¿Conocen la situación actual de España con relación al Valle de los caídos, la cruz y los benedictinos? ¡Lean y asómbrense de toda esta barbarie!
San Francisco de Sales y el Valle de los caídos
El pasado lunes festejó la Iglesia universal, como cada año, la exaltación de la Santa Cruz. Es el segundo de los hitos litúrgicos dedicados al madero sobre el que padeció y murió Nuestro Señor, puesto que el 3 de mayo celebramos la invención de aquélla a cargo de la emperatriz Santa Elena.
El 3 de mayo de 1594, un joven Francisco de Sales le dedicó uno de sus más conocidos sermones, en el que en dos partes explica la importancia gigantesca de este signo para los bautizados.
Ya en la primera sección del texto, el doctor de Saboya afirma que la Santa Cruz es “la alegría de los cristianos”. Ergo su ataque ha de ser causa de nuestra tristeza.
Anteayer, el Consejo de Ministros rojo que acelera la descomposición de España aprobó el anteproyecto de Ley [?] de Memoria [??] Democrática, en cuyo título II extingue la Fundación benedictina de la Santa Cruz del Valle de los Caídos y procede a la “resignificación” del recinto “con una finalidad pedagógica”.
La palabra resignificación no está en el Diccionario de la Real Academia Española, lo que resulta en consonancia con la barbarie del gobierno rojo, que es cualquier cosa menos pedagógico.
De “ninguna otra cosa nos podemos gloriar sino de la Cruz”, dice San Francisco siguiendo a San Pablo. Ni de nuestro saber, ni de nuestro cuerpo o salud, ni de nuestra riqueza o poder.
Sin embargo, a los patrióticos socialistas les molesta la Cruz, no digamos ya que no se glorían de ella. Y tampoco se gloría quien ocupa como monarca liberal la jefatura del Estado. ¿O cuántas veces se ha acercado al monumento nacional que alberga la Cruz más grande del universo, gloria de la Iglesia española?
En descargo de Benedicto XVI cabe reconocer su visita a la Basílica siquiera siendo todavía cardenal.
Glosando a San Juan, San Francisco recuerda que el ser tan grande que era Dios mismo quiso establecer en la Cruz Su exaltación. Luego menoscabar ésta es una blasfemia, una injuria contra lo más sagrado, la peor injuria que lógicamente imaginarse pueda.
La serpentina e ignorante vicepresidente y ministra de “Memoria Democrática” (o sea, como la Ley) ha aducido que el anteproyecto obedece estrictamente a los parámetros de defensa y reconocimiento de los derechos humanos y atiende a las recomendaciones de las Naciones Unidas, el Consejo de Europa y el Parlamento Europeo. Según los representantes del gobierno de Su Majestad constitucional, la destrucción de la Cruz “no está encima de la mesa”, sino que se abre “un proceso de reflexión”.
Parafraseando a continuación a San Lucas, que se halla al pie de la gran Cruz madrileña, San Francisco indica que es la misma puerta de la gloria. Luego, no cabe la salvación sin pasar por la Cruz. La Cruz que Calvo, la profesora de derecho constitucional y sus secuaces, quieren “resignificar”. Pero, ¿qué le enseñarían a esa mujer las Madres Escolapias de Cabra?
“No ha habido jamás más profunda doctrina que la de la Cruz”, continúa en su desarrollo el luego obispo de Ginebra. Ni Naciones Unidas, ni Consejo de Europa, ni Parlamento Europeo, fuentes de confusión sin fin. Ni la Biblia de los protestantes. Ni siquiera toda la doctrina de la Iglesia junta alcanza el gran libro que es la Cruz de Cristo.
La razón es muy sencilla: El mismo Hijo de Dios aprendió de ella. Él, que todo lo sabía desde la eternidad, “aprendió” sobre la Cruz la obediencia. Por eso el gobierno de Su Majestad liberal (¡qué contradicción!) se asemeja a Lucifer, antagonista de la obediencia y de Cristo. ¡Y qué doble contradicción, que aquél que se reviste de la majestad civil represente el desdén hacia el Rey de Reyes, que vio proclamar Su gloria sobre la Cruz!
Para San Francisco de Sales, el verdadero libro del cristiano no es la Biblia, como dicen los herejes de Lutero; “el verdadero libro del cristiano es la Cruz”. San Agustín la equiparó a la Natividad; el doctor seráfico San Buenaventura la exaltó asimismo en gran modo, haciendo con San Mateo tabernáculos en las manos, en los pies y en las llagas del Crucificado.
Más bien podríamos calificar al señor de Sales como magno doctor de la Cruz; hasta el punto de que aconseja meditar sobre ella todos los días, lo más a menudo posible; y durante la noche, cuantas veces nos despertemos. Si el Salmo exige adoración del lugar donde los pies de Dios se posaron, a mayor abundamiento hemos de honrar el sitio donde todo su cuerpo reposó.
