Vamos a recorrer una interesante biografía, la vida del Padre Fernando Huidobro, un hombre de Dios nacido en Santander
«La cruz y la espada», un artículo del Rev. D. Vicente Ramón Escandell
El Padre Fernando Huidobro, sacerdote y soldado de Cristo
La historia de la Iglesia está plagada de grandes figuras cuya vida y virtudes nos propone la Iglesia para nuestra consideración e imitación. Hombres que brillaron en los claustros de los monasterios, en las aulas de las universidades, en las calles lúgubres de las grandes ciudades, en el campo y en el hogar… La santidad es, pues, una llamada universal que abarca todos los oficios del hombre y los ambientes sociales y eclesiásticos.
En concreto, el sacerdote está llamado a santificarse en el desempeño de su ministerio le lleve donde le lleve, ya sea entre los muros de un palacio como en las mugrientas ruinas de una casa de los suburbios.
La figura del Padre Fernando Huidobro es la de uno de esos hombres de Dios que surgen en medio de las tragedias humanas, de las situaciones límite de la vida del hombre, en las que se hace presente Dios para consolar al hombre y prepararlo para la muerte. La guerra y la vida del soldado es una de estas situaciones, y en medio de ella el P. Huidobro hizo presente a Dios para llevar el consuelo divino a unos hombres, que sin ser mejores o peores que los demás, vivían cada día desafiando la muerte.
Como Cristo, no desdeño estar con los pecadores, compartir su pan y sus miserias, pero también llevarles el anuncio del perdón de Dios y del amor al enemigo, en medio de una lucha cruenta y despiadada; también con el Divino Maestro, encontró la muerte en medio de soldados, llevando en su pecho al Rey de la Paz, y esperando que con su muerte se instaurase la paz de Cristo entre los hombres.
Los primeros pasos del Padre Fernando Huidobro
Nació el P. Fernando Huidobro en Santander el 10 de marzo de 1903, en el seno de una familia humilde pero religiosa, como la mayoría de las familias españolas de aquella época, como lo prueba el hecho de que su hermano Ignacio también decidiese también ser jesuita. Por aquellas fechas España vivía una cierta calma tanto política como religiosa, aunque ciertamente la tormenta que se avecinaba iba tomando forma: era una época de anticlericalismo larvado, con figuras como Blasco Ibáñez que con obras como La Araña Negra iba alimentando la animadversión popular hacia la Iglesia en general, y los jesuitas en particular; sólo seis años después del nacimiento del P. Huidobro, la furia anticlerical que estaban alimentando se manifestaría durante la Semana Trágica de Barcelona (1909), verdadero ensayo de lo que sería la persecución religiosa durante 1931-1939 en España.
El paso del tiempo no mejoró la situación para la Iglesia en España. Caída la Monarquía el 14 de abril de 1931 y proclamada la Segunda República, las leyes anticlericales se cebaron especialmente en la Compañía de Jesús, que se vio, por tercera vez en su historia, expulsada de España en 1932.
Entre los jesuitas que tuvieron que marchar al exilio, se encontraba el joven Huidobro, que encamino sus pasos hacia Bélgica, refugio de la mayoría de los jesuitas españoles. Fue en tierras holandesas, donde existía una floreciente comunicad católica, donde el P. Huidobro celebró su primera misa (28-VIII-1933), en la localidad de Valkenburg, donde los jesuitas alemanes tenían su casa; en los años anteriores a su regreso a España, el P. Huidobro obtuvo el doctorado en Filosofía en la universidad de Friburgo (curso 1935-1936), donde fue alumno del célebre filosofo alemán Heidegger.
Sin embargo, en el corazón de este joven sacerdote seguía palpitando su deseo de regresar a España, donde la situación se había vuelto cada vez más tensa, amenazando con estallar en cualquier momento. En mayo de 1936, como si presintiese el inminente estallido de la guerra civil, dirigía estas proféticas palabras a los alumnos del I.C.A. I. de Lieja:
En medio de la ruina de España, tenemos que estar convencidos de que en nuestras manos obra una fuerza omnipotente y hay todavía mucho que es de Dios. Yo creo que por la muerte y pasión hemos de pasar a una verdadera resurrección de la vida cristiana en España. Pero hace falta que el cristianismo sea en nosotros vida.
