Sobre la novela «nubes de estío»
La conversión de un necio, un artículo de Gilmar Siqueira
Eso de hablar de los defectos (ajenos) de una manera más o menos abstracta con algún que otro ejemplo “real” para que el oyente se lo trague es una tarea bastante sencilla que desgraciadamente llevamos a cabo muchas veces.
Yo puedo hablar de alguien que creo tonto, siendo yo mismo un tonto de remate sin darme cuenta de ello.
Lo difícil es presentar a alguien por entero, es decir, un hombre que sea a la vez bueno, amable, sincero, honesto y, al mismo tiempo, un necio; y eso sin caer en una descripción que no sería más que una vulgar caricatura de un ser humano. Claro, es el viejo tema de la verosimilitud en la literatura.
Tanto los defectos como las cualidades humanas, una vez aislados y exegerados, nos parecen falsos y fuera de lugar. Y, sin embargo, podemos aceptar cuando un determinado vicio, por ejemplo, aunque no sea el único en un cierto personaje literario, acaba por influir en practicamente todas sus actitudes y hasta en su visión del mundo.
Así Silas Marner es el retrato de una avaricia encarnada, real, que cabalmente podría devorar a un hombre concreto, porque a lo largo de la novela de George Eliot, él sigue siendo un hombre concreto: es Silas Marner antes de ser avariento. Y Don Roque Brezales, de Pereda, es el retrato de la necedad, siendo Roque Brezales antes que necio.
Acerca de los dos personajes escribió el Padre Castellani en su Crítica Literaria y, empezando por Silas Marner, dijo que:
(…) es el avariento más estupendo que existe en el mundo de la ficción, porque es un avaro que se convierte de veras y en vida, movido por el amor a una huerfanita. Tal hazaña de George Eliot es solamente igualable o superada por Pereda en Nubes de Estío en donde, ¡convierte a un necio! (ya se sabe que la necedad de suyo es incurable) y con el amor a su hija mayor Irene, el novelista de Santander convierte plausiblemente al pelma de Don Roque Brezales de la peor insensatez a la cordura.
Y a Don Roque Brezales vamos.
La novela Nubes de Estío, cuyo enredo ya conocerá el lector, empieza con una carta de Nino Casa-Gutiérrez a un amigo suyo contando del nuevo proyecto del duque su padre: casarlo con la hermosa hija – Irene – de un rico comerciante muy bobo quien se mostró encantado con la idea de entroncarse con la família del “prócer” a quien tanto admiraba, por ser incapaz de conocerlo de verdad.
Tanto le encantaba a Don Roque el trato con el gran “personaje” que no era capaz de percatarse del atolladero en que estaba por meter a su hija: y así, ciego por su vanidad y por la idea de que la felicidad de su hija (y esto es muy importante para comprenderlo) se encontraría en tal boda, aceptó el proyecto con gran alegría.
Pero, para su sorpresa, Irene se negó a casarse con el “noble” y hasta se puso enferma; además de que Doña Angustias, mujer de Don Roque, quien al principio también se dejó llevar por la alegría de su marido, cayó luego en la cuenta del tremendo error que estaban por cometer contra Irene e hizo un ultimátum para que Don Roque rompiera el compromiso de la misma manera que lo había concertado.
El pobre hombre entonces se quedó apabullado y triste porque, además de tener su orgullo herido, de alguna manera sentía que lo mejor para Irene era la boda, tan grande era su incapacidad de comprender los sentimientos de su hija. Al principio, muy contrariado, accedió al pedido de Doña Angustias y dijo que trataría con el duque la ruptura del compromiso. Sin embargo, una vez que estuvo al lado del gran “personaje”, andando por la ciudad en su landó, pensando que el otro ya lo consideraba como a un igual , decidió enfrentarse una vez más a su mujer y luchar contra todo y todos para mantener la boda de su hija.
Veamos como fue su último intento:
(…) Pues bueno: con ese grande hombre tengo yo una palabra empeñada; cumpliendo esa palabra, yo sería grande también, y tú lo serías a tu modo, y tu hija lo sería mucho más; porque eso es lo que tiene el sol cuando luce de verdad, que alumbra a todos por un simen: yo no lo había visto tan claro como hoy; y por eso, y porque es de justicia y de decencia, quiero y dispongo que la palabra que tenemos empeñada a ese grande hombre, que nos hace el honor de venir confiado en ella, se cumpla como es debido… y se cumplirá, porque yo quiero que se cumpla…
Si alguna vez te he ofrecido cosa en contrario de esto, hazte cuenta que oíste llover; porque me vuelvo atrás, como caballero que soy.
De cerca es como se ven las comenencias y los compromisos de los hombres, y de cerca acabo de verlos yo… y porque los he visto así, te digo ahora, como me lo ha gritado tantas veces la concencia en el camino: lo que debe de ser, será, aunque se junte el cielo con la tierra.
