En la cuarta cuestión de su Suma de Teología, santo Tomás trata sobre la perfección de Dios.
La perfección del Dios Católico. Un artículo de Miguel Toledano
Para todas las religiones politeístas, las distintas deidades no son perfectas, sino que luchan unas contra otras, produciendo una suerte de equilibrio inestable. Así sucede en el Olimpo griego o en el Valhala germánico, que Wagner recreo en su tetralogía “El anillo del nibelungo”.
Esa frágil coexistencia entre múltiples personas divinas, presas todas ellas de ciertas pasiones, refleja el orden político europeo, posterior a la Cristiandad. No es propiamente una armonía civil respetuosa del orden establecido por Dios, sino una pugna permanente entre poderes que, por considerarse soberanos, se elevan como instancia de poder máximo, sin más referencia a la virtud que su respectiva voluntad e interés.
Nosotros, por el contrario, recordando las palaras de Cristo recogidas en el Evangelio de san Mateo, sabemos por la fe que nuestro Padre en el cielo es perfecto. Nuestro Señor nos invita a imitar esa perfección.
Pero a la conclusión sobre la perfección de Dios no se llega sólo a través de la Sagrada Escritura. Sino que nuestra razón nos permite, de la mano del Doctor Angélico y de Aristóteles, ascender a esa gran verdad. A Dios no Le falta nada.
Sin embargo, aquí surge una gigantesca diferencia entre el Dios cristiano y el Alá de Mahoma. Ya algo intuye el lector con la cita evangélica que ha sido evocada arriba: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre del cielo” (Mt 5, 48). Para el islam, comparar a los hombres con Dios constituye una blasfemia.
Por el contrario, nuestro autor afirma que la perfección de Dios no obsta a una semejanza entre Él y la creación.
Hay una primera semejanza que podríamos llamar filosófica o por participación. Toda la creación comparte con Dios el ser. Esto no es sólo una idea de carácter puramente teórico, sino que expresa el infinito amor divino, que comunica el ser a todas Sus criaturas.
En el Corán no existe esta semejanza, participación o comunicación entre Alá y el resto del universo. La grandeza divina excluye toda comparación con nadie, determinando una distancia infranqueable que tiene importantes consecuencias morales y políticas.
El hombre de la media luna no puede aspirar a imitación alguna de su dios. Dios es perfecto pero el ser humano es un verdadero desastre, presa de vicios, sucio, mentiroso, vago, ignorante. Lo que se refiere a Alá es bello, pero sólo es bello lo que se refiere a Alá. Dicho de otro modo, lo que se refiere al hombre es feo; hasta el punto de excluir su representación y de ahí se deduce la furia iconoclasta de la morisma y hasta su alergia a la armonía musical. Y basta para la belleza la mera referencia a Alá: A nosotros nos puede resultar fea una iglesia moderna al estilo de Corbusier o de las múltiples parroquias, a cuál más horrible, con las que han sido maltratados los barrios de Madrid después del Concilio Vaticano II. Pero una mezquita puede ser sucia o maloliente; con tal de ser una mezquita, basta.
Políticamente, el occidente cristiano ha florecido en el respeto al hombre por esa misma relación con Dios que hemos enunciado. Modernamente, ese respeto ha crecido en forma cancerígena, con metástasis mortífera, engordándolo con tal exceso que pretende de hacer de la criatura humana un dios, con exclusión del Dios verdadero. La virtud está en el medio.
El filósofo marrano Benedicto Spinoza ya prologó este dislate, cuando afirmó que todo era divino, no como creado por Dios o por asemejarse a Él en el ser que le fue otorgado y comunicado a todas las cosas, sino como realmente compartiendo la sustancia divina.
Sin llegar al endiosamiento spinoziano, ya antes engrandecieron al hombre en demasía Martín Lutero y los otros revolucionarios protestantes continentales y anglosajones, al conferirle una relación directa con Dios sin mediación de la Santa Iglesia y con libérrima interpretación de la Sagrada Escritura, reescrita además por hombres diversos que se dieron a sí mismos el poder de atar y desatar que sólo podía ser conferido por Dios.
Pero, sin caer en los atropellos de reformadores, humanistas y liberales, la civilización cristiana fue siglo a siglo configurando un orden en el que el hombre sometía fértilmente la tierra bajo la mirada del Señor, elevando a Él su espíritu a través de mil obras admirables. Mientras que los pueblos invadidos por los sarracenos caen siempre en un ambiente irrespirable, donde los súbditos son títeres de los distintos sucesores de Mahoma y sus secuaces.
Cuando ensalza a los agarenos la constitución dogmática “Lumen Gentium”, del Concilio Vaticano II, destaca una supuesta comunidad con los cristianos basada en la naturaleza misericordiosa de Dios. Pero, una vez más, es una misericordia desmedida, con la extralimitación propia de la secta mora: ¿Cómo no va a ser misericordioso con los hombres un dios para el cual sus criaturas son deplorables, ridículas, horriblemente inferiores a la única divinidad?
Nos atrevemos a decir que tal concepto del Ser Supremo no goza de perfección. Porque en ese abuso de su grandeza hay una imperfección intrínseca. La que resulta de la falta de aprecio por Sus criaturas, que no se manifiesta en una misericordia desmedida, sino en el amor manifestado hacia una obra a la que ha transmitido algo, o más bien mucho, de Él.
Ese pasaje conciliar se cuenta, por sus propios términos y demérito, entre los más desafortunados de la asamblea ecuménica, que por desgracia no son precisamente pocos.
Cuando Dios se definió a Moisés como “Yo soy El que es”, no afirmó “Yo soy el más grande”. La perfección de Dios no reside en la grandeza, sino en la perfección del ser, a cuya contemplación estamos todos los bautizados llamados después de la muerte.
Miguel Toledano Lanza
Domingo vigésimo cuarto después de Pentecostés, 2021.
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La Teología, ciencia necesaria de Dios
La existencia de Dios es demostrable científicamente
Dios no es un abuelito de barba blanca
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