¿Les apetece que les hablemos de divorcio? No se asusten, es una novela de Paul Bourget y nuestro Toledano nos adentra en el mundo literario
Un divorcio. Un artículo de Miguel Toledano
Paul Bourget es uno de los tres escritores católicos franceses conocidos como las tres bes; los otros fueron René Bazin y Henry Bordeaux. Miembros todos ellos de la Academia, a menudo se los desconoce a pesar de su indudable calidad porque se mantuvieron fieles a la tradición y al magisterio, viéndose así preteridos en favor de los liberales Stendhal, Balzac o Zola.
En 1904, Bourget publicó “Un divorcio”, novela ambientada en el París posterior a la ley de separación de las Iglesias y del Estado de la III República; esa famosa norma, además de expulsar a los religiosos de sus propiedades inmobiliarias, preparó el terreno a la ampliación del divorcio para permitir a las mujeres adúlteras casarse con su amante.
En este contexto se desarrolla la trama: Gabriela Darras, dama perteneciente a la alta burguesía, acude al P. Euvrard, del Oratorio de san Felipe Neri. Gracias a la primera comunión de su hija Juana, que ha de tener lugar en el plazo de tres semanas, la Sra. de Darras ha recuperado íntegramente la fe y ansía confesarse y recibir la Eucaristía. Sin embargo, existe un obstáculo que impediría absolutamente al oratoriano conceder la absolución a su visitante: Juana es hija de un segundo matrimonio civil, celebrado tras el divorcio del primero con el conde de Chambault. El sacerdote, para aceptar la conversión de la mujer, le exige apartarse de Alberto, su esposo a los ojos de la República, pero cómplice de concubinato según la ley divina.
Gabriela propone como solución la anulación canónica del matrimonio, fundada en el hecho de que su marido era alcohólico y violento tanto con ella como con Luciano, hijo de aquel primer enlace. Mas el clérigo responde, de forma ponderada, que cabría si acaso la separación, pero no la anulación del sacramento – únicamente es posible la declaración de nulidad de aquellas uniones que hubiesen sido defectuosas en origen, lo que no es el caso.
De vuelta al hogar, Alberto le explica un extremo desagradable: Por primera vez desde su unión, se ha tenido que enfrentar a Luciano. No por un asunto religioso, ya que el ingeniero ateo no haría un problema de lo que tanto él como el joven, educado igualmente en la filosofía moderna, estiman simple superstición. Sino porque sospecha que su hijastro ha dejado la carrera de derecho tras arrejuntarse con una estudiante de medicina que, además, es madre soltera. Aunque el incidente no parece poner en cuestión el amor de Alberto por Gabriela, ésta percibe en su propio hogar uno de los riesgos de los que el P. Euvrard le advirtió: los conflictos que pueden surgir entre los hijos habidos del matrimonio legítimo y los concubinos.
Por su parte, Luciano queda profundamente herido por los pensamientos de su padre “legal” y decide visitar de inmediato a su amada, Berta Planat, en su casita del barrio latino. Se puede decir que su relación con ella era platónica, toda vez que Berta sólo lo trata como amigo y compañero universitario. Cuando confiesa que, en efecto, antes ya se había entregado a otro hombre, fruto de cuya relación nació un pequeño, Luciano se siente hundido. Berta le explica que su honor no está en juego puesto que, con arreglo a su educación republicana radical, éste se compromete allí donde libremente ella consiente, sin necesidad de matrimonio; y el padre de su hijo la engañó con ánimo de aprovecharse. Luciano comparte un credo igualmente kantiano, predominante ya en la universidad francesa, pero su primera reacción es de desesperación, aun sabiendo que su amor hacia Berta es correspondido por ella.
A las cuarenta y ocho horas, Berta y Luciano se comprometen. Él está seguro de que su padrastro aceptará la unión cuando conozca los verdaderos sentimientos de su novia. Sin embargo, Alberto se niega, aduciendo que la Srta. Planat ya tiene un hijo derivado de su primera relación. El conflicto entre Luciano y su padrastro resurge en toda su aspereza: ¿Acaso no ocurrió lo mismo cuando él desposó a Gabriela? Una vez más se ponen de manifiesto las debilidades familiares que entrañan el divorcio y su supuesta disolución del vínculo.
Alberto se considera insultado por Luciano y se dirige súbitamente a Gabriela; ésta confiesa su fe, ante la sorpresa de su segundo marido, que no acierta a comprender cómo su matrimonio puede ser nulo de pleno derecho. Aquí resalta el autor las complicaciones derivadas de las uniones mixtas en las que uno de sus miembros no es católico.
Luciano sale del hogar familiar. A los cuatro días, Gabriela recibe una carta procedente del notario representante de su primer marido. Nuevamente se materializa la funesta advertencia que le había hecho el P. Evrard: Por más que los hombres quieran deshacer lo unido por Dios, esas sombras del pasado regresarán inevitablemente.
