D. Vicente nos acerca a los Evangelios para mostrarnos lo que debe ser nuestra vida a imagen de Jesús, rechacemos el tener envidia a los demás
¿Vas a tener envidia porque yo soy bueno?
Si ellos me preguntan: “¿Cuál es su nombre?, ¿qué les respondo?”. Dios dijo a Moisés: <<” Yo soy el que soy”; esto dirás a los hijos de Israel: “Yo soy” me envía a vosotros., leemos en el libro del Éxodo1.
La comunidad cristiana a la que dirige san Mateo su Evangelio, estaba conformada, de modo mayoritario, por gentes procedentes del judaísmo. Se trataba de hijos de Abrahán, herederos de las promesas de Dios al santo Patriarca, que constituía un motivo de orgullo para ellos. Sin embargo, pronto se unieron a ellos fieles procedentes de la gentilidad, sin conexión alguna con la nación y religión judía, y que eran mirados con cierto desdén por los judeocristianos. Estos creían que, por su origen, habrían de recibir una mayor recompensa de Dios que los gentiles, últimos en ser llamados al camino de la salvación. El resultado de esta actitud fue la división y las envidias en el seno de la comunidad cristiana de Mateo, que necesitaba, en el momento de la persecución de unidad y cohesión.
A través de la parábola de la viña Jesús enseña que la lógica de Dios no tiene nada que ver con la del hombre. Frente a los que se creían en el derecho de recibir más de Él por su origen, Jesús manifiesta la liberalidad y justicia del Padre a la hora de llamar a la salvación y conceder sus gracias y dones a los llamados. Con la paradoja añadida, escandalosa para los judeocristianos, de que ellos, los primeros que fueron llamados por Dios a participar de su Reino, iban a ser, por su incredulidad y dureza de corazón los últimos en alcanzarlo; mientras que los gentiles, apartados de la Alianza por los judíos y llamados a ella por Jesús en la plenitud de los tiempos, habrían de ser los primeros en acceder a él: ¿Es que no tengo libertad – dice el Señor – para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener envidia porque yo soy bueno? Así los últimos serán primeros y los primeros, últimos.
El objeto principal de la doctrina sagrada es la de dar a conocer a Dios, y no sólo como es en sí mismo, sino también en cuanto es principio y fin de todas las cosas, y especialmente de la criatura racional, nos enseña santo Tomás de Aquino2.
La principal función de la enseñanza de la doctrina cristiana, ya sea teológica o catequética, es dar a conocer al cristiano quien es Dios. Ciertamente, esto tiene sus limitaciones, pues Dios es, ante todo, un misterio insondable, del que desconocemos más de lo que podemos conocer. Ello, sin embargo, no es excusa para que no intentemos una comprensión racional del mismo, porque, como pone de manifiesto nuestra propia experiencia, nadie ama aquello que no conoce. Por lo tanto, si para amar a una persona, procuramos conocerla, y aun así sigue siendo un misterio, para amar a Dios debemos profundizar en aquellas vías que posibilitan su conocimiento.
Ahora bien, debemos tener cuidado a que vías recurrimos para acércanos a este misterio, pues, dependiendo de ellas, obtendremos una u otra idea de Dios. Y es que, por desgracia, algunas de ellas han creado una imagen distorsionada de Él, que muchas veces es una proyección de nuestros deseos y necesidades. Desprendiéndose de la Revelación, no pocos intelectuales nos han fabricado un dios a la nuestra medida, que poco o nada tiene que ver con el Dios misterioso y cercano que se ha revelado en la historia. Este “dios”, que sin darnos cuenta puede ser al que adoramos, se nos presenta como un terapeuta, un supervisor moral, predecible y domado por el hombre. Un “dios” que nos sirve para hacernos sentirnos bien, que no nos incomoda, ni nos provoca, ni pone en tela de juicio nuestra moral, edificada sobre nuestras propias apetencias. Dios se convierte así en un producto de consumo, que va cambiando según la estación, la oferta y la demanda. Un” dios” así ni estremece, ni fascina ni atrae, y es muy difícil que alguien sea capaz de entregar su vida por él.
Frente a este “dios” anodino, existe otro, aquel que conocemos a través de la Revelación, y que nos resulta ya más incómodo, pero al mismo tiempo fascinante. Es el Dios de Abrahán, de Isaac, de Jacob, de Moisés, de Jeremías y de Pablo; el Dios salvaje, contradictorio, impredecible y misterioso que, en las páginas de la Escritura, se nos revela como Creador, Juez, Señor de la Historia, Padre amoroso, Señor de los Ejércitos, Consuelo de los abatidos, defensor de los huérfanos y de las viudas…, al que su Hijo llama “Abba” y al que clama en la cruz en su último suspiro. Es el Dios que me fascina, que me atrae y que me estremece, porque ante Él me siento pequeño e insignificante, pero para el que soy la cumbre de su Creación y el ser más especial de todo el Universo. Y por este Dios sí que vale la pena entregarlo todo, hasta la vida, porque ha sido Él, y no el que nosotros nos fabricamos, el que me ha creado, redimido y santificado, entregados a sí mismo en nuestras manos para ello. Este es el Dios de Jesucristo, el de María, el de Pablo, el de Pedro, el de los Padres de la Iglesia, el de los mártires…, y no hay otro que pueda salvarnos.
Señor y Dios nuestro, misterioso e inefable, que en tu Hijo has revelado el misterio de tu amor; eleva con tu gracia nuestras mentes y nuestras almas, para que podamos conocerte y amarte en esta vida, en espera de ver tu gloria en la eternidad. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amen.
Rev. D. Vicente Ramón Escandell Abad
1 Ex 3, 13-14
2 ST I, 2
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