La fiel infantería. El engaño de Ramón-MR

La fiel infantería. El engaño de Ramón

El engaño de Ramón

«Porque si alguno se imagina que es algo, sin ser nada, se engaña a sí mismo». San Pablo, Gal. 6, 3.

Ramón – «veintidós años, estudiante de Leyes, tres detenciones, un sedal en el brazo izquierdo y en la mano derecha todavía el calor de cuando se la estrechó José Antonio» –, uno de los personajes de La Fiel Infantería, era alférez provisional, luchó en la guerra civil y tenía por modelos a los grandes héroes de la historia. Él mismo anhelaba ser grande para que así pudiese construir algo grande.

A los veintidós años, Ramón se erguía en protagonista y con sus manos amasaba desde años atrás rojo pan de historia. Era justo, pues, ordenar el fuego interior para una gozosa serenidad del bosque que le diese en la vereda paso firme y frente alta. Ramón vivía convencidísimo de que Dios pensaba en él cada minuto, porque también oía en sí mismo el brote de su destino. Ignoraba Ramón que los mozos así, altaneros, taciturnos, predestinados, suelen morir modestamente; que la peor señal de malogro es oír demasiado el crujido de la hierba interior. Con su pequeño historial, su historial único, y el tiempo por compañero, su nombre le sonaba a maravilla.

En la descripción de la personalidad de Ramón el narrador anticipa su circunstancia, aunque en tono de alerta. Ramón aborrecía la idea de que un soldado muriese sin sus botas: tal era el símbolo para la muerte fuera del campo de batalla, indigna de un soldado («Bienaventurados los que mueren con las botas puestas», dijo Ramón). Ése Ramón visionario llegó a los veintitrés años a lo largo del conflicto en que tomó parte. Como pensaba tanto en la gloria, abominaba que los españoles tomaran como ejemplo a Don Quijote – un derrotado, según él:

Al carajo Don Quijote y con el quijotismo. Necesitamos, ya para siempre, héroes vencedores. No basta morir. Es preciso vencer. Don Quijote… Don Quijote… ¿Acaso no fue más héroe Cervantes? ¿Acaso no tenemos un Hernán Cortés, que hizo de veras muchas más maravillas que las que soñó Don Quijote? Si quería gloria, ¿por qué no embarcó hacia las Indias, por qué no luchó en Flandes? Ha de prohibirse por decreto sentir la menor simpatía hacia. Don Quijote apaleado; que la sienta solamente ese hatajo de estúpidos que nos atontan a tuerza de hablar de imperios espirituales. Al chirrión los imperios espirituales. Nosotros queremos tierra de todos los colores y ríos azules y mares verdes, bien poblados de destructores: sultanes, caídes, reyezuelos, caciques, la gran especia del petróleo, el mundo. El dominio sobre los demás y en la cima el Emperador.

Ramón quería que todos supieran por qué luchaban, por qué motivos arriesgaban sus vidas en el campo de batalla. Él conocía bien sus razones. A pesar de grandilocuente consigo mismo, era humilde y bondadoso con los demás soldados. Y, tal como anhelaba, era también valeroso en la pelea. Pero Ramón pensaba que el honor y la gloria – o heroísmo – de alguna manera ya le pertenecían; pensaba que su generación tenía un privilegio especial de construir algo bueno, algo nunca antes visto – y algo justo para la Patria. Ramón creía que ya realizaba aquello mismo con que soñaba. Sin embargo, después de un triunfo militar, Ramón tuvo que ser conducido al hospital: sin ninguna herida de guerra, había caído víctima de la tuberculosis.

De tren a tren va la vida y aunque para un soldado partir no es morir un poco, sino vivir del todo, en aquél momento Ramón pensaba que se moría a chorros, generosamente, sin que la muerte le correspondiese con el honor de reservarle una hermosa ocasión de decir adiós al mundo que amaba. Todo se ha acabado con el tren maldito porque – señal de piedra blanca – por vez primera comprueba Ramón que la dificultad, que la adversidad no sólo no le sorprende sonriente, sino que le desbarata el menor intento de alegría. Y donde no hay alegría, no hay soldado, y donde no hay soldado, no hay hombre. Queda, apenas, un pellejo fundado en huesos que va dejándose la sangre por el sendero, sin que el enemigo – eso, sobre todo – haya dado origen a la hemorragia. Es lo mismo que si no hubiese guerra.

Al imaginarse ya un héroe y hasta luchar para concretizar el heroísmo, Ramón llegó a creer que lo era ya, que sus pasos – aunque primarios – lo ponían casi al mismo nivel que sus tan admirados héroes del pasado. Descubrir una tuberculosis, una herida no causada por el enemigo, era para él un sufrimiento humillante: además de física, era una herida en su orgullo. Ramón no pensó que muchos otros soldados, tan valerosos y sinceros como él mismo, también podrían caer víctimas de enfermedades en medio de las trincheras. Semejante muerte sería, para Ramón, una muerte indigna.