El jurista se persona en casa de los Darras. Trae la autorización del padre de Luciano para que éste contraiga nupcias, si así lo desea. Otra vez se concretan los vaticinios del sacerdote, teniendo en cuenta que incluso después del divorcio es el primer marido quien puede determinar la suerte de su hijo. Alberto, convencido de que si se empeña logrará evitar la unión del joven con la Srta. Planat, decide presentarse en casa de Chambault.
El estado de salud de éste ha empeorado significativamente, por lo que Darras no consigue acceder a él. A su cuidado se encuentra Berta, que con energía explica que ella no ha hecho nada de lo que en conciencia deba arrepentirse. Cuando llega Luciano, vuelve a comprobarse otro de los augurios del P. Evrard: No importa que el joven se hubiese educado a los cuidados de su padrastro; a la hora de la verdad, se desviviría por su verdadero padre, aunque en el pasado éste hubiese sido un degenerado de todo orden.
Entretanto, Gabriela teme por la salvación del alma de su primer marido. No queriendo forzar las creencias de Albert, se propone pedir al día siguiente al P. Evrard que administre el viático al moribundo. No obstante, Chambault fallece esa misma noche. Sabiendo que ella, como su legítima mujer, era la única llamada a asistirle espiritualmente, no puede evitar un insoportable complejo de culpa por su perdición eterna. El yugo indestructible de su alianza se torna contra ella en esa circunstancia dramática.
Afortunadamente, llega a saber por Luciano que Chambault murió en gracia de Dios. En consonancia con la fe que nunca perdió, decidió arrepentirse en el último momento y llamó a un sacerdote para salvar su alma. Además, le pidió a su hijo que, al volver a casa, trasladase a su madre una sentida petición de perdón por cuanto le había hecho sufrir; Gabriela responde con misericordia, transmitiendo al hijo una sensación de definitiva tranquilidad por la memoria del difunto.
No obstante, Luciano expone a su madre el más firme propósito de abandonar el hogar familiar. Constituyen la razón principal de este anhelo las violencias provocadas por su padrastro y una sensación de que el segundo marido siempre se interpondría, aun con la mejor voluntad, en el amor entre la madre y el hijo. Estos efectos retardados del divorcio provocan en Gabriela una nueva y profunda pesadumbre, unida a la desazón que le produce saber que Luciano y Berta vivirán en unión libre, de acuerdo con sus erradas convicciones.
Por otro lado, con la muerte de Chambault desaparecía el impedimento para que Alberto y su esposa recibiesen el sacramento del matrimonio. Lamentablemente, el Sr. Darras se lo niega a Gabriela, argumentando que un ateo coherente como él no debe prestarse a tal juego. La disparidad de ambos provoca un último paroxismo en la crisis de la pareja; ella se siente obligada a salir de un hogar no santificado por Dios. Por su parte, Alberto la amenaza con tomar el control exclusivo de la pequeña Juana y apartarla de la fe.
La madre, desesperada, decide buscar la mediación del P. Evrard, que reaparece al final de la historia. Con la autoridad moral que le confiere su ministerio, el sacerdote de Cristo aconseja a Gabriela que retorne con Alberto, pues se trata de un caso de ignorancia invencible por parte del ingeniero: actúa con recta intención, impulsado por su increencia propia del naturalismo imperante. El amor, con el tiempo y la perseverancia religiosa de la esposa, harán el resto. Para ella, el divorcio habrá resultado no una liberación, sino más bien todo lo contrario, una prisión hasta que ese ansiado consentimiento se produzca un día ante el altar.
La literatura francesa denomina a este tipo de obras novela de tesis, pues gira en torno a una idea que se propone demostrar. Bourget, siguiendo los pasos del vizconde de Bonald (al conde de Maistre lo cita también), argumenta contra la extensión del divorcio, que la ley ya había admitido -recordemos, por ejemplo, que Bonaparte inauguró el nuevo Código de 1810 con su propia disolución matrimonial-. La sociedad de la época todavía lo veía con malos ojos; hizo falta, pues, más de un siglo a fin de que nuestros vecinos lo aceptasen mayoritariamente. En España apenas bastaron seis años, tras la era de Franco, para que lo importase el gobierno democristiano.
Finalmente, es de destacar que el asunto de la admisión a los sacramentos en nombre de los divorciados en nueva cohabitación se planteó recientemente al hilo de la exhortación apostólica “Amoris laetitia”, de 2016. La ley divina no cambia. A quienes tengan dudas, les recomendamos la lectura de “Un divorcio”; aunque yo he manejado un ejemplar en idioma original de 1904, la audiencia de Marchando Religión puede encontrar una traducción a la lengua española publicada en diversas ocasiones e igualmente acceder a su texto en internet en este enlace.
Miguel Toledano Lanza
Domingo primero de Cuaresma, 2021
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