Muy pronto tendría el P. Huidobro ocasión para comprobar lo profético de sus palabras, como también que una de esas vidas que habría de hacer reverdecer la fe en su patria seria la suya.
Una sotana entre guerreras
De todos es conocido el hecho que el 18 de julio de 1936 estallo en España una guerra civil, que enfrentó dos concepciones distintas de comprender el ser y existir del pueblo español. Se trató de un conflicto con muchas implicaciones, pero que tuvo, y es imposible no admitirlo, un fuerte componente religioso, tanto de defensa como de persecución contra la fe. Y fue esto lo que llevo a miles de sacerdotes, muchos de ellos jesuitas, a arriesgar sus vidas en la asistencia espiritual de los combatientes y de procurar, en la medida de lo posible, un trato cristiano y humano al enemigo. Prueba de ello, es esta carta que el P. Huidobro escribió al General de la Compañía de Jesús, P. Vladimir Ledochowski, y que expresa el sentir de muchos de quienes llevaron el consuelo de Cristo a los campos de batalla y la retaguardia:
Fundamentalmente creemos que la guerra será larga; y yo pienso ser conforme a nuestra tradición y espíritu de la Compañía de Jesús el irme a España; no para coger el fusil, sino para ejercer nuestros peculiares ministerios: oír confesiones de los soldados que salen a combatir; consolar y esforzar los ánimos; servir a los heridos en los hospitales y campos de batalla; recoger a los niños que tal vez se hayan quedado abandonados; mover las gentes, tras la victoria, a la misericordia y caridad cristiana (…) Luego de haber hecho oración, juzgue un deber proponer estos mis deseos. Pero me someto en absoluto a la obediencia que es para mí la voluntad de Dios. Y si ésta es, que permanezca en Bélgica, ofreceré este sacrificio – ciertamente no pequeño – al Corazón de Jesús por España.
El 11 de agosto de 1936 el General de la Compañía de Jesús, comunicó a todos los Provinciales de España, en una carta, la necesidad de que sus súbditos ejercieran su ministerio sacerdotal en tan excepcionales circunstancia.
Conmovido por esta paternal solicitud, un gran número de jesuitas pusieron rumbo a España para cumplir con los deseos de su Padre General y con su más intima convicción como sacerdotes; entre estos “soldados de san Ignacio” se encontraba el Padre Huidobro que alcanzó la frontera española, tras un largo periplo el 27 de agosto. No tardó demasiado en incorporarse a su nueva tarea y comprobar los peligros y horrores de la guerra: casi recién llegado al frente de Guadarrama, el joven jesuita contempla como un obús enemigo destreza un árbol y mutila a un soldado; sin embargo, aquello no asustó a este valiente Doctor en Filosofía, al contrario, reforzó aun más su decisión, hasta el punto de marchar a Burgos y presentarse al Alto Mando militar, uno de cuyos miembros le dijo al intrépido jesuita: Trabaje Vd. Pater y sus compañeros cuanto puedan por el bien espiritual de nuestros soldados.
Animado por estas palabras, el Padre Fernando Huidobro se puso manos a la obra, siendo enviado como capellán a la 4º Bandera de la Legión, que por entonces marchaba hacia Toledo.
La presencia de este hombre de Dios en medio de aquellos rudos hombres, cuyos cansados ojos estaban embotados por escenas de sangre y destrucción, fue un bálsamo para aquellas almas tan necesitadas del consuelo divino y de la paz que solo un sacerdote puede dar. Muy pronto el P. Huidobro se ganó el cariño y la confianza de aquellos rudos soldados, que harían de él su más fiel confidente, y de los que él mismo aprendería mucho sobre la vida y sus dramas, curtiéndolo como sacerdote y hombre. Como dice uno de sus biógrafos: “No me cabe duda que una de las razones por las que se hizo el P. Huidobro dueño de sus corazones fue porque supo interpretar sus sentimientos, cantar sus canciones, aplicar el Credo Legionario a las situaciones del momento y todo esto sin perder su identidad de sacerdote”.
