D. Vicente nos adentra hoy en el Salmo 136, nos habla del fruto final de la infidelidad del pueblo de Judá y de la esperanza de una renovación profunda y espiritual del Pueblo Elegido.
PALABRA DE VIDA
Nostalgia de Sión. Rev. D. Vicente Ramón Escandell
NOSTALGIA DE SIÓN (Sal 136; Vg 137)
Junto a los canales de Babilonia
nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión;
en los sauces de sus orillas
colgábamos nuestras citaras.
Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar,
nuestro opresores, a divertirlos:
<<Cantadnos un cantar de Sión.>>
¡Cómo cantar un cántico del Señor
en tierra extranjera!
Si me olvido de ti, Jerusalén
que se me paralice la mano derecha;
Que se me pegue la lengua al paladar
si no me acuerdo de ti,
Si no pongo a Jerusalén
en la cumbre de mis alegrías.
Señor, toma cuantas a los idumeos
del día de Jerusalén,
Cuando se incitaban: <<Arrasadla,
arrasadla hasta el cimiento.>>
Capital de Babilonia, ¡criminal!
¡Quien pudiera pagarte los males
que nos has hecho!
¡Quien pudiera agarrar y estrellar
tus niños contra las peñas!
CONTEXTO HISTORICO
El Salmo 136 (Vg 137) podemos situarlo cronológicamente durante el destierro de Babilonia, si bien es difícil precisar si se trata del primero (597 a. C.) o del segundo (586 a. C.), ambos ejecutados por orden del rey Nabucodonosor II de Babilonia (630-562 a. C.), tras sendas rebeliones de Judá contra el dominio de los caldeos.
El contexto histórico del salmo viene narrado en los últimos capítulos del II Libro de los Reyes, como también en el libro del profeta Jeremías y Ezequiel. Los vaivenes políticos del reino de Judá, tras la muerte del rey Josías (639-608 a. C.) desembocaron en la desaparición del reino y la dispersión de sus moradores en el territorio de los caldeos. Se trata de una historia que, vista desde la perspectiva teológica, nos habla del fruto final de la infidelidad del pueblo de Judá y de la esperanza de una renovación profunda y espiritual del Pueblo Elegido.
En el año 608 a. C., después de llevar a cabo una profunda reforma religiosa, apoyada en el Deuteronomio, libro escrito por Moisés y que contenía las normas religiosas para vivir en la Tierra Prometida, el rey Josías fallece en su intento de frenar a las tropas del faraón Necao que, desde Egipto, se habían lanzado en apoyo del debilitado Imperio asirio frente a la potencia emergente de Babilonia. Durante siglos, los asirios habían sido la fuerza política y militar dominante en la zona, llegando a aplastar al reino del Norte (720 a. C.), y ejercer un dominio indiscutido durante siglos. Sin embargo, su situación empezó a debilitarse y en el 612 a. C. su capital, Nínive, fue destruida por las fuerzas caldeas bajo el mando del rey Nabopolasar, cuyo reino aspiraba a convertirse en la nueva potencia dominante de la zona. Esta situación de debilidad fue aprovechada por el rey Josías para extender las fronteras de Judá hacia el norte, llegando casi a restaurar el reino davídico, dividido desde la muerte de Salomón. Sin embargo, Egipto, temiendo el ascenso de los caldeos, decidió salir en ayuda de los asirios, lo cual suponía un peligro para los planes expansionistas de Josías. A pesar de las advertencias de que no saliera el encuentro de los egipcios, Josías marcho a su encuentro, alcanzándole la muerte en el campo de batalla en el año 608 a. C. Con su desaparición se frustraba el último intento de Judá de lograr la unidad política y territorial que habría de complementar la unidad religiosa alcanzada por Josías.
