En la octava cuestión de su Suma de Teología, Santo Tomás estudia la inmutabilidad como atributo divino.
La inmutabilidad de Dios en Santo Tomás. Un artículo de Miguel Toledano
El diccionario de la Real Academia Española de la lengua define “inmutable” como aquello que no puede cambiar.
Es decir, que Dios, de ser inmutable, no podría, a pesar de su omnipotencia, mudar o alterar su condición, pues de lo contrario se estaría contradiciendo, lo que no es posible en Dios, que es todo perfección.
El Doctor Angélico estudia la cuestión bajo dos puntos de vista: primero, si Dios es efectivamente inmutable; segundo, si es propio de Dios ser inmutable, es decir, si Él es el único ser que no cambia.
La Sagrada Escritura así lo proclama: “Yo, Yahvé, no cambio”, afirmó el mismo Dios conforme nos relata el profeta Malaquías (Mal. 3, 6). Igualmente, en el Nuevo Testamento, el Apóstol Santiago nos recuerda que “en el Padre de las luces no hay variación ni oscurecimiento de cambio alguno” (Sant. 1, 17).
Por lo que se refiere a la inmutabilidad como característica exclusiva de Dios, el salmista dice de Dios lo siguiente: “Ellos perecen, mas Tú quedas, todos como la ropa se desgastan; como un vestido los mudas y se mudan; pero tú siempre eres el mismo” (Sal. 102, 26-28).
Por lo tanto, todos los seres no divinos se desgastan, mudan, son mudados por Dios y perecen; sólo Dios permanece, siendo el mismo sin mutación.
Luego, por la fe sabemos que ambas preguntas formuladas por el Aquinate tienen respuesta positiva.
Pero nos interesa no ya tener esa seguridad de bautizados que nos da la fe; sino además conocer y amar a Dios en su inmutabilidad a través de la razón, como criaturas racionales suyas que somos.
Bastante antes de santo Tomás, la Iglesia ya definió el dogma de la inmutabilidad en el I Concilio de Letrán, celebrado en el año 649, en la forma siguiente:
“Si alguno no confesase conforme a los santos padres que propia y verdaderamente el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo son trinidad en la unidad, y unidad en la trinidad […], de los tres una misma divinidad, naturaleza, sustancia, poder, capacidad, reino, imperio, voluntad, operación […] incomprensible, inmutable, creadora y protectora de todos, sea condenado.”
Una década exactamente antes de nacer el gran dominico, el IV Concilio de Letrán redefinió la fe católica en la inmutabilidad divina según estos términos:
“Creemos firmemente y confiamos simplemente que solo uno es el verdadero Dios, eterno e inmenso, omnipotente, inconmutable, incomprensible e inefable, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas respectivas, pero una esencia, sustancia o naturaleza absolutamente simple […]”
Esto no quiere decir, comienza explicando Santo Tomás, que Dios no se entienda y se ame a Sí mismo, por supuesto.
Tampoco que no haya dispuesto Su creación siguiendo un orden de semejanza mayor o menor a Él en los distintos seres creados, conforme al orden y jerarquía del Cielo, del Cosmos y de la Tierra. Pero aquí no cabe hablar de cambio en Él salvo, si acaso, metafóricamente. Existe cambio, naturalmente, en lo creado, pasando de la potencia al acto, del no ser al ser.
Lo mismo puede decirse de nuestro alejamiento o acercamiento a Dios. Sólo metafóricamente Él se acerca a nosotros a través de Su amor. Nosotros, por el contrario, estamos potencialmente llamados a conocerlo y amarlo, acercándonos a Él. Quiera Dios que nuestra mutabilidad sea para acercarnos a Él y no para alejarnos de Él.
Acerca de la inmutabilidad como atributo exclusivo de Dios caben dos demostraciones fáciles de entender: Una la hemos evocado ya, a saber, Dios ha creado todo lo existente, solo Él es eterno; luego hay, salvo en Dios, cambio, paso del no ser al ser.
Pero también, lo que existe, es porque Dios así lo desea; pues de no ser tal, no se conservaría nada por sí mismo, sino que volvería a cambiar del ser a no ser en el mismo instante que nuestro Creador lo decidiese.
¿Y los ángeles y las almas? ¿Acaso no son ellos también inmutables, como sustancias incorpóreas que son?
Ciertamente, no poseen materia corruptible. Pero, atención, conocemos que pueden cambiar respecto al fin al que se ordenan; tanto los unos como las otras pueden elegir entre el bien y el mal, salvándose o, alternativamente, condenándose. De los ángeles sabemos que así fue por la historia sagrada; de las almas humanas nos consta igualmente por la teología.
Completando la doctrina aquinatense, afirmamos que las almas del Purgatorio, evidentemente, cambian a medida que satisfacen con su pena el requisito para poder gozar de la presencia celestial; soportando primero el dolor del fuego purificador, pero gozando de la esperanza creciente ante su futura presencia en el paraíso.
¿Y los bienaventurados, esto es, los ángeles buenos y las almas justificadas? ¿Acaso no son ellos también inmutables, al tratarse de criaturas que ya han llegado a su último fin, la contemplación cara a cara de Dios? Ciertamente en ellas ya no cabe caída, pero el gran dominico nos señala dos tipos de movimiento en las criaturas santificadas.
El primero es el movimiento local; pensemos, por ejemplo, en los ángeles de la guarda. Tal traslación de un lugar a otro no se da en Dios, que es omnipresente.
El segundo es la aplicación a su capacidad para diversas cosas que tienen las personas angélicas y humanas que están en el Cielo; la Santísima Virgen, por citar la más excelsa entre ellas, implora gracias de Nuestro Señor para abogar en favor de los hombres, especialmente de aquéllos que le son más devotos.
Santo Tomás no lo dice, quizás porque está implícito en lo anterior o porque su imagen es especialmente horrible, pero también padecen mutabilidad los demonios y las almas condenadas. Un día tras otro sufren desdichadamente el alejamiento por siempre de Dios y los castigos aparejados al mismo, incluyendo el fuego más las tremendas penas específicas correspondientes a los pecados de los no se confesaron.
Miguel Toledano
Domingo infraoctavo de Navidad, 2021
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