su despliegue fue “inalterable”.
La inalterabilidad, a su vez, remite al equilibrio en las relaciones humanas, a la serenidad. Mi abuela Carmen, maestra de vida q.e.g.e., siempre caracterizaba a las personas de buena educación como “iguales” en el trato a los demás. La aristocracia y la nobleza verdaderas se demuestran, de forman espontánea, en una dulzura de todos los días y frente a todos. Los arrebatos, la falta de dominio de sí mismo, los cambios bruscos de humor padecidos por quienes nos rodean, no digamos la imitación de la afabilidad con los importantes frente al desdén con los desfavorecidos, muestran inevitablemente una carencia de altura de miras y remiten a un alma que se encontraría mejor en una taberna o en un mercado, aun si imita el trato de los salones o las universidades.
El Doctor de la Caridad frecuentó las escaseces.
Pasaba la noche “entre la nieve y el cielo abierto”, como hacen los peregrinos antes de llegar al santuario que tienen como objetivo. Se duchan con agua fría después de dormir en tiendas de campaña; caminan muchos kilómetros junto a los fieles que sufren; comen en compañía de los demás un alimento que no les distrae de su sacrificio y oración expiatoria ni de su misión. Así es el espíritu salesiano, tesoro de la Iglesia universal.
La caridad que venimos describiendo está íntimamente unida a la fortaleza, resaltada también para nuestra evidencia en Rerum omnium. La fortaleza se acredita en la “oposición a los poderosos”, remitiendo una vez más San Francisco de Sales y, con él, Pio XI expresamente, al favor con los débiles, por otra parte mascarón de proa del pontificado actual y signo eterno de la fidelidad evangélica. Quien demuestra oponerse a los poderosos es fuerte; quien es fuerte frente a los que son sus inferiores o a quienes por tales los considera, frente a los pequeños, los pobres, los menos inteligentes o cultos, carece en realidad de “fortaleza de ánimo”; es, digámoslo sin eufemismos, un débil mental. Esconde posiblemente sus complejos con un autoritarismo impostado a mil años luz del mensaje cristiano y de su heraldo de Sales.
Finalmente, el Santo Padre lombardo recuerda la “mansedumbre” del señor de Boisy. Esto pudiera plantear algún problema cultural con nuestro carisma hispánico, que caracteriza la bravura como más frecuente y digna de alabanza. En nuestra literatura, los mansos quedan para siempre ejemplificados en la figura de don Nuño, Conde de Olmo y objeto de risas abundantes por parte del público de todas las edades. En el mundo italiano, la bravura se predica de los mejores intérpretes líricos. Pero la teología es mas profunda que la literatura y la ópera, con ser éstas artes profundísimas, y por tanto superior a ellas o, en todo caso, un aliud que no nos permite citarlas como contraejemplos del magisterio. Este, por boca de Pio XI, define a la mansedumbre como “ordenamiento mas sensible de la divina caridad”.
Los mansos son los más sensiblemente ordenados por el amor de Dios; de aquí no se deduce necesariamente que los bravos no sean objeto del amor de Dios, pero en el mejor de los casos no estarán más sensiblemente ordenados por él.
Quien siga al Santo de Sales deberá ser manso, no bravo y mucho menos bravucón (no obsta a lo antes referido sobre la fortaleza).
En una ocasión; conocí a dos sacerdotes, que se decían hijos espirituales del obispo de Ginebra y se parecían a él como un huevo a una castaña; encima, uno de los dos es gafe. Pero, como decía Michael Ende en La historia interminable, eso es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
Miguel Toledano Lanza
Domingo décimo-cuarto después de Pentecostés, 2019
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