Las últimas veinte páginas de la novela describen la enfermedad y muerte de Ramón. Hay dos escenas bastante simbólicas que ilustran la honda tristeza y rebeldía del personaje ante su destino adverso: en la primera lo están llevando, en tren, hasta el hospital de la convalecencia cuando aparecen otros soldados – heridos de guerra – y Ramón les tiene envidia; en la segunda escena Ramón, ya en el hospital, pone los ojos en otro herido cuyo brazo había sido amputado y lo ve abrazar a su novia por la cintura con el brazo que le quedaba: «Esteban puede hacerlo, porque está herido y su boca no mancha». Ramón creíase menos que los heridos, creíase menos hombre, y se humillaba con los propios pensamientos. Su muerte era cierta.

Pero Ramón, Ramón predestinado, Ramón superior, Ramón gibelino, Ramón litigando ante el Dios de los acampados, Ramón alférez, Ramón con su historia, Ramón ha llegado ya – piensa, desobedeciendo al médico –. Ya no duda, ya no se desespera ya no es altanero: ya sólo es un resignado. Lo que jamás hubiese querido ser: un resignado. Algo así como un vencido que no se rebela, que cierra los ojos y codicia el mazazo definitivo.

El heroico Ramón entendía la resignación como una debilidad más: la debilidad de los que no pueden luchar, entre los cuáles se encontraba él mismo. Ramón acabó despreciándose a sí mismo con esa rebeldía amarga: fue del heroísmo y de los grandes sueños a la autopiedad enconada. En los postreros momentos, cuando intentó hacer la señal de la cruz, no tuvo fuerzas y la mano se le cayó encima del rostro en un gesto que parecía avergonzado. Ramón murió como Alonso Quijano: en la cama. «Quiso santiguarse», nos dice el narrador.

La figura de Ramón me acompaña desde hace algunos años. A cada relectura de La Fiel Infantería su trayectoria – los desbordes sentimentales de heroísmo, la amistad con Matías y Miguel, la admiración a José Antonio, la inquina al Quijote, la camaradería con los soldados y la muerte sin las botas puestas – su trayectoria, decía, se repite, y procuro ver en la triste muerte por lo menos un atisbo de humildad en vez de encono. Me quedo con su intento de santiguarse, como si de la tomada de conciencia – y realidad – de Ramón dependiera también la mía.

En Las Meditaciones del Quijote – libro publicado antes que La Fiel Infantería – encontré unas líneas en que Ortega parece referirse a Ramón:

De querer ser a creer que se es ya va la distancia de lo trágico a lo cómico. Este es el paso de la sublimidad a la ridiculez. La transferencia del carácter heroico desde la voluntad a la percepción causa la involución de la tragedia, su desmoronamiento, su comedia. El espejismo aparece como tal espejismo.

Pero la muerte de Ramón no es cómica. Acaso será patética por la manera cómo él la tomó, tras formarse una imagen de sí mismo que no podía sostenerse. La comparación con el Quijote es inevitable. Del episodio en el palacio de los duques, nos dice el narrador de Cervantes que «[…] aquél fue el primer día que de todo en todo conoció y creyó ser caballero andante verdadero, y no fantástico […]». Lo esencial no fue la burla, sino la creencia de Don Quijote. Como también lo fue la de Ramón: la cosa no era hacerse héroe, pero poner sobre el campo un heroísmo preexistente, imaginado; un ideal convertido en espejismo.

Cuando la realidad – la muerte fuera del campo de batalla, su pequeñez, la posibilidad de que él también cayera víctima de la enfermedad y no del enemigo – tocó la puerta, Ramón no estaba preparado para recibirla. Pero le bastó verla para que el personaje heroico se hiciese añicos y diera lugar, en la fantasía de Ramón, a un «resto de hombre». No fue de la exaltación a la clarividencia, sino al despecho. O héroe o nada.

Los objetivos e inquietudes de Ramón no eran falsos. Pero él tomó la lucha – la real, sobre el campo de batalla, y la análoga, para hacerse hombre – como realización acabada, como coronación de quien (él pensaba que) era y no de quien tendría que ser. El hecho de que no pudiera creer en ninguna noticia acerca del fusilamiento de José Antonio es simbólico. Cuando sobrevino la enfermedad – algo que no encajaba en su fantasía heroica –, Ramón se derrumbó. Lo que quedó de él al fin fue muy poco. No porque tenía razón y la muerte por tuberculosis era indigna, sino que el personaje que él mismo había inventado se reveló hueco.

No sabemos qué sería de Ramón si sobreviviera. Podría volver al frente o quizás permanecería en el hospital hasta el fin de la guerra. ¿Cómo? ¿Qué esperanzas alimentaría? No sabemos. Solo tenemos su muerte y el intento fallido de hacer la señal de la cruz; un intento que quizás signifique la renuncia al ídolo y la aceptación de sí mismo cómo había sido: orgulloso primero y al fin arrepentido. Habría dejado de oír demasiado el crujido de la hierba interior.

Gilmar Siqueira

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Author: Gilmar Siqueira
Feo, católico y sentimental