Siguiendo el consejo dado en Burgos, el P. Huidrobro ejerció su ministerio con un celo y una dedicación encomiable, asistiendo espiritualmente a todos aquellos que lo necesitaban, fueran amigo y enemigos, llevando a la vida aquellas palabras del divino Maestro: Habéis odio que se dijo: Amaras a tu prójimo y odiaras a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial (…) Porque si amáis a los que os aman, ¿que recompensa vais a tener? (Mt 5, 43.46). De su arrojo y celo apostólico dan testimonio sus múltiples convalecencias a causa de las heridas recibidas en el ejercicio de su ministerio: el 9 de noviembre de 1936 fue herido y evacuado a Talavera de la Reina, pero no tardo mucho en reincorporarse a su ministerio, ayudándose para ello de unas muletas ante el asombro de los mismos legionarios.
Morir para dar vida
En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, allí queda, él sólo; pero si muere, da mucho fruto (Jn 12, 24) Estas palabras del Señor ilustran perfectamente lo que debió sentir el Padre Fernando Huidobro a lo largo del ejercicio de su ministerio, contemplando como iban cayendo, en uno y otro lado, lo mejor de la juventud española. Y esta cercanía a la muerte, que hace palidecer al corazón más fuerte, también supuso para el joven sacerdote una prueba más para su vocación. Y es que el P. Huidobro experimento en su propia alma el miedo, la zozobra y el espanto de poder perder la vida, cuando apenas estaba en la flor de la misma: Algunas veces me parece que hasta me quedaba sin fe. Cuando iba a socorrer a una que estaba en sitio batido por el fuego, sentía vivísima una tentación que me hostigaba y me decía: No vayas; son ellos los que tienen la razón. Esta fue su particular “noche oscura”, ese momento en que el alma se siente como abandonada por Dios y parece que todo carece de sentido, pero que sirve de purificación y preámbulo a una unión más intima con Él.
En una de sus últimas cartas, dirigida a su hermano Ignacio, le hacía participe de sus temores, pero también de sus esperanzas en el valor salvífico de su vida y muerte:
Querido Ignacio… Pide mucho por mí. Por una parte siento el deseo de trabajar aun mucho por España íntegramente católica, para lo cual falta infinito; después, por otro lado, está la necesidad de morir para dar fruto, como Cristo, y la ninguna falta que le hacemos a Dios. Saludos a todos y pide por Fernando, S. J.
Entre los día 8 y 13 de abril de 1937 la 4º Bandera, la unidad en la que ejercía su ministerio el P. Huidobro, se encontró inmersa en la llamada “batalla de Madrid”. Durante aquellos días los combates fueron muy intensos, lo que se traducía en heridos y muertos por doquier, lo cual no parecía asustar al joven jesuita.
Los testimonios que han llegado hasta nosotros, nos hablan de cómo el P. Huidobro realizó, de modo heroico, su ministerio: esquivando balas iba de un lado a otro asistiendo a los moribundos que solicitaban su asistencia, exponiendo su vida.
En una de estas jornadas, la del 11 de abril, que se caracterizo por una lucha encarnizada, se hallaba el P. Huidobro atendiendo a los heridos que se hallaban en un chalet que hacía las veces de puesto de mando y de socorro, cuando en el local penetro un proyectil e hizo explosión, causando la muerte instantánea del capellán y de algunos de los heridos a los que estaba asistiendo.
Al encontrar el cadáver, este llevaba sobre su pecho su crucifijo, manchado de sangre, y el portaviático donde llevaba la Eucaristía, y que lo acompañaba a todas partes. De esta forma el P. Huidobro cumplía con la misión encomendada, porque a pesar de recibir minutos antes la orden de marchar a la seguridad de la retaguardia, no dudo en permanecer en su puesto llevando el consuelo de Dios a los moribundos, y acompañándolos en su último viaje.
Enterrado junto a otros legionarios en Boadilla del Monte, finalizada la contienda fue trasladado al cementerio de los jesuitas de Aranjuez, y, finalmente, a la iglesia de San Francisco de Borja de Madrid (22-XI-1958). Abierto su proceso de beatificación en 1947, sus queridos legionarios siguen honrando su memoria todos los años entorno a un monolito erigido en el mismo lugar donde falleció en el ejercicio de su ministerio.
Dedicado al P. Jorge Loring, S.I.
Vicente Ramón Escandell Abad, sacerdote
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