La muerte de Josías abrió una crisis sucesoria que desembocaría en la destrucción de Jerusalén en el 586 a. C. A Josías le sucedió su hizo Joacaz (608 a. C.), que escasamente llegó a reinar unos meses (2 Re 21, 31), pues fue prontamente después por una conspiración cortesana, apoyada por el faraón Neaco que, a su regreso a Egipto se llevó consigo prisionero a Joacaz y convirtió a Judá en territorio vasallo. Su sucesor Eliquim, primogénito de Josías, reino sobre Jerusalén (608-597 a. C.), primero como vasallo de Egipto y después, tras la derrota egipcia ante los babilonios de Nabucodonosor II, como vasallo del rey caldeo. Sin embargo, mal aconsejado, Eliquim, llamado también Joacim, se unió a una rebelión contra los babilonios orquestada por los filisteos y fenicios, también subyugados por los caldeos. El fracaso de la rebelión, y el constante acoso de las tribus arameas, amonitas y moabitas, a las que pronto se unieron las tropas babilonias, termino con el asedio y caída de Jerusalén en el 598 a. C., al caer la ciudad en manos de Nabucodonosor. Como represalia por su traición, el rey ordeno el destierro de los principales del reino, a los que se unirían cortesanos, herreros, artesanos, sacerdotes, funcionarios…, es decir, las elites del reino y todo aquel que pudiera contribuir a un esfuerzo de guerra; además, el Templo fue saqueado a fin de pagar la cuantiosa indemnización de guerra exigida por el vencedor. Y para asegurarse la lealtad de reino, reducido ya a la Ciudad Santa, el rey se llevó como prisionero a Joaquín, hijo y heredero al trono, que había accedido a él tras la muerte de su padre durante el sitio de la ciudad. Y así accedió al trono Matatías, tío del joven monarca e hijo de Josías, por mandato de Nabucodonosor, quien, para recordarle que era su dueño y señor, le impuso el nombre de Sedecías (597-587 a. C.).
El reinado de Sedecias estuvo marcada por constantes intrigas políticas en torno a la fidelidad o rebelión contra Babilonia, pero también por la actividad profética de Jeremías, que representaba la principal voz discordante contra la política real de rebelión contra Babilonia. Las profecías de Jeremías iban, no sólo destinadas a denunciar la idolatría e injusticia que reinaban en la Ciudad Santa, sino también, haciéndose eco de un sentimiento extendido de que la supervivencia del reino dependía de la fidelidad a Babilonia, sostuvo que el futuro de Judá y Jerusalén pasaban por la sumisión al rey caldeo. Desgraciadamente, ni Jeremías ni los partidarios del sometimiento a Nabucodonosor fueron escuchado en los círculos áulicos, y Sedecias aposto por la rebelión abierta contra su señor que, a la postre, conduciría a la ruina del reino.
El motivo del ultimo sitio de Jerusalén, fue la negativa de Sedecias de pagar el tributo debió, como Estado vasallo, al rey caldeo, y en la esperanza de que Egipto liderara una gran coalición contra Nabucodonosor. En esta confianza, el reino de Judá se rebeló contra Nabucodonosor que, una vez disipada la amenaza egipcia, centro su atención en el minúsculo reino judío. Así, cumpliendo las profecías divinas de Jeremías, en el 587 a. C. se iniciaba el ultimo sitio caldeo a la Ciudad Santa. Las exiguas fuerzas judías aguantaron todo lo que pudieron contra la potente máquina de guerra caldea, pero la Ciudad Santa terminó cediendo, y abandonada a su suerte por el rey y sus cortesanos, cayó en manos de los babilonios. Todo cuando simbolizaba la grandeza espiritual y material del reino y de la ciudad, fue saqueado, quemado y destruido. Quienes no pudieron escapar, fueron apresados y esclavizados, con la salvedad de Jeremías, que fue liberado por los babilonios de la prisión en la que Sedecias, cansado de sus vaticinios, lo había encerrado. Los caldeos mostraron un gran respeto por aquel profeta del Señor que, a través de sus oráculos, había anunciado su victoria, y los había convertido en el instrumento humano del castigo divino sobre la Ciudad contumaz y pecadora.
