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Comparación entre madame du Barry y Corinna

¿Similitudes entre la amante de Luis XV, madame du Barry y Corinna Larsen? En este artículo hablamos de ello

Comparación entre madame du Barry y Corinna. Un artículo de Miguel Toledano

Cuando yo era niño, había una vedette muy famosa que se llamaba Susana Estrada. En el Colegio Maravillas, tuve un profesor de geografía en segundo de BUP, D. Francisco Collantes (q.e.p.d.) que además de hacer siempre gala de un gran sentido del humor se permitía referirse a nuestra guerra de 1936 como la gloriosa Cruzada de Liberación Nacional, lo que a las alturas de los primeros ochenta no estaba nada mal y provocaba el entusiasmo escolar en nuestra pequeña sociedad del barrio de Chamartín.

El caso es que D. Francisco, cuando quería decir que era difícil que un alumno desaplicado aprobase su asignatura, lo comparaba con las posibilidades de demostrar la virginidad de Susana Estrada.

Me vienen a la mente estos recuerdos infantiles a cuenta de los personajes de Madame du Barry, que ya está en la historia, y de Corinna Larsen, que seguramente lo estará a no mucho tardar.

Como en el caso de Susana, la voluptuosa amante de Luis XV llevaba desde joven una vida sentimental de lo más alegre; de Corinna todavía sabemos lógicamente menos, pero el caso es que se perfilan ya unas sorprendentes similitudes entre ambas favoritas – aunque también existan diferencias.

El primero y principal parecido es el carácter rubio de las dos. La Pompadour, de tono castaño aunque claro, había sido la inquilina oficial durante cuatro lustros; sin embargo, para sus últimos seis años de vida Luis XV prefirió los cabellos dorados de Juanita (nombre de pila auténtico de la mimosa soubrette). Igualmente, el anterior jefe del Estado español cultivó primero las carantoñas bronceadas de la mallorquina Marta Gayá para preferir más tarde, ya en el tardío otoño de la vida -por no decir el crudo invierno- los bucles germánicos de Corinna.

Al contrario, la primera y más evidente divergencia entre las dos personalidades es que Madame du Barry estuvo junto a la cama del Bienamado hasta prácticamente su tránsito al valle de Josafat, después de su atroz combate contra la viruela; no así la ex Princesa zu Sayn-Wittgenstein-Sayn, que cesó en los cuidados de su amigo especial al poco de abandonar éste el trono.

Una semejanza de ambas cortesanas, que toca de más cerca el aspecto religioso y no únicamente moral de la cuestión, es que en los dos casos encandilaron de tal modo a sus achacosos compañeros que éstos, en su cénit de sugestión, llegaron a proponerles matrimonio. En el caso del Borbón francés, su profundo sentido de la devoción le condujo, cuando se veía en el otro mundo, a solicitar del papa la declaración de nulidad del previo matrimonio ficticio de su concubina para desposarla él y así enfrentarse al purgatorio con mayores garantías; naturalmente, la diplomacia vaticana descartó la operación, pues si haber emparentado al sucesor de san Luis con una burguesa como la Pompadour ya había resultado imposible, qué se hubiera podido siquiera pensar de un enlace con una “chica pública”. Por lo que se refiere a la Zarzuela, el Süddeutsche Zeitung anunció en su momento que el titular de palacio convocó a sus tres hijos para comunicarles el inminente divorcio de su madre para unirse a la francfortesa, lo que provocó que éstos le exigieran su inmediata renuncia al trono y que Corinna se esfumase de su chalecito de El Pardo.

En cuanto a las respectivas religiones, Madame du Barry profesaba, naturalmente, la católica. Y a pesar de su vida alegre, hay que reconocerle una cierta piedad en medio del indescriptible dieciocho francés: la joven Juanita se educó con las adoratrices del Sagrado Corazón de Jesús del convento de Santa Áurea de París, que acogían a las chicas públicas que la miseria había lanzado al libertinaje. Allí asistía la adolescente a la Santa Misa diaria de las siete de la mañana, haciendo desde entonces gala de un espíritu de caridad jamás abandonado hasta su muerte, aunque a partir de los dieciséis años se lanzase a un catálogo de encuentros que dejaban chico al del Don Juan mozartiano. Sin llegar a convertirse en una María Magdalena por no haberse arrepentido de sus faltas, fue una y otra vez generosa y desprendida, especialmente con los más desfavorecidos; a mayor abundamiento, durante la Revolución, por muchos se cuentan los sacerdotes a los que socorrió.

Por su parte, Corinna fue bautizada católica, si bien no parece haberse distinguido como tal. Tras tres años de matrimonio, se separó de su primer marido para pasar a una relación adulterina con un conocido magnate; tras lo cual formalizó una boda civil con el príncipe alemán que le otorgó su apellido nobiliario, de quien, siendo doce años más joven que ella, se divorció igualmente a los cinco años.

