¿Sherlock Holmes, Conan Doyle? Seguro que esto les dice algo pero hoy vamos a hablar de otro libro, la compañía blanca, ¿se apuntan a la buena lectura?
La compañía blanca. Un artículo de Miguel Toledano
Arturo Conan Doyle es mundialmente famoso por haber creado la figura de Sherlock Holmes. Pero también escribió otras novelas que nada tienen que ver con el avispado detective. Una de ellas, de género histórico y publicada en 1891, es la que lleva por título el de este artículo.
Cuando uno comienza a leerla puede pensar que la Compañía Blanca se refiere a la orden del Císter, porque el protagonista es un alumno de último curso en Beaulieu de Hampshire, la espléndida abadía fundada siglo y medio antes por Juan Sin Tierra y que mantendría su prosperidad hasta que Enrique VIII la “desamortizase” a los diez años de amancebarse con la segunda de las hermanas Bolena (después de haberse encaprichado también de la primera).
En realidad, no es así. La Compañía Blanca fue un cuerpo militar expedicionario constituido por el papa Inocencio VI para actuar en Italia y en Castilla, a comienzos de la década de 1360. Tras batallar en Toscana a las órdenes del condotiero inglés John Hawkwood, los mercenarios volvieron a intervenir fugazmente tres años más tarde, al mando de Sir Juan Chandos, en favor de Pedro el Cruel, como vanguardia de la guerra civil española que el monarca castellanoleonés libraba contra su hermano bastardo Enrique de Trastámara y gran parte de la nobleza.
Ése es el contexto en el que se enmarca nuestro relato.
En general, se conoce como compañías blancas a las distintas fuerzas mercenarias extranjeras, incluidas las francesas que se adentraron en la Península Ibérica en apoyo contrario del pretendiente y luego rey Enrique II; así, la famosísima de Beltrán Duguesclin, quien a la postre contribuiría al asesinato del último rey de Borgoña en Castilla.
Esta obra de Doyle contiene desde su comienzo múltiples referencias religiosas: Por ejemplo, el autor reconoce “el enemigo interior que todo hombre debe afrontar”.
El latín, frente a la lengua vernácula, es “el idioma que es más acorde por su antigüedad y solemnidad para transmitir los pensamientos de dos altos dignatarios de la orden”. Benedictus dominus Deus meus, qui docet manus meas ad proelium, ed digitos meus ad bellum, proclama Sir Neil Loring, el capitán de la Compania Blanca, citando el salmo 144.
De acuerdo con la trigésimo quinta regla cisterciense, “en la presencia de una mujer el fraile debe apartar su rostro y bajar su mirada”.
Nos encontramos todavía en la época en la que el nuevo papa, Urbano VI, sigue residiendo en Aviñón con arreglo a los deseos de la corona francesa, a pesar de que toda la Cristiandad, encabezada por el arzobispo de Toledo, prepara su vuelta a la sede romana.
Aunque admira el coraje español, Doyle exagera la victoria naval inglesa en Winchelsea: según el relato novelesco, de cincuenta barcos originalmente castellanos en su travesía lanera de Brujas al Cantábrico, más de la mitad fueron apresados por los corsarios del Rey inglés y de su hijo el Príncipe Negro. En realidad, eran veinticuatro las naves castellanas, a las que en ese momento agredió un contingente británico doblemente superior.
Eduardo III también había hecho ondear la cruz de San Jorge ante las mismas puertas de París e Inglaterra controla aún, después del tratado de Brétigny en lo que se conoce como fase inicial de la Guerra de los Cien Años, importantes posesiones en el continente, hoy la zona oeste y sur de Francia.
A los musulmanes se los designa, en palabras textuales del héroe de la trama, como “los sucios seguidores de Mahoma”. Más tarde, un miembro destacado de la Compañía Blanca se refiere a ellos como “los malditos seguidores del negro Mahoma”.
El movimiento de los Flagelantes ya había sido condenado por la sede petrina, pero continúa proliferando al otro lado de los Pirineos con su mensaje de salvación sin necesidad de la Iglesia, como una suerte de preámbulo de la revolución protestante.
Doyle ambienta aquella época con el gran respeto existente por la Santa Cruz, a la que hemos dedicado el artículo anterior de esta serie. Un malhechor al que se encuentra la Compañía, antes de embarcar con destino a Francia, ha buscado refugio en una abadía. El prior le entrega un collar con una cruz, que le otorga plena inmunidad hasta que tome el camino del destierro; mas bastaría que se despojase del collar sagrado para que cualquier caballero pudiese acabar inmediatamente con su desdichada vida.
Santiago, el patrón de Compostela, es considerado por los hombres de la Compañía como el más poderoso de los santos que pueden interceder en su favor; a su protección se acogen cuando han de enfrentarse a los piratas normandos y genoveses que infestan las aguas que les han de conducir hasta Burdeos, ciudad controlada por los Plantagenet.
Desde allí se encaminan a Roncesvalles, pasando por Cardillac, San Macario, La Reola, Marmanda, Agullón y Caors. El rey Carlos II de Navarra, siempre dispuesto a cambiar de bando en su papel de bisagra, les garantizaba el salvoconducto a cambio de una importante cantidad económica sufragada por los ingleses. Junto al Príncipe Negro cabalgaban don Pedro el Cruel y don Jaime, rey de Mallorca, aliado asimismo contra Enrique de Trastámara, apoyado a su vez por el rey de Francia y su senescal Duguesclin.
Doyle realiza una caracterización negativa de Pedro I, no sólo vengativo, sino también mujeriego: “¡Carajo!”, exclama el gobernante español cuando ve a una joven, “que nos traigan a la doncella a la abadía. Príncipe Negro, hermano, te prometo que cuando seas mi huésped en Toledo o en Madrid no ansiarás en vano cualquier hija de plebeyo sobre la que te dignes posar tu mirada”.
Eduardo Plantagenet, por el contrario, es retratado con etopeya favorable, cuando responde a su protegido castellano que piensa ser fiel al juramento de fidelidad contraído con su esposa. No obstante, es bien sabido que el rey su padre mantenía en la corte de Windsor a la favorita Alicia Perrers, en perjuicio de la reina belga Felipa.
Antes de llegar a la frontera española, tiene lugar un incidente que revela tintes anglicanos en el autor Doyle. Un delegado pontificio en el camino afirma, respecto de un forajido ahorcado, que goza ya del paraíso, pues antes de la ejecución le fueron concedidas indulgencias eclesiásticas. Los ingleses lo ponen en duda y llegan a burlarse del clérigo. Éste les lanza enfurecido diversas imprecaciones, por supuesto en latín.
Mas allá de Pamplona, entre Nájera y Navarrete, tendría lugar el choque entre ambos bandos. Nunca, hasta entonces, Inglaterra había guerreado en tierras tan meridionales. Una vez más, Doyle exagera las cifras de la batalla de Nájera para aumentar la prestancia de sus compatriotas. No fueron 27.000 ingleses los que derrotaron a 36.000 castellanos, aragoneses y franceses; sino que el ejército del Príncipe Negro contó con un efectivo superior a 10.000 hombres, por sólo 2.500 soldados castellanos, 1.000 aragoneses y 1.000 mercenarios franceses.
Miguel Toledano
Domingo décimo séptimo después de Pentecostés
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