¿Qué fue de Sedecias? En los últimos instantes de la resistencia judía, el rey, sus hijos y sus más leales cortesanos, lograron escabullirse con la intención, o bien de huir o de organizar la resistencia en otro lugar. Sin embargo, fueron capturados en los llanos de Jericó, y trasladados de forma humillante a Hamat, donde se encontraba el campamento de Nabucodonosor. El castigo que recibió Sedecias fue doblemente cruel: primero, fue obligado a presenciar la muerte de sus hijos, y, después, fue cegado y enviado a Babilonia como prisionero. Con este acto, se ponía fin al drama iniciado tras la muerte de Josías y que suponía la desaparición de Judá como reino independiente y su anexión como provincia al Imperio babilónico.
El destino del resto de los habitantes de Jerusalén fue dispar: un grupo numeroso de ciudadanos fue desterrado y deportado a Babilonia; otro grupo, entre los que se encontraba Jeremías, permaneció entre las ruinas de Jerusalén, pero se vio obligado a exiliarse a Egipto tras el asesinato de Godolias, gobernador judío de Jerusalén, a manos de un grupo de exaltados; y, finalmente, otro grupo compuesto por pobres y campesinos, que, no constituyendo un grupo peligroso, permanecieron malviviendo entre las ruinas de la ciudad, o bien, cultivando los campos abandonados por sus legítimos propietarios. Con este último grupo, entrarían en contacto, a partir del 538 a. C., los descendientes del primero y con los cuales entrarían en conflicto al reivindicar estos la propiedad de las tierras que los últimos, a lo largo de cuarenta años habían trabajado para su propio sustento.
El Salmo 136 nace en este contexto de fracaso histórico, ruina moral, material y espiritual, que desemboco en el destierro de Babilonia. La sensación de derrota y resentimiento anidaba en el alma del autor, testigo directo de la ruina de su pueblo, provocada por aquellos a quienes se les había confiado su custodia.
EL CANTO DESESPERADO DE UN PUEBLO DERROTADO
El Salmo 316 (Vg 137) es el canto desesperado de un pueblo derrotado que se ve sometido a la humillación del destierro y de tener que soportar la burla de sus captores. Todo cuando habían amado ha desaparecido o está lejos de él, y se ven obligados a vivir en medio de gentes idolatras que han arrasado los símbolos de su pueblo: Jerusalén, el palacio de David y el Templo.
Junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión. en los sauces de sus orillas colgábamos nuestras citaras. (v. 1-2)
El Salmista inicia su triste canto aludiendo al lugar en el que se encuentra entonándolo. Ya no es la Ciudad Santa o el esplendor del Templo, sino que es en Babilonia, capital del Imperio que ha destruido ambas y lo ha arrancado de sus raíces, para trasplantarlo en tierra extranjera.
Es difícil saber si el salmo está compuesto en el marco del primer destierro (597 a. C.) o del segundo (586 a. C.) La nostalgia de la que habla el salmista bien podría hacer referencia al recuerdo de la ciudad de la que ha sido obligado a marchar o al de la ciudad que ha desaparecido tras la conquista babilónica. Es más que probable que se trate del primer destierro, cuando todavía anidaba en el corazón de los desterrados la esperanza de un pronto retorno, como deja entrever el profeta Ezequiel en sus primeros oráculos, y que anidaba en el corazón de los primeros deportados. Esta ilusión se vio alimentada durante un tiempo, en el cual los enemigos de Nabucodonosor ponían contra las cuerdas a su Imperio; sin embargo, Ezequiel y Jeremías llamaron al realismo, advirtiendo de que el destierro no terminaría en un corto plazo. A este respecto, el libro del profeta Jeremías recoge una carta de este dirigida a los exiliados, invitándoles a echar raíces en Babilonia, a formar familias, cultivar campos y comerciar, porque su estancia entre los caldeos habría ser larga.
A la nostalgia por la patria perdida, se une la tristeza y el lamento. El desterrado, como muchos de sus compatriotas, han perdido toda ilusión por la música, por el entonar canticos de alabanza y acción de gracias al Señor, como se escuchaban constantemente en el Templo. Los salmos e himnos que se entonaban ante el Señor, cantaban su grandeza y su gloria, su magnificencia y poder; pero ahora, desterrados y humillados, como podrían entonar esos canticos, cuando parece que Dios les ha abandonado y ha sido derrotado por los dioses extranjeros. No hay motivo para la alegría y la algazara, sino para el lamento y el silencio por la fe y la libertad perdidas.
Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar, nuestros opresores, a divertirlos: <<Cantadnos un cantar de Sión.>> (v. 3)
No sólo han sido desterrados, sino que son también humillados constantemente por sus captores. Los babilonios se burlan de ellos, que con tanto orgullo se vanagloriaban de que jamás experimentarían la humillación sufrida por sus hermanos del Norte, desterrados y dispersados por los asirios (720 a. C.). Ellos no serían igual que aquellos traidores e idolatras de Israel, porque poseían la promesa de Dios a David de perpetuar su dinastía, el Templo como baluarte de Judá y al Ciudad Santa hogar del rey y de Yahveh. Su orgullo, como denunciara Jeremías, les llevo a practicar la idolatría, a adorar falsos dioses, mientras que iban al Templo a implorar la protección del Dios al que traicionaban. Esta falsa religiosidad, a la que se unía la idolatría y la injustica, clamaban al cielo, motivando que Dios dejara que los babilonios arrasaran con aquel lugar.
Conocedores de estas seguridades, los babilonios se burlan ahora de los deportados, despreciando sus himnos y canticos, porque nada de cuanto ellos dicen se ha cumplido. El Dios omnipotente y misericordioso, que tenía por escabel de sus pies el Templo de Jerusalén y que había prometido perpetuar a la descendencia de David en el trono de Judá, es ahora objeto de burla por parte de los babilonios: ¿dónde está ahora esa omnipotencia que cantabais? ¿dónde está esa misericordia que proclamabais? ¿dónde están las huestes del Dios de los ejércitos que invocáis? Invocadlas ahora, parecen decirles, implorad a ese Dios de los ejércitos que os libere, que proteja a Jerusalén de nuestra rapiña, que proteja a vuestro rey, nuestro vasallo…
No nos parecen estas burlar, un eco de aquellas otras que tuvo que sufrir el mismo Dios de manos de sus torturadores. ¿No eran esas mismas palabras las que escucho Jesús en la cruz de labios de los judíos? ¿No eran ellos los que le preguntaban, burlonamente, donde estaba su Dios, su Padre? Como los babilonios, también los judíos pedían a Jesús que les hablase, en medio de su Pasión, de la omnipotencia y misericordia de Aquel que decía era su Padre; también ellos le pedían ver a las legiones del Dios de los ejércitos, rescatarlo de la cruz y del suplicio.
Es la actitud del necio que, escuchando las plegarias del justo en la bonanza, se burla de él en la prueba, poniendo en tela de juicio su fe en la omnipotencia y misericordia divinas, que parecen desaparecer en el tiempo de la tribulación.
¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera! (v. 4)
El Salmista sale al paso de la burla de los caldeos, proclamando que esos cantos, esos himnos y salmos, que cantan la gloria del Señor, no pueden ser escuchados por los impíos, por los extraños, por los necios.
Tradicionalmente, los salmos son composiciones litúrgicas o piadosas, destinadas a ser cantadas en el Templo, en presencia del Señor. Su referencia constante al nombre del Señor hacia que no pudieran ser recitadas fuera del ámbito litúrgico y del Templo, que constituyen el contexto de los mismos. No se trata de poesías profanas, como los proverbios, que pueden ser recitadas en contextos ajenos a lo sagrado; son composiciones explícitamente relacionadas con el culto y para el culto. Ello explica la exclamación indignada del salmista: como cantar un cantico del Señor, que contiene su santo nombre, que expresa la devoción de un devoto o del pueblo, fuera del Templo; cómo proclamar las grandezas del Señor ante un profano o una asamblea profana, solo para deleitar los oídos o alimentar la burla de los necios. El salmista se rebela ante la proposición de sus captores y se niega a profanar tan santas composiciones.
