Como estatuas de sal

«En el caso de que veáis alguien cercano caer en pecado, pensad en todo lo que hizo y todavía hace de bueno, y muy a menudo percibiréis, examinando detenidamente vuestra propia conducta, que esa persona es mejor que vosotros. Dios no examina el hombre en partes». San Basilio. Sermón sobre la humildad.

En la novela Los Campesinos, de Reymont, hay una escena en que Jagna, una muchacha de Lipce, es cobardemente atacada por varias personas del pueblo. Jagna había cometido errores grandes – pecados públicos – y los que la atacaron aprovecharon para desquitarse en ella todos sus rencores, frustraciones, cansancio, rebeldía y miedo. Jagna, la pecadora pública, se convirtió en la vía de escape para todas las pasiones cobardemente ocultadas por los habitantes de Lipce a lo largo del año. El narrador cuenta que, un día antes del ataque, el cura se enteró de lo que pasaría y escurrió el bulto. Sin Nuestro Señor – figurativamente hablando, claro está – había que elegir otra víctima, aunque imperfecta, para el sacrificio que en apariencia apaciguaría a las pasiones.

La novela de Reymont transcurre a lo largo de un año en el pueblo polaco de Lipce durante el siglo XIX. Por lo que alcanzamos a saber, los escándalos públicos no son ninguna novedad. Creo no exagerar si digo que seguirán pasando. La especificidad de nuestra época es que, gracias a los medios de comunicación, algunos escándalos locales se vuelven públicos y de la noche a la mañana todo el mundo los comenta. No me refiero a los escándalos políticos o económicos, sino más bien a aquellos cuyas consecuencias los sufrirán las personas que están más cercanas a ellos. Hay, por parte de quienes nada tienen que ver con el suceso, una curiosidad morbosa por los detalles (que aumenta a medida que el escándalo sea más escabroso) y una disposición a opinar y condenar. Una disposición a murmurar.

La murmuración, que encuentra salida tanto en las redes sociales como en otros medios, suele ser manifestada públicamente por la indignación contra las personas involucradas en el escándalo. Pero, si el escándalo además tiene características muy íntimas, a la indignación la acompaña la curiosidad morbosa a que me refería; a la pregunta “¿cómo ha podido hacer semejante cosa?” la sigue el interés por los detalles, por saber cómo ha pasado todo, qué han dicho las personas involucradas, qué impresión tendrá el fulanito que hizo pública la “noticia”. Las oleadas de indignación se parecen más a una coartada para hablar cada vez más de la misma cosa.

Coartada o no, la indignación crece por el conocimiento de los detalles. La necesidad que cada persona tiene de dar a conocer su indignación, de participar en los comentarios rabiosos que muchos otros ya están haciendo, es una necesidad de condenar. De una manera distorsionada, la rectitud de carácter se convierte en apariencia: seré recto si me uno a los indignados, a los que rasgan las vestiduras. Porque, claro, yo no sería capaz de hacer lo mismo; a mí no me podría pasar algo semejante. Pero ¿es así en realidad?

Las condenas en redes sociales, a menudo dirigidas a gentes desconocidas, no son las únicas que hacemos. La escena de la novela de Reymont es un ejemplo de lo que ya solemos hacer en menor escala y que creció gracias a los medios de comunicación. Hay, sin embargo, otras oleadas de indignación y curiosidad morbosa a las que nos entregamos en acontecimientos de los que casi nadie se entera: en las pequeñas – por así decir – tragedias personales, en los escándalos que no ultrapasan los límites de la familia o de los amigos.

Las personas que nos hacen más daño son las más cercanas, las que amamos. La apertura del amor es, a la vez, la disposición de entrega y la vulnerabilidad ante el amado. Se puede decir que, paradójicamente, las personas que amamos y nos han hecho daño son al mismo tiempo las que nos han hecho más bien. Para colmo de la paradoja, a veces los bienes vienen mezclados al dolor causado por los daños. ¿Cómo vivir con semejante contradicción? No parece posible. Cuando suceden tragedias personales cuyos efectos sentimos duramente, nos preguntamos cómo ha sido posible que esa persona amada haya actuado de tal o cuál manera, cómo no se ha dado cuenta de lo qué hacía, cómo no supo anticipar las consecuencias que sus acciones traerían a los que la aman.

Mezclada a la rabia aparentemente motivada por el agravio, también le damos lugar a la curiosidad morbosa. Sin un punto de reposo, queremos o bien justificar a quien nos ha dañado o bien proferir una condenación irrevocable; creemos tener el derecho de conocer sus razones o sinrazones – para el caso es lo mismo. Pretendemos – ¿nuestra herida nos lo autorizaría? – revolver los meandros de aquél corazón cuyos movimientos pensábamos conocer y de alguna manera poseer. Demandamos una explicación por la falta cometida. Si la persona no es capaz de dárnosla – como suele suceder –, la buscamos por nuestra propia cuenta, rememorando cada palabra y acontecimiento hasta llegar a la raíz de su perversidad. La falta ajena se convierte así en nuestra obsesión.

Jean, personaje de la novela La Farisea, de François Mauriac, tuvo una experiencia como la que describo. Herido en lo vivo por su madre, intentó juzgarla entre el encono y el cariño. Como no encontraba explicación definitiva para el daño que la madre le había hecho, sufría más. El Abate Calou, sacerdote encargado de la educación de Jean, le dijo lo siguiente:

—No hay por qué intentar penetrar en la vida de los seres a pesar de todo: no olvides esta lección. No hay que abrir la puerta de esa segunda ni de esa tercera vida que sólo Dios conoce. Jamás se debe volver la cabeza hacia la ciudad secreta, hacia la ciudad maldita de los otros, si no quiere uno convertirse en una estatua de sal…

Cada vez que nos dejamos llevar por la curiosidad morbosa excitada por un escándalo público, cada vez que nos sumamos a la oleada de indignación, volvemos la cabeza – tal vez de manera displicente – a la ciudad secreta de los otros. Pero también la volvemos cuando hacemos de los pecados cometidos por quienes amamos una obsesión; y ahí de manera deliberada. Volvemos la cabeza a su ciudad maldita, a una parte de sus vidas que no podemos conocer y que intentamos explicar, reducir, condenar. Obsesionados por los pecados ajenos, nos creemos justificados en buscar sus causas, orígenes y esperar sus consecuencias. Sin saberlo nos ponemos como estatuas de sal.

Como dijo San Basilio en su sermón sobre la humildad, Dios no examina el hombre en partes. Pero nosotros sí lo hacemos y tomamos las escasas partes que percibimos por el todo; miramos con ojos curiosos o enconados a la ciudad maldita de los demás a punto de ponernos como estatuas de sal. No sólo no escurrimos el bulto, como el cura de Lipce, sino que nos arrogamos el papel de quien condena y ejecuta a la sentencia. Con la mirada en la ciudad maldita de los demás, pretendemos remediar todas las culpas; pretendemos, aun sin saberlo, remediar nuestra propia culpa, como los habitantes de Lipce hicieron con Jagna. Volver la cabeza a la ciudad maldita de los demás nos hace olvidar que también tenemos la nuestra, que una víctima – ésa sí perfecta y sin ninguna culpa – se entregó a las oleadas de indignación y pasiones reprimidas para rehacer a todas las ciudades malditas.

Gilmar Siqueira

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Author: Gilmar Siqueira
Feo, católico y sentimental