El Rey ciervo, Cristo Rey, un artículo del Padre Diego de Jesús
Había una vez un Monarca, Origen-Único de cuanto existía, quien regaló a su Hijo un reino entero que plantó al Oriente de todos los orientes. Lo hizo y se lo dio diciendo: “tomad, esto es tu reino; rígelo en memoria mía”. Y el Hijo tomó posesión y se instaló allí, en ese Oriente más allá de todos los orientes. Y en su centro, colmado de máximo esplendor, puso su Trono, donde el Monarca sentó a su Hijo. Todo el Reino encantado lo sometió a la magia del Príncipe y nada de cuanto surcaba el cielo, la tierra o el mar era ajeno al poderío de su luz que tornaba cristalino hasta el más opaco de los polvos y turbio de los lodos. El Príncipe reinaba por el imperio de la luz; esto es, sometiendo a toda creatura de su Jardín encantado al curioso poder de transparencia.
No había en toda la comarca oriental ni hoja, ni nube, ni libélula, ni pájaro, ni ardilla, ni fruto, ni hongo, ni una sola bellota que pudiera resistirse al poder de transparencia por el cual ver una hoja, una nube, un pájaro o ardilla permitía verlo al Rey.
Tendrá poder –para los estrechos criterios humanos- quien lo ve todo y así lo controla todo; pero en verdad reina quien es visto en todo y ejerce así su señorío. Por eso, el rostro del Rey –como aguamarina o bajorrelieve- luce como moneda corriente en todo cuanto vive y respira en la comarca.
Todo tiene en el Rey su consistencia.
El cristalino cetro real que empuña el Príncipe es vara de luz, del que brotan colores y aromas, y músicas y resplandores inefables. Y al son de sus gestos se mece entre los dedos de su Mano y en cada ínfimo giro recrea la comarca completa, que vira a su ritmo en mil cambios de tonalidades. Aunque tiene todo el aspecto de una hoz, parece más la vara de un Mago, o la batuta de un músico que el bastón de mando.
Suavísima brisa de ocaso corre por los jardines encantados del infante soberano, Quien se pasea por el cerrado huerto aspirando el perfume de los recuerdos. En este curioso Principado, los recuerdos fluyen cual aromas y no proceden del pasado –pues esta Patria carece de tal – sino de incontables futuros, que no son sino brisas y destellos, céfiros fulgores que se arremolinan entre los pliegos del armiño real. Y el Rey los aspiras hondamente. Y al exhalarlos, los baña en oro y luz (pues su Aliento dora sus recuerdos) rejuveneciendo al más pretérito (por futuro) de los mementos que lembra la memoria del monarca.
Su trono es un enjoyado madero, árbol de sapiencia más antiguo que el tiempo, que conjuga en curiosa identidad la inconmovible textura de la roca con la gracilidad de una fontana cristalina en salto vertical sobre su vertiente.
Y reina victorioso desde allí, con corona en rubíes de escarlata (corona aterciopelada que en rigor parece, más que un adorno, ser la viva cornamenta del soberano).
Su paje y escudero, maleante transfigurado, ceremonial de su corte, anuncia al orbe la presencia del majestuoso soberano: ¡ábranse puertas eternas para que entre el Rey de Gloria hoy, conmigo, al paraíso de sus recuerdos! Y el hidalgo monarca, de grueso cuello y gallardo porte, cual venado de mirada profunda, cual añoso león, pasea por los bosques del palacio real con un andar calmo, solemne y demorado: su purísimo pelaje, manchado en sangre, pisa el mullido suelo de hojas y líquenes que le otorgan a su silente andar la gracilidad de un elfo ingrávido o la prestancia de un inmenso pez emperador recorriendo las profundidades del océano entre arrecifes de anémonas y lúdicas estrellas de mar.
El bosque entero, en sus incontables expresiones de vida, desde las ramas más altas de las secuoyas, o emergiendo debajo de cortezas y líquenes que alfombran el Edén, se inclinan a su paso al son de un sinfónico “digno eres de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza”. Y el anciano e infante cervatillo, revestido de púrpura, se abre paso con su regia cornamenta, y con cada hocicada parece romper sellos de mundos cerrados, que se abren en ramillete cual libros inéditos.
Y fue al séptimo sello, cuando el huerto encantado quedó en pasmo severo.
Un intenso y perfumoso aroma invadió el bosque, a su vez envuelto en un traslúcido manto de plateada neblina. Llamarlo “encantado” es bien poca cosa para acercarse al adjetivo que le hiciere justicia. Más parecían enaguas de cendal, que bruma forestal. Un haz de luz vertical descendía de entre las añosas copas bañando en lumbre un altar de oro ubicado en el centro despejado del bosque, al modo de un redondo calvero. Era un macizo altar, en cuyo centro humeaba un labrado incensario colmado de brasas incandescentes.
Pero la piedra sagrada era muy a la vez árbol de oro puro y fontana cristalina. Era sin duda aquel mismo centro del paraíso del Monarca sin Origen.
Y fue allí, en el vórtice de ese mágico calvero, que el majestuoso Ciervo Rey entregó a su Padre el Reino encantado que éste le había regalado. Por un instante su aterciopelada cornamenta pareció concentrar los mundos todos que su magia había abierto y diseminado, retornándolos todos a sí.
El ciervo se sumergió entonces en el lago de cristal ubicado justo delante del altar y árbol de oro puro. Es aquí cuando el relato pierde pie en el lenguaje humano e ingresa a la turbulenta zona de incomunicación verbal. Tal vez el último término (apofático, claro) que acerque sentido a la descripción sea “desmesura”…
El cristalino lago reflejaba todo el fuego escarlata y ambarino del altar y el firmamento, confundiéndose agua y fuego en una sola expresión de fiesta y júbilo.
El cuerpo entero del inmenso gamo quedó sumergido en fuego y agua, bruma y luz, permaneciendo sobre el espejo su hidalga cabeza y cornamenta entre medio del refulgir de cobres, bronces y destellos de azul cobalto. A la orilla del lago de cristal se fueron congregando de a poco las creaturas todas del bosque encantado, hasta rodearlo por completo. Eran incontables: miles de miríadas. Y todas portaban “las cítaras de Dios” con que entonaban el Cántico del Cordero (pues el noble alce era a la vez León y Cordero, sólo Dios sabe cómo). “Sólo Tú eres Santo” parecía ser el pedal de fondo del majestuoso Cántico polifónico.
Y el Ciervo salió de las aguas ígneas. Nuevamente un filoso e hiriente silencio se impuso en la escena. El Rey tomó su corona y colocó sus enjoyadas y esplendentes astas sobre el centro del altar de oro y con voz solemne anunció:
Tuyo era todo, oh Padre, y Tú me lo diste todo; todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío; que todo vuelva ser Uno en Ti.
Y el orbe entero irrumpió en vítores y clamores retomando con redoblado denuedo el conmovedor Cántico del Cordero.
Cae la tarde sobre el bosque encantado y se recorta sobre el horizonte la silueta del divino Cervatillo paseando con Dimas a la hora de la fresca brisa: es el Rey de reyes y Señor de señores dorando sus recuerdos con amigos del Calvero y Calvario en el Paraíso de Dios.
Oh Señor y Rey mío: ¡que pase este mundo y llegue tu Reino!
Diego de Jesús
Dominando las montañas de Tupungato está la Comunidad de Monjes del Cristo Orante, fundada en el año 1988. Esta Comunidad vive en soledad y vida fraterna, orando y trabajando, siguiendo las huellas del Cristo Orante y de la vasta tradición del Monacato
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