Pero, por otra parte, también se refleja que la mentalidad religiosa del salmista aún no ha dado el paso que si daría la del segundo destierro. Aún, en el autor sagrado, existe un vínculo indisoluble entre Dios y su tierra, entre Yahveh y la Tierra Prometida. Invocar a Dios más allá de las fronteras de Judá es un sinsentido para él, porque no sería escuchado. La experiencia del segundo destierro abre la mente de los judíos y da un tono universal a su fe en Dios: desaparece la visión territorial de la divinidad, para abrirse a la universal. Yahveh no está limitado espacialmente, como antes creían, sino que lo abarca todo y a todos. El profeta Ezequiel es uno de los primeros en comprenderlo en su visión del Templo de Jerusalén, en la cual, contempla como la gloria de Yahveh lo abandona; y la redacción de los libros del Génesis y del Éxodo muestran ya esa comprensión universal de Dios: el Dios de Israel, no es sólo el de un pueblo, como el de los babilonios o egipcios, sino que es el Dios de todos los pueblos, el Creador de todas las cosas y el Dios peregrino que acompaña a su pueblo a la esclavitud y a la libertad. Dios, al abandonar el Templo, se había unido a su Pueblo en la desgracia y lo estaba acompañando en el destierro babilónico, como también lo haría en la futura liberación que habría de venir.
Si me olvido de ti, Jerusalén que se me paralice la mano derecha; que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías. (vv. 5-6)
De nuevo, aparece la nostalgia por Jerusalén en el alma del salmista. Jerusalén era la Ciudad Santa por excelencia para el judío y el corazón de la fe de Israel. La reforma de Josías había logrado centralizar el culto en ella, destruyendo los diferentes lugares sagrados paganos y purificando del Templo de todo signo de idolatría. Esta labor fue llevada a cabo para poner fin a las diversas profanaciones que había sufrido el Templo a manos de distintos reyes, como Amón (642-640 a. C.), padre de Josías y en cuyo reinado alcanzó su cenit la idolatría y la depravación moral. En parte, estas profanaciones idolátricas eran impuestas al reino por los imperios a los que estaba sometido, pues, en los tratados de vasallaje, se obligaba al Estado vasallo a adoptar la divinidad del Estado dominante. Así, proliferaron en Judá diversos cultos, como los de Astarté o Baal, cuyas imágenes era entronizadas en el Templo como signo visible de la sumisión religiosa del reino. Sin embargo, Josías llevó a cabo una purificación total del Templo y de la religión, con el apoyo del pueblo, suprimiendo el culto a las divinidades extranjeras y otros elementos idolátricos.
La Jerusalén de Josías podía ufanarse de ser verdaderamente la “Ciudad de Dios” por la magnificencia de su culto y la fidelidad, al menos formal, a la Ley de Moisés contenida en el Deuteronomio. Jerusalén se convirtió, más que antes, en un referente espiritual para todo el pueblo judío, pues en ella, y no en otra parte, tenían lugar las grandes celebraciones culticas, llevadas a cabo por sacerdotes y levitas, que tenían en la Pascua su culmen. Josías consiguió revalorizar a Jerusalén como la ciudad por excelencia del Judaísmo, pero fomento, voluntaria o involuntariamente, la creencia de que su sola existencia garantizaría la pervivencia del reino. Al amparo de esta creencia, que parecía dar carta blanca a la idolatría y la injusticia, sus habitantes harían oídos sordos a las llamadas a la conversión de Jeremías, confiando ciegamente en que Dios no permitiría que el reino, la dinastía y la ciudad cayeran en manos de los idolatras.
El salmista se exhorta a sí mismo a mantener vivo el recuerdo de Jerusalén, de la Ciudad Santa, en el destierro, tal vez, con la esperanza de volver a verla. Jerusalén seguía siendo, aún en la lejanía el referente espiritual de los desterrados y en su supervivencia estribaba la esperanza de un pronto regreso.
Señor, toma cuentas a los idumeos del día de Jerusalén, Cuando se incitaban: <<Arrasadla,
arrasadla hasta el cimiento.>> (v. 7)
Ahora el salmista dirige su mirada contra aquellos que colaboraron con los caldeos en la destrucción de Jerusalén, que colaboraron con el poder extranjero para poner fin al reino de Judá. Estos son los idumeos, pueblo vecino, cuyo territorio fue conquistado por David y perdido por el rey Joram (848-841 a. C.).
