Un tema muy interesante el que nos plantea Miguel, una asignatura y un país, filosofía en Bélgica, ¿quieren saber más?
Filosofía en Bélgica. Un artículo de Miguel Toledano
Mi hija está comenzando el primer año de la licenciatura de Farmacia en la Universidad Católica de Lovaina (UCL).
A diferencia de otras universidades -y particularmente de otras universidades llamadas católicas-, la UCL mantiene un curso de filosofía en dicho primer año.
Esto, en sí, es ya una buena noticia en el panorama tecnocrático de la ciencia actual. Pero, ¿cuál es el contenido de dicho curso?
El programa consta de una introducción y siete capítulos.
En la introducción se abordan el nacimiento de la filosofía en la Grecia del siglo VI a.C., lo que no está mal, y las diferencias entre filosofía, religión y ciencia. El concepto de ciencia me temo que es el reduccionista limitado a las ciencias naturales, empíricamente demostrables, mayoritariamente adoptado a partir de los siglos XVI y XVII de nuestra era.
En consecuencia, el capítulo primero da ya un gran salto en el vacío y se sitúa en ese momento histórico, para pasar a ocuparse de las figuras de Descartes, Hume y Kant; queda eliminada así, de un plumazo, toda la filosofía clásica que va de Aristóteles a Santo Tomas de Aquino, como si ni siquiera hubiese existido. Mil setecientos años, al parecer, de minoría de edad – una infancia muy larga.
El racionalismo es presentado en sus aspectos fundamentales, pero sin crítica alguna, salvo la realizada por Kant respecto a la demostración cartesiana de la existencia divina. Es lógico: Quien no conoce la filosofía realista del siglo XIII ni el problema del voluntarismo en la discusión sobre los universales difícilmente puede explicar la deriva de Descartes respecto de sus maestros jesuitas.
El empirismo, en parte saludado favorablemente por Kant (erigido implícitamente en juez de lo correcto), es señalado con su dosis de escepticismo, frente al “dogmatismo” con el que se califica al pensamiento anterior. Kant vuelve a surgir como punto medio virtuoso entre ambos extremos y, por lo tanto, goza de una posición privilegiada en este curso destinado a los futuros farmacéuticos.
Es el pseudoclasicismo de la Ilustración, ese movimiento en el que los papas post-conciliares (significativamente Benedicto XVI) observan elementos positivos, incluso muy positivos.
Antes de terminar el capitulo un cuarto filosofo recibe el honor de ser presentado a los universitarios: Se trata de Augusto Comte, el gran sacerdote del positivismo, la extravagante religión del diecinueve ateo, saludado aquí como fundador de la filosofía de las ciencias. Tal filosofía se basa en la negación de toda búsqueda de las causas; el ingeniero, científico práctico por excelencia, debe gobernar el mundo para facilitar su progreso.
El capítulo segundo se centra en las concepciones inductivista y falsificacionista de la filosofía de la ciencia. La inducción, propia de la actividad científica experimental (analizar el experimento sensible para de él inducir una ley general), se explica por oposición a la deducción, que parte de una tesis general preconcebida para, de ella, extraer consecuencias particulares. Sin embargo, las limitaciones del método inductivo son superadas a través del “falsificacionismo” del agnóstico Popper, que subraya el concepto de hipótesis o premisa.
De entrada, pedimos disculpas a nuestros lectores por el abuso del diccionario en lo que se refiere a la palabra “falsificacionismo”; estamos hartos de las “temáticas”, los verbos “explosionar” o “visionar” y las sanas “laicidades” vaticanas, como para caer nosotros mismos en semejantes atentados a la lengua. Pero hemos preferido “falsificacionismo” a “falsacionismo” por ser traducción mas directa del francés, del cual la hemos tomado.
Por otra parte, habría que preguntarle a Popper cuál es la etimología del término “hipótesis”, pues a la vista está que es de factura griega y posee documento de identidad de edad más bien provecta, por no decir anciana. Cuando uno lee todas estas intervenciones post-modernas, tiene una aguda sensación de déjà vu, de reinventar la rueda, de que no hay nada nuevo bajo el sol aunque se quiera revestir de popperismo, falsificacionismo y demás ismos.
Pero, volviendo a Popper, resulta que advierte que la premisa puede ser falsa, por lo que arrastra la falsedad de la conclusión. Aquí se ve la duda típicamente liberal de todo, que en realidad ya estaba presente en Descartes, haciendo de tal duda un método para la explicación filosófica, con duda hasta del mismo ser. Todo lo observable es “provisionalmente” cierto, mientras una nueva experiencia no demuestre su falsedad – de ahí el titulo de falsificacionismo, una carrera continua por demostrar la negación de lo previamente supuesto como verdadero. Aunque, como corolario no exento de un cierto humor, se puede “falsificacionar” el “falsificacionismo” y señalar sus propias limitaciones.
En este contexto aparece el físico judío de Harvard Thomas Kuhn, en el capítulo tercero de nuestro programa. Utilizando un proverbio muy español, podríamos decir que Kuhn se luce a toro pasado. Echa la vista atrás a la historia de la ciencia y observa, oh maravilla, que ha habido discontinuidades.
Entonces introduce el profesor norteamericano el concepto de “paradigma”, otra idea de ancianidad helénica recuperada del baúl de los recuerdos. Cada época científica se caracterizaría, nos dice Kuhn, por un paradigma dominante. Sin duda, es un término que suena fenomenal. Cuando uno pronuncia una conferencia, si utiliza la palabra “paradigma” el público piensa que el comunicante es de lo más inteligente y que ha valido la pena pagar la entrada.
En realidad, el evolucionismo del paradigma de Kuhn es propio de un gran relativismo, pues supone que la ciencia no se acerca de manera progresiva a la verdad; al contrario, se considera mas verídico el paradigma dominante simplemente por ser, eso, dominante.
Para superar esta falta de progreso surge (capítulo cuarto) la vía del matemático y economista Imre Lakatos, otra vez judío pero en esta ocasión de origen húngaro. El profesor Lakatos eligió otro nombre para referirse al paradigma; él lo llamó “programa de investigación”, que vendría a ser el marco de referencia del trabajo de los científicos. Ese marco de referencia puede cambiar si se dan unos criterios empíricos, lo que otorga un mayor grado de racionalidad a la sucesión de paradigmas en Kuhn.
A diferencia de Lakatos, para Paul Feyerabend (que encarna otra derivación de Kuhn) el progreso científico no se debe basar en reglas metodológicas que lo coarten, sino en un “anarquismo” que no restrinja ninguna de sus posibilidades. Sí, esto del anarquismo metodológico también es una ocurrencia convincente para levantar los aplausos del aula magna o para recibir una condecoración “Princesa de Asturias” en la bella Vetusta.
Dejamos para la semana que viene los desarrollos más recientes de esta filosofía de la ciencia, con la incógnita -más que la esperanza- de si la filosofía clásica o el reconocimiento de la presencia de Dios en Su creación se haya manifestado, aunque sólo sea de forma modesta, entre los pensadores contemporáneos analizados por los universitarios.
Miguel Toledano Lanza
Domingo vigésimo tercero después de Pentecostés, 2020
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