«La acedia es más que una sencilla pereza, es una tristeza ante el ser, una desesperación de la propia existencia, que rechaza el llamado más elevado de la vida».
Es decepcionante cuando, encantados por un libro, nos deparamos con una película “adaptada” que nos defrauda. Algunas adaptaciones son reducciones de la obra original, cuando no la distorsionan por completo. Para mi sorpresa, algo completamente diferente pasa con la película El Séptimo Pecado, adaptación de la novela El Velo Pintado, de William Somerset Maugham.
Se trata de una película que eleva la historia original. Pero diré más de ello adelante. Por ahora, quiero hablar del título. The Seventh Sin es un título que me llamó la atención de inmediato; en realidad, conocí la película por él, antes de saber que adaptaba a una novela de Maugham. ¿A qué se refiere el título? Bueno, el séptimo pecado es la acedia, aquella pereza espiritual mezclada con tristeza.
Pero, buscando en internet, no he podido encontrar ninguna información de que los dos directores – Ronald Neame y Vincente Minelli – ni el guionista – Karl Tunberg – fueran católicos. Una hipótesis aventada era de que el título aludía a una serie de películas realizadas en la década de 1920 sobre los pecados capitales. En la lista de esas películas, sin embargo, la gula aparece como el séptimo pecado (expresión que titula la última película de la serie). Pero la gula no tiene relación con la historia que nos ocupa.
Entonces, ya conociendo el enredo por la lectura de la novela de Maugham, decidí tomar la acedia como clave interpretativa de El Séptimo Pecado. Creo no haberme equivocado, porque los cuatro personajes centrales de la historia son acosados de ese mal, y, lo mejor de todo, lo superan al final. Lo hacen de una manera como no aparece en la novela de Maugham.
Antes que nada, debemos entender que «la acedia es más que una sencilla pereza, es una tristeza ante el ser, una desesperación de la propia existencia, que rechaza el llamado más elevado de la vida», como escribió Josef Pieper. Siendo, también en la expresión de Pieper, «la negación de la misma alegría de existir», la acedia a menudo se manifiesta como autodesprecio, es decir, el odio hacia uno mismo. La pareja protagonista – Walter y Carol Carwin – no puede amarse porque, en primer lugar, ambos se desprecian a sí mismos.
Pero la acedia, como ya había dicho Evagrio Póntico, tiene unas cuantas manifestaciones. Creo que podemos ver cuatro de ellas en la película: en Walter, el autodesprecio y el resentimiento; en Carol, el autodesprecio y la vanidad; en Waddington, la fuga del amor; y en la Madre Superiora, el activismo de la fuga.
Empecemos por ver a ese pecado en los personajes principales, en la pareja. La primera escena de la película es una tomada de cámara del tocador de Carol, más concretamente de una muñeca muy ataviada que lo adorna. A medida que la cámara se aleja, vemos joyas, cepillos para el pelo y un gran espejo; cuando la cámara se aleja más, vemos ropas en el suelo. Primero, ropas de mujer; luego, ropas de hombre. No tardamos en saber que Carol está con Paul, su amante, y no con el marido.
Tampoco tardamos en descubrir, por palabras de Carol, que ella desprecia a Walter. Está enamorada de Paul, quien en un primer momento satisface a su vanidad. El problema del adulterio no es un misterio en la película. Walter lo descubre pronto y, siendo un hombre taciturno y vengativo, le da alternativas a su esposa: le concedería el divorcio sin escándalo si el amante, a su vez, se divorciara de su esposa para casarse enseguida con Carol; o bien ella tendría que acompañar a Walter en un pueblito chino acosado por la epidemia de cólera.
Walter sabía que Paul no dejaría su mujer por Carol. Humillada tras hablar con el amante y desilusionada por no ser amada, Carol se va con Walter. El viaje es una venganza de Walter: venganza contra Carol, claro, pero también contra él mismo. Walter quería destruirse por no ser amado por su mujer, a quien amaba. Walter manifiesta la faz resentida del autodesprecio, de alguien que se odia tanto al punto de no querer existir, de desear incluso apresurar la propia destrucción.