Según la tradición bíblica, los edomitas descendían de Esaú, hermano de Jacob, a quien logró arrebatar la primogenitura y la bendición de Isaac, y ante el cual se humilló a su regreso a la tierra de Canaán. El relato bíblico explica, a través de la enemistad entre estos dos hermanos, la confrontación entre los dos pueblos, los edomitas y los israelitas, que habría de prolongarse a lo largo del tiempo. Así, Moisés en su peregrinación hacia la tierra prometida, solicito al rey de Edom poder pasar por su territorio, a lo cual este se negó; más tarde, bajo el reinado de Saúl, los israelitas se enfrentaron a los edomitas con cierto éxito, política que siguió más tarde David, que logró incorporar el territorio de Edom al reino unificado de Israel. En el siglo IX a. C., aprovechando la crisis abierta por la división del reino, los edomitas lograron independizarse, constituyendo siempre una amenaza constante para Israel y Judá, colaborando con todos los enemigos de ambos reinos; así, durante el reinado de Ajaz (734-715 a. C.), los edomitas formarían parte de la alianza del Rey de Siria y Damasco contra Judá, que aspiraba a derrocar la dinastía davídica e instaurar un usurpador.
La enemistad ancestral entre idumeos e israelitas explica que los primeros colaborasen con cualquier potencia que atacara el reino de Judá y recibiesen el apoyo de sirios y babilonios. No es la primera vez que los salmos citan a los idumeos como colaboradores activos en la ruina de Jerusalén, así, en el salmo 82, el salmista al mencionar a los pueblos que se han confabulado contra Israel, menciona a los idumeos:
<<Están de acuerdo en la conjura, los beduinos idumeos, ismaelitas, moabitas y agarenos, Biblos, Amón, Amalec, los filisteos con los tirios; también los asirios se alinearon con ellos y prestaron refuerzos a los hijos de Lot.>> (v. 6-9)
El salmista, desgarrado por la tragedia de su pueblo, implora al Señor que descargue sobre los idumeos, sus más pérfidos enemigos, la misma desgracia que sobre ellos ha descargado. De esta forma, el autor sagrado se hacía eco de los improperios lanzados contra Edom por el profeta Jeremías que, en sus oráculos contra los enemigos de Judá, vaticina para los edomitas:
<<El desastre de Edom será tal, que los que pasen quedarán estupefactos y aterrorizados al contemplar su destrucción. Sucederá en sus ciudades, lo mismo que con Sodoma y Gomorra cuando fueron destruidas, oráculo del Señor; nadie volverá a vivir en ellas.>> (Jr 49, 17-18)
El castigo sobre Edom vino en el siglo II a. C., en tiempo de los Macabeos, cuando, Judas Macabeo (163 a. C.) y Juan Hircano (125 a. C.), lograron someter a los idumeos, instalados desde el siglo VI a. C. en el sur de Canaán, y les obligaron a adoptar las costumbres y la religión judía. Pero, en una de esas ironías de la historia, un idumeo acabaría convirtiéndose en rey de los judíos, el más sanguinario y cruel de toda su historia, Herodes el Grande (37 – 4 a. C.).