Hay, en todo este asunto, una profunda reflexión a realizar respecto del matrimonio católico. A Juan Carlos cabría objetivamente denominarle el “rey del divorcio”, pues él lo sancionó legalmente en España, a propuesta de los ministros demócrata-cristianos de la UCD. Quien suscribe estas líneas es testigo directo de cómo el político demócrata-cristiano Jaime Mayor Oreja defendió públicamente la ley del divorcio de 1981. Sólo una vez había sido admitida en nuestra patria la conculcación de las palabras de Nuestro Señor en Mateo 19, 6. Como es sabido, dicha primera ocasión fue la Segunda República, la república atea, de 1931, ante la que huyó el abuelo de Juan Carlos. Exactamente cincuenta años después, éste fue a entroncar con aquel régimen masónico, elevando con su rúbrica a la categoría del derecho positivo lo que es el mayor atentado contra la familia.

Y como si se tratase de una premonición, o a suerte de ejemplificación personal, él mismo vino a romper su propio matrimonio, en una escalada de desplantes a la esposa que, in crescendo, fueron desde el conocimiento general de sus sucesivas amantes a la obsesión por la penúltima de ellas. Lo más triste, en el aspecto familiar de este folletín, es que la población, suficientemente pervertida ya por el ejemplo de sus mayores, ni siquiera se conmueve en demasía por los sufrimientos de la mujer fiel; sino que antepone, como falta principal del abusador, sus latrocinios constantes para adquirir una gran fortuna a costa de los demás, con el descaro de un pirata. La moral es ya plenamente laica, democrática, “mayor de edad”; la salud pública condena la evasión fiscal, pero acepta, de hecho y de derecho, el asesinato flagrante del sacramento, la eliminación del vínculo de Dios por el capricho de los hombres.

Volviendo a nuestras dianas cazadoras, cabe en efecto hacer analogía también por lo que atañe a la actividad cinegética. Juana du Barry acompañaba, desde la carroza ligera construida por el marqués de Beringhen, las grandes monterías de la corte en el bosque de San Germán, así como en Compiègne y en Chantilly. Juan Carlos, más exótico, prefería los elefantes de Botsuana puestos a tiro por la agencia Boss Sporting, en la que despuntaba su manceba.

Una discrepancia clara entre ambas figuras es el hecho de que los amores de la Barry con el Rey se produjeron fundamentalmente en la etapa de viudedad de éste, pues la pobre consorte Maria Leszczynska había fallecido en junio de 1768, a apenas unos meses desde que la joven de ovalado rostro se hubiese instalado en Versalles. Por el contrario, Sofia Glücksburg ha tenido que padecer en vida todas y cada una de las banderillas de Corinna.

En el apartado de los paralelismos, conviene no olvidar los sendos procesos judiciales sufridos por nuestras avispadas protagonistas. Cuando se escriben estas líneas, todo parece indicar que la fiscalía suiza se enfrentará al callejón sin salida de la confidencialidad bancaria, pilar institucional del derecho helvético. Peor suerte hubo la Condesa gascona, que terminó sus días en la guillotina del Terror después de declarar cada uno de los regalos -y fueron bien cuantiosos- que su regio protector le había otorgado en vida.

Finalmente, el entorno familiar de Luis XV no soportaba a su querindonga, a la que consideraban “atrevida”, “infame” y “criatura del pecado”, desde Madame Adélaïde hasta, por supuesto, María Antonieta y el joven Delfín (futuro Luis XVI), pasando por la Madre Teresa de San Agustín, que precisamente se metió a monja para expiar los continuos y graves pecados de su padre. Éste la visitaba a menudo -nos referimos a la Madre Teresa, aunque por otras razones bien distintas visitase también a menudo a Madame du Barry-, reconociendo como monarca legítimo que fue la superioridad de la Religión frente al Trono.

En sentido opuesto, toda España ha visto por televisión, para escarnio de la decencia y de la verdadera dignidad real, cómo Corinna acompañaba públicamente a sus “cuñados”, vestidos todos con sus mejores galas. Y no es previsible que en esa familia vaya nadie a adoptar el hábito para aplacar la ira divina por los desprecios a la fe; si el extraño lema elegido por los advenedizos Barry era “arrojar hacia adelante”, parece que el de los tíos de Victoria Federica, que ha salido en defensa del abuelo tras sus andanzas, sea el de “sálvese quien pueda”.

Miguel Toledano Lanza

Domingo décimo después de Pentecostés, 2020

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Author: Miguel Toledano
Miguel Toledano Lanza es natural de Toledo. Recibió su primera Comunión en el Colegio Nuestra Señora de las Maravillas y la Confirmación en ICADE. De cosmovisión carlista, está casado y es padre de una hija. Es abogado y economista de profesión. Ha desempeñado distintas funciones en el mundo jurídico y empresarial. Ha publicado más de cien artículos en Marchando Religión. Es fiel asistente a la Misa tradicional desde marzo de 2000. Actualmente reside en Bruselas. Es miembro fundador de la Unión de Juristas Católicos de Bélgica.