Precisamente en el pueblo entran en escena los dos otros personajes a que he aludido: Waddington y la Madre Superiora. Waddington es un inglés, como Walter, que dice no poder abandonar el pueblo (después sabemos por qué). Parece, al principio, cínico y superficial. Pero poco a poco vemos su profundidad y la preocupación que tiene por Carol y Walter. Entonces pensamos que es casi una copia del personaje de Maugham, pero va más allá. Bajo la capa del cinismo y la superficialidad, Waddington es un hombre auténticamente caritativo. Lo es con las hermanas del convento católico – sin ser él mismo católico – que están en el pueblo.
Y también lo es con su mujer. Porque descubrimos, junto a Carol, que Waddington está casado con una mujer china. Ella es la verdadera razón por la que no abandona el pueblo aun en medio de la epidemia. Ella es la razón para que Waddington, lo nota Carol, haya dejado de huir del amor. Otra característica de la acedia es precisamente la fuga, la huida del que nunca se cree digno del amor gratuito. Waddington encarna, a los ojos de Carol como a los nuestros, alguien que por fin acepta el amor.
Por Waddington Carol conoce a la Madre Superiora del convento, una mujer a quien no creía poder acercarse. Pero resulta que la Madre, noble francesa en la novela de Maugham, es todavía más noble en la película. Es una mujer que, vaciada por los falsos placeres del mundo, decidió hacerse monja. Pero su decisión inicial, como lo cuenta a Carol, había sido una fuga; una fuga del vacío. He aquí otra característica de la acedia. Sólo haciendo frente a su vacío fue capaz de aceptar su vocación.
Waddington y la Madre Superiora, que conocieron y lucharon contra la acedia, son los guías en el camino de Carol. Viéndolos, empieza a ver a su marido por los ojos de ellos. Walter, mientras tanto, se desloma para cuidar a los enfermos. Es un acto paradójico de autodestrucción y, a la vez, el canto de cisne de su bondad, el último testimonio de su amor.
Carol, por primera vez, siente haberle hecho sufrir. Pero Walter quiere más: quiere ser amado por su mujer, quiere ser amado como la ama. Carol no lo puede. No lo podía en aquel momento. La pareja empieza a acercarse de una manera ambigua, hasta que Walter cae víctima del cólera. ¿Había logrado destruirse al fin?
Sus últimas palabras, como las de la novela, parecen indicarlo: «el perro fue el que se murió». En la novela, sabemos que esa frase es un verso, el último verso de una elegía escrita por Oliver Goldsmith. Pero, en la película, sabemos más. Carol, sintiéndose culpable por creer que Walter había muerto desesperado y resentido, cuenta a la Madre Superiora las últimas palabras del marido.
La Madre las interpreta de una manera que no está en la novela; de una manera que yo no había alcanzado al leer el poema de Goldsmith. El poema, explica la Madre, cuenta la historia de un hombre bueno, un hombre tan bueno que era admirado por todos. Un día, presa de la rabia, su perro lo mordió y el hombre cayó enfermo. Pero, para sorpresa de todos, el hombre recobró la salud y «el perro fue el que se murió». Murió, agrega la Madre, por el remordimiento de haberle hecho daño a quien más amaba. Walter estaba arrepentido. En los últimos momentos de su vida, se había liberado del resentimiento, se había liberado del autodesprecio orgulloso.
En la novela, la protagonista, aparentemente transformada, vuelve a Hong Kong. Pero tristemente cae otra vez en las garras de su amante. La película, sin embargo, concluye con la despedida de Carol y Waddington. Ella dice a su amigo que, a pesar de todo, su casamiento fue bueno. Ya era otra mujer.
Pero dice más. Y lo dice de una manera tan sencilla como conmovedora: «Por primera vez empiezo a gustarme a mí misma». Carol también se liberó del autodesprecio. Se liberó de la acedia. Así El Séptimo Pecado realiza un hecho extraordinario: elevar la historia contada en la novela.
Gilmar Siqueira
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