Capital de Babilonia, ¡criminal! ¡Quien pudiera pagarte los males que nos has hecho! ¡Quien pudiera agarrar y estrellar tus niños contra las peñas! (vv. 8-9)
Cierra el salmista su plegaria con una maldición contra Babilonia, la causante de su desgracia y la prisión en la que se encuentra encerrado. Es probablemente unos de los versículos más complicados de explicar de todo el salmo, pues, al contrario que el resto, expresa sentimientos de odio y venganza, hasta el punto de desear la muerte del enemigo. Esta es una de las razones por las cuales, en la revisión del Salterio del Oficio Divino, realizada en la reforma litúrgica, estos versículos fueron suprimidos, junto con el anterior, en la salmodia de la Liturgia de las Horas. Para ello, se aludió el hecho de que este tipo de expresiones podría no ser bien entendidas por el hombre moderno, de ahí, su exclusión del Oficio Divino. Casos similares encontramos en otros salmos del Salterio como, por ejemplo, en el del salmo 109, donde se suprimió el versículo 6 que decía:
<<Dara sentencia contra los pueblos, amontonará cadáveres, quebrantará cráneos sobre la ancha tierra.>>
El salmista al componer su salmo no sólo manifestaba su nostalgia, sino también su repulsa hacia sus captores, un sentimiento muy humano entre quienes se han visto obligados a abandonar su tierra de forma violenta. El deseo de ver a Babilonia sufrir como su pueblo ha sufrido es muy humano, porque, a pesar de que Dios hizo de ella instrumento de castigo, en la ejecución del mismo se había excedido, había sobrepasado lo que la justicia divina había dispuesto para con la Ciudad Santa. Escenas de verdadero horror debieron venir a la mente del autor sagrado al escribir estos versos, que motivaron la dureza de sus palabras: el hambre, la enfermedad, la muerte, el miedo, la ruina material y moral de los asediados…, y cosas aún peores como las que describe Jeremías en sus Lamentaciones, se marcarían profundamente en el alma del salmista, que debía soportar, además, las burlas y humillaciones de sus captores en Babilonia.
Algunos autores han intentado suavizar el sentido de las palabras ultimas del salmista (v. 9), cuya dureza nos puede escandalizar, dándole un sentido místico o espiritual. Según ellos, se haría referencia al pecado y a Cristo: esos “niños” de los que hablaría el salmista serian nuestros pecados, fruto de nuestras acciones y, por tanto, “hijos nuestros”, que hay que estrellar contra la Roca que es Cristo. Sin embargo, es necesario respetar el sentido literal del Salmo y comprenderlo en el contexto en que se escribe y se recita; ello no quita, que, como todo en la Sagrada Escritura, tenga un sentido más místico o espiritual, que apunta inequívocamente a Cristo.
CONCLUSION
Junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar con nostalgia de Sion. Con este lamento iniciaba el autor sagrado el salmo que hemos ido desgranando. Sion el monte del Señor, hogar del gran rey, sede del Templo y de la gloria de Dios, es para el autor sagrado la cumbre de sus alegrías y el motivo de su pena, por tenerla tan lejos de sí.
Para el cristiano Sion es el Cielo, el hogar al que suspiramos llegar después de nuestra peregrinación por este valle de lágrimas, al que algunos, de forma inconsciente, se aferran locamente. También nosotros lloramos con nostalgia de Sion, porque, conociendo los gozos de la eternidad preferimos no pocas veces los placeres de este mundo, sus honras y sus pompas, a las cuales renunciamos el día de nuestro bautismo, pero a las cuales nos aferramos en no pocas ocasiones. Y como el salmista, escuchamos con dolor las burlas de quienes nos piden que cantemos, en medio de ellos, un cantar al Señor, un himno al Dios Salvador, mientras sufrimos a sus manos todo tipo de burlas y humillaciones.
Ciertamente, el salmo 136 es un salmo duro, triste y cargado de nostalgia, que expresa el sentimiento más profundo de un pueblo otro hora seguro de sí mismo, de su Dios y de su fe, y que ahora se encuentra humillado y vencido. Sin embargo, este salmo sólo es parte de un díptico que se completa con el salmo 125 (Vg. 126), que es el cantico exultante del Pueblo que marcha hacía la libertad:
<<Cuando el Señor cambio la suerte de Sion, nos parecía soñar (…) Hasta los gentiles decían: ‘El Señor ha estado grande con ellos’.>> (vv. 1-2)
Así, el salmo 136 no es la palabra definitiva de Dios acerca del destino de su pueblo, sino que esta estaba todavía por llegar cuarenta años después: el mismo pueblo humillado y objeto de burla por parte de sus captores, exulta ahora de gozo y alegría, de la cual también participan aquellos que antaño se burlaban de ellos. Dios ha manifestado en su pueblo, en el resto de Israel, su grandeza y magnificencia, no sólo para su gozo y alegría, sino también para la de todos los pueblos de la tierra.
Vicente Ramón Escandell Abad, Pbro.
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