Algo que quizás desconocemos: el orgullo es pecado.
¡Pero si no he pecado! un artículo de Gilmar Siqueira.
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Tiempo de lectura estimado: 4 minutos.
“El que no ha caído, no será recogido; el que no está sucio, no será jamás limpiado”. Charles Péguy.
Una idea me estaba obsesionando en los últimos tiempos: aquella de que, cuando pecamos y sufrimos a consecuencia del pecado, muchas veces intentamos justificarnos delante de nosotros mismos para aplacar la conciencia o, lo que también es muy común, decimos que no hay esa cosa de pecado. Entonces la congoja o el hastío que sentimos no son cosas naturales, frutos de elecciones desordenadas; si sufrimos es porque alguien – especialmente la religión – dijo un día hace ya muchísimo tiempo que aquello no se podría hacer.
Y así, por un proceso convencional, una determinada actitud empezó a ser considerada mala (“¿existirá realmente el mal?”, se pregunta el apenado) y condenada por “la comunidad”. Pero como difícilmente tal razonamiento pueril puede tranquilizar a una conciencia culpable, el que alimenta tales ideas necesita atacar el concepto mismo de pecado, necesita que su razonamiento sea aceptado por otras personas (el inseguro generalmente intenta convencerse de las cosas por los ojos ajenos) y, lo que es peor, reincide en su falta con cada vez más saña: cree que así se puede liberar de algo, sin saber que va en camino de reventar.
Esta idea me obsesionó porque llegué a describirla antes de conocer su nombre, antes de saber su naturaleza misma, hasta que me deparé con un ensayo de Chesterton titulado “ Si yo tuviera solo un sermón para predicar”, que está en su libro El hombre común. Entonces descubrí, por así decirlo, que este mal es ya muy conocido por los santos y condenado por la Iglesia; es un mal cuyo nombre había oído otras muchas veces, pero sin saber realmente qué significaba: es el orgullo. Dice el maestro gordo que:
El orgullo en un hombre consiste en hacer de su personalidad la única prueba, en vez de hacer de la realidad la prueba. No es orgullo desear hacerlo bien, o incluso lucir bien de acuerdo a una prueba real.
El hombre intenta justificar su conducta como si, más que natural, fuera algo incluso loable; como si el vicio fuera una virtud y, por ello, tendría que ser respetado y hasta reconocido por los demás.
Chesterton nos da algunos ejemplos, como este:
Un hombre puede ser naturalmente perezoso y algo irresponsable. Puede ser negligente en muchos deberes por su descuido, e incluso sus amigos pueden comprenderlo mientras sea un descuido. Pero es del mismo demonio cuando se convierte en un cuidadoso descuido. Y siempre es del demonio cuando se convierte en un deliberado y autoconsciente bohemio, por principio esponjoso y aprovechándose de la sociedad en nombre de su propia genialidad ( o más bien de la creencia en su propia genialidad) gravando al mundo como un rey con el pretexto de que él es un poeta, y despreciando al hombre que es mejor que él, el cual trabaja para que él pueda desperdiciar.
No es una metáfora decir que es siempre el demonio.
Realmente es el diablo porque el hombre, en el intento de convencerse a sí mismo de que tiene razón – de que es el único que tiene razón – a pesar de lo que le grita su conciencia, anda altanero y mirando con despecho a los demás, a los que son “menos” que él porque no tuvieron la “dicha” de librarse de las antiguas ataduras. Pero dicho hombre, “el liberado”, siempre está en el fondo descontento y con rabia.
Los seres humanos son felices en tanto retienen el poder receptivo y el poder de reacción en la sorpresa y en la gratitud para con lo que está afuera.
Mientras tengan esto, lo tendrán como las mejores mentes jamás declaradas, algo que está presente en la infancia y que puede preservar y vigorizar la virilidad. El momento en el que el yo interior es sentido conscientemente como algo superior a cualquiera de los dones que se pueden dar, cualquier aventura se puede disfrutar. Ahí ha aparecido una suerte de auto-devoración y un desencanto en avance, el cual cumple con todos los emblemas de sed y de desesperación del infierno.
Está con rabia porque, en su rebeldía, no es capaz de realmente disfrutar de los placeres, por más que lo diga a todo el mundo que disfruta mucho más que todos, que los que no hacen como él son unos tontos y cosas así.
Su corazón se va endureciendo, su rabia aumentando, y la idea de que necesitaría el perdón por lo que ha hecho le parecería la más grande de las locuras; si alguien le sugiriese tal cosa se pondría furioso e intentaría humillar a su consejero.
Charles Baudelaire, en su poema Al Lector, describe de una manera verdaderamente impresionante el camino, por así decirlo, que el orgullo – primero por la negación de la debilidad, del mismo pecado – toma en nuestras almas y nos va destruyendo.
Citaremos la segunda estrofa:
Nuestro pecado es terco, nuestra contrición floja;
con creces nos hacemos pagar lo confesado,
y alegres retornamos al camino fangoso,
creyendo nuestras culpas lavar con viles llantos.
Para los que, como yo, no tienen mucha intimidad con el idioma francés, digo que esta traducción es la de Nydia Lamarque, elogiada por el Padre Castellani; se puede encontrar el poema traducido en internet.
Volviendo al tema: no pude dejar de pensar en Rousseau, cuando rompió a llorar al ver que en el fondo era bueno.
En el poema sigue Baudelaire enseñando como los pecados, cada vez más duros, van poco a poco se adueñando del alma herida; e, irónicamente, dice que si todavía no hicimos algunas terribles fechorías es “porque nuestra alma no es bastante atrevida”.
Precisamente así piensa el orgulloso, el tipo que quiere destronar la idea del pecado para así vivir en una paz beatífica: hay que hacerlo todo para acabar de una maldita vez con las supersticiones ridículas. No sabe el pobre que se marcha hacia la destrucción. En el fin de su poema, que es el fin de la trayectoria del rebelde herido y orgulloso, Baudelaire nombra un vicio “que es más feo, más inmundo, más malo”: el tedio.
Regresemos a Chesterton una vez más:
El escéptico se siente a sí mismo demasiado grande como para dimensionar la vida por las cosas más grandes y termina por dimensionarla por las cosas más pequeñas de todas. Se produce ahí también una especie endurecimiento subconsciente, el que endurece la mente no solo contra las tradiciones del pasado, sino incluso contra las sorpresas del futuro. No es e extrañar que se convierta en el lema de los nihilistas, y esto termina, en el más completo y exacto sentido, en nada.
Resulta curioso – y para mí, maravilloso – ver como estos dos grandes, en apariencia tan distintos, llegan al mismo fin cuando tratan del orgullo: a la desesperación. Porque, para el pecador que quiere destronar el “prejuicio” del pecado, llegará un tiempo en que ya no podrá seguir adelante; ya no hará las cosas que antes hacía por su idea o para sentir placer (aunque siga diciendo que sí), sino que – mismo sin saberlo conscientemente – las hará para destruirse de una vez.
Sus esfuerzos le conducirán hacia el abismo de la nada.
Gilmar Siqueira
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