Tras el paréntesis estival, es preciso retomar el interés de Marchando Religión por la crítica de la teoría de género realizada, desde su Hungría natal, a cargo del doctor Gergely Szilvay, la cual ya ha sido objeto de comentarios precedentes en esta misma serie y cumple ahora culminar.
El capítulo 14 de su obra está dedicado a la defensa del concepto clásico de familia. Estirar dicho concepto hacia otros modelos, tales como las familias monoparentales, las de un único hijo o sin hijos, las de padres divorciados o las vulgarmente conocidas como “arco-iris” provoca el vaciamiento de la institución familiar.
En el concepto clásico, el padre y la madre ejercen funciones diversas, correspondientes a su vez a las respectivas diferencias genéticas, hormonales, cerebrales y psicológicas que van mucho más allá de la simple anatomía. Por ello, el matrimonio entre personas del mismo sexo es un absurdo antropológico, el cual, además de vulnerar el orden natural, entraña consecuencias para los niños. Lo que se defiende actualmente como progreso supone, en realidad, un declive sin paliativos.
A la hora de trazar el origen del pensamiento anti-familiar, el doctor Szilvay sitúa, junto a Rousseau, Hume, los pensadores de la Revolución Francesa, Marx y Hegel, a Erasmo de Rotterdam; algunos católicos incautos, emponzoñados en su ignorancia por la ideología liberal, sitúan el humanismo llamado cristiano en la órbita ideal de sus píos quehaceres. Y conste que Erasmo nunca abandonó formalmente la Iglesia.
El denominador común de todos esos falsos pensadores consiste, según recuerda el doctor Szilvay, en ignorar la finalidad de la institución familiar para enfatizar la libertad individual a la hora de conformar la familia. A nadie se le escapa que, llevado a sus consecuencias el principio liberal, resultarían aceptables las mayores perversiones sexuales. Hace muy bien nuestro autor al concluir que le corresponde a la contrarrevolución lograr la reaparición de la verdadera familia.
Por su parte, el capítulo 19 versa sobre la supuesta igualdad entre hombres y mujeres; que no resiste el contraste científico, toda vez que los neurobiólogos pueden detectar, con una exactitud que oscila entre el 70 y el 95 por ciento, si un cerebro es de hombre o de mujer, al presentar respectivas diferencias de tipo estructural, químico, genético, hormonal y funcional.
Incluso con un solo día de vida tras el parto, niños y niñas ya presentan significativas diferencias de actitud. En la edad adulta, tales desigualdades no hacen sino incrementarse, de forma particular en países desarrollados, tales como los pertenecientes a la Unión Europea y los Estados Unidos de América, al contrario de lo que cabría pensar, pues precisamente en éstos dominan ideologías que pretenden imponer una supuesta igualdad sexual.
Entre muchos otros elementos, los hombres generalmente demuestran un instinto sexual más acentuado que las mujeres; éstas resisten con mayor facilidad la tentación para realizar acciones prohibidas, aunque utilizan el cotilleo malicioso con el fin de lograr el ostracismo de terceros. Los hombres se interesan por desempeñar profesiones realistas (86 por ciento), mientras que las mujeres destacan en trabajos artísticos o sociales (73 por ciento).
El capítulo siguiente explora los orígenes filosóficos de la teoría de género, localizándolos nada menos que en Renato Descartes y en Manuel Kant. Descartes negó todo propósito al mundo creado, incluido el hombre, su cuerpo y su sexualidad, inaugurando así la llamada “modernidad” científica. Por su parte, Kant inventó un concepto moderno de dignidad humana basado en la personalidad, separado del cuerpo y la sexualidad.
El último capitulo desarrolla la revolución antropológica desatada por ambos pensadores y sus seguidores. Como la verdad y la realidad no pueden ser objeto de verdadero conocimiento -no, al menos, respecto al propósito de dicha realidad-, todo el mundo ha de poder vivir con arreglo a sus propias convicciones.
Por tanto, todo orden de moralidad externo resulta, en definitiva, opresivo y restrictivo, a no ser que sea fruto del mero acuerdo entre partes. No hay Dios y el hombre es dios de sí mismo, en tal escenario. Marx y Engels dan una nueva vuelta de tuerca a Descartes y los ilustrados, tratando de liberar al hombre de sus opresiones históricas; hasta las familias y los padres pretenden imponer aquel modelo históricamente opresor, buscando un sentido al mundo donde no lo hay. Con cartesiana animadversión hacia las funciones corporales se concibe incluso al cuerpo como el último tirano del que es preciso liberarse.
Le corresponde al Estado habilitar la liberación de tales estructuras opresoras; en los aspectos más directamente relacionados con la sexualidad, es preciso defender el amor libre y la experimentación a gusto del individuo. El mismo lenguaje puede ser opresivo, de lo que se deduce su necesidad de análisis, transformación y liberación – de ahí la famosa corrección política y las leyes, administrativas e incluso penales, que condenan el llamado “discurso de odio”.
Miguel Toledano
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