Por toda respuesta Doña Angustias le largó, en tono airado y burlesco al mismo tiempo, una única exclamación: “¡Tonto!” Y eso lo desplomó.
Hasta el fin de la novela notará el lector que Don Roque emplea palabras sin sentido que son verdaderamente graciosas; y siempre habla en un tono que resulta ridículo precisamente por la necesidad de siempre parecer solemne. Anhelaba una gravedad que creía ver en personas “importantes”, personas distintas de él; por eso actuaba de un modo caricaturesco, tristemente ridículo. Y también por eso el insulto de su mujer le hirió en lo más hondo, aunque cuando lo recibió no fuese capaz de saber por que; apenas lo sentía.
Le dolió la palabra en lo más hondo del corazón; le escoció la herida como si estuviera el puñal envenenado; se creyó tonto de veras, por primera vez en su vida; se avergonzó de sus bravatas pueriles, y estuvo a punto de llorar, a faltas de una palabra que no se le ocurría para salir del atolladero sin el riesgo de caer en otro mayor.
Mientras tanto el señor duque, que ya había caído en la cuenta de todo gracias a lo que le contó su hijo sobre la mala acogida de Irene, su madre y su hermana, libró a Don Roque de la tarea que el pobre hombre consideraba más penosa: no habló directamente del tema de la boda, sino que pidió dinero prestado a Don Roque, por saber que su pedido sería considerado como una benigna reparación por parte de Don Roque, sin que tuviese que hacer demasiados esfuerzos para convencerlo de ello.
Y así fue: el todavía tonto Don Roque estuvo muy contento por la consideración de su amigo y la “noble” manera de zanjar la desdichada historia.
La cosa acabaría ahí si Nino Casa-Gutiérrez no hubiera escrito una otra carta contando a su amigo, con detalles, como había fallido el golpe de su padre y como sus deudas y juergas ya no serían pagadas con el dinero de Don Roque. También estuvo muy ofendido por la conducta de Irene y se dispuso a escribirle una carta en términos no muy halagüeños. Y en su torpeza mandó la carta que estaría destinada a su amigo a la casa de los Brezales. La leyó Doña Angustias a su marido que, después de haber sufrido el golpe de tener la cabal conciencia de que era tonto, aceptó todo lo que había sucedido como para quitarle la venda de los ojos.
Entonces dijo a su mujer:
— ¡Quejarme! – exclamó Don Roque – ¡Bueno estaría ello, cuando no acabo de dar gracias a Dios por el beneficio que me hace! Si me parece que comienzo a vivir ahora, mujer, o que soy otro hombre distinto del que fui… Vamos, que estoy en lo mío, donde me bandeo mejor que antes, sin trabas que me estorben el pensar… ni tampoco la palabra. Claro: como que me atengo a mi pobreza, sin soñar en meter la mano en los caudales del vecino pudiente, para darme un lustre que se me cae de encima…
Bueno: pues yo quisiera ahora que me fueras preparando, para cuanto antes, una entrevista con la pobre Irene…
¡Es mucho lo que yo tengo que decirla para que me perdone un poco siquiera de las amarguras que la he hecho pasar, y de la barbaridad del peligro en que la puse!… como espero que me perdones tú la parte que te ha tocado de mis cabezonadas indisculpables; sólo que contigo tengo más franqueza; y es muy natural que la tenga. ¿No es verdad, Angustias?
Aquí se nota de manera muy señalada el genio del autor.
El Don Roque Brezales que habla de esta bella e íntima manera a su mujer es realmente otro: un hombre sereno, reconciliado con la realidad, que ya no necesita buscar en ninguna parte los productos de sus fantasías por estar ya seguro de que con su ceguera casí había perdido lo más precioso que tenía.
Como él mismo dice, ya no tenía trabas para hablar ni pensar, ya no necesitaba encontrar palabras “imponentes” para justificarse; porque no necesitaba ya justificarse. Gracias al golpe recibido consiguió algo mucho más grande de lo que anhelaba.
Gilmar Siqueira
¿Les ha gustado este artículo de Gilmar Siqueira sobre la novela «nubes de estío«? Les invitamos a quedarse en nuestra página y recorrer nuestras distintas secciones: arte, espiritualidad, cine…
NO SE MARCHE SIN RECORRER NUESTRA WEB
¿quieren leer la novela «nubes de estío» de José María de Pereda? Pueden hacerlo en Biblioteca Cervantes virtual
*Se prohíbe la reproducción de todo contenido de esta revista, salvo que se cite la fuente de procedencia y se nos enlace.
NO SE MARCHE SIN RECORRER NUESTRA WEB
Marchandoreligión no se hace responsable ni puede ser hecha responsable de:
- Los contenidos de cualquier tipo de sus articulistas y colaboradores y de sus posibles efectos o consecuencias. Su publicación en esta revista no supone que www.marchandoreligion.es se identifique necesariamente con tales contenidos.
- La responsabilidad del contenido de los artículos, colaboraciones, textos y escritos publicados en esta web es exclusivamente de su respectivo autor