Junto a él, San Jerónimo, de quien hemos tratado recientemente en otro artículo, razona que el cuerpo de Dios encarnado regó, tiñó y penetró con su sangre preciosa el madero de la Cruz. Y San Juan Crisóstomo igualmente resaltaba la Veneración de la Santa Cruz. Rogad por nosotros, San Jerónimo, San Juan Crisóstomo y San Francisco de Sales, doctores de la Cruz.
En la segunda parte de su sermón, San Francisco justifica la Veneración de la Cruz no en sí, sino porque sobre ella nos salvó Nuestro Señor. En ella encontramos la salud espiritual o salvación, la hermosura y la fuerza, concentradas al unísono, como indicaba la leyenda INRI.
La salvación, porque Jesús quiere decir Salvador.
La belleza, porque Nazareno significa florido, adornado con las flores de todas las virtudes.
La fuerza, porque Nuestro Señor es Rey de los judíos y “todos los cristianos somos judíos e hijos de Abraham en espíritu”, sentencia el doctor de Annecy.
Por la Cruz y en la Cruz nos trasladamos del infierno al cielo. Es ésta quizás la pega principal que cabe oponer a la construcción de la Basílica de la Santa Cruz a manos de Francisco Franco: Que en semejante cementerio religioso, lugar sagrado, fuesen enterrados también quienes combatieron y murieron odiando la Religión. Es una decisión que más parece caprichosa, arbitraria, diríamos que deducida de un concepto liberal de la concordia ajeno a la ortodoxia de nuestra Fe y al derecho canónico, como si cupiese la unión de corazones o concordia sin el de Nuestro Señor.
No obstante, es de justicia reconocer al Generalísimo la erección de la Cruz mayor del orbe en el centro de la península ibérica; con independencia de las sombras que durante su larga magistratura puedan criticarse (en esto corresponde a los carlistas reivindicar abundantes justos títulos).
Y sólo por lo que la Cruz significa, como hemos visto, todos los católicos españoles, todos los católicos del mundo, deberíamos acudir en su auxilio a ultranza, ahora que su principal benefactor y hasta hace poco fiel protegido bajo su sombra ya no puede seguir defendiéndola sino con oraciones.
Por los misteriosos designios divinos, quizás los siniestros propósitos del ejecutivo rojo de mover cadáveres de un lado a otro sirva para limpiar las sepulturas cristianas sagradas de las carnes putrefactas de los condenados. O para comenzar, una vez ejecutada la conversión del recinto religioso en cementerio civil, una extraña procesión de restos del bando nacional hacia otros lugares distintos del nuevo Valle, siguiendo la misma suerte que su Caudillo.
Todo es posible en la España liberal; todo. Desde la huida de los miembros de su dinastía hasta el encumbramiento público de un personaje inaudito con coleta, pendientes y moño, pasando naturalmente por la expulsión ilegal de la comunidad benedictina (“como no puede ser de otra manera”, dice el fariseo del moño). Ante la mirada impertérrita de las autoridades eclesiásticas nacionales y vaticanas, pues de ellas no cabe esperar reacción – sino tan sólo de los pocos católicos prácticos que todavía queden, encabezados deseablemente por los tradicionalistas, vanguardia de los derechos de la religión.
Como ocurría en tiempos de Santa Elena, sobre el recinto sagrado de la Basílica se alzarán estatuas a Venus, a Adonis y a Júpiter o, mucho nos tememos, a cosas aún peores, a la altura intelectual y moral de Calvo y sus secuaces.
San Francisco de Sales nos invita, imitando a la emperatriz, a que en su momento derribemos esas figuras malditas de “resignificación”, y que volvamos a alzar la Cruz, pues en ella esta nuestra salud.
Posiblemente necesitará España, para ello, a un nuevo representante de la Majestad verdadera, a alguien que vuelva a hacer realidad la promesa de Dios al emperador Constantino y con él a todos los príncipes: “Por este signo vencerás”. Cuando España y sus gobernantes fueron fieles a la Cruz, vencieron por ella; cuando le somos traidores, a la vista está lo que merecemos y lo que aún nos queda por llegar.
Miguel Toledano
Domingo décimo sexto después de Pentecostés
Este articulo está dedicado a mi suegro, que nació en el día de la Exaltación de la Santa Cruz de 1934; a mi tío Juan Ignacio de la Cruz de Lucas Diago (q.e.p.d.), natural de Fuenterrabía, como homenaje de caridad y oración por su alma; y a todos los españoles que portan el glorioso nombre de Cruz, encabezados por el Excmo. Sr. D. Cruz Martínez Esteruelas, maravilloso ministro que fue de España, opuesto a los que ahora humillan ese honor, y maestro de las generaciones siguientes de dignos Abogados del Estado.
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