Nuestras vidas están llenas de momentos cruciales que la han marcado. Momentos que se nos vienen al recuerdo una y otra vez.
El misterio de las cosas, un artículo de Gilmar Siqueira
Es de imaginarse que se enfadará el lector porque me meto otra vez a hablar de cosas. Ya se echa de ver que, cuando tengo una obsesión en la cabeza, la condenada no me abandona hasta que la pongo entera en palabras. Lo malo es que nunca puedo hacerlo del todo y quizás por esta razón acabo por repetirme tanto en mis artículos sin quedarme satisfecho. Pero el lector no tiene nada que ver con esto. Entonces, voy al grano.
En los dos artículos anteriores hablaba de la importancia que tienen las cosas cuando intentamos contar nuestra propia historia y darle un sentido;
de manera que, si para nosotros las cosas no significan nada, no son símbolos de nuestra vida, se produce el desarraigo que nos lleva al triste abismo del hastío. El hastío nos devora y nos convierte en agujeros negros, prontos a devorar también a quienes tengan la mala fortuna de acercársenos; el hastío niega la realidad de las cosas mientras que nosotros, conscientes o no, necesitamos hincar los pies en esa realidad. La tensión entre el hastío y la necesidad de arraigo es lo que hace vulnerable el hastiado y le convierte en un rabioso resentido, primero, y luego en un triste cínico.
Para huir de esta alimaña hay que hincar además de los pies, también los ojos, en la realidad de las cosas.
Esto es lo que intenta enseñarnos Saint-Exupéry en su Principito. Las cosas que domesticamos y con las que establecemos lazos tienen un sentido especial para nosotros, porque son parte de nosotros. En la medida que tomamos posesión de nuestra vida por entero – es decir, la llenamos – nuestra mirada hacia la realidad también cambia: se hace más profunda porque las imágenes que recibimos desde fuera tienen para nosotros reverberaciones humanas. Veamos una estrofa de la Égloga de la Soledad, de Luis Rosales:
Con grave diligencia misteriosa,
la paloma que sabe
más femenina ser que cualquier ave,
sobre el árbol se posa
sensible al vuelo y azulada en rosa.
Su estilo es de mujer que tiene estilo;
como el viento en el mar ella en la mano,
Venus del aire y mayoral del grano,
luna cándida en vilo
tranquilo siempre y con razón tranquilo;
y allá, junto al rumor de la corriente,
sosegando al estío
su vibrante primor maritalmente,
solas van la presencia y la hermosura,
la paloma y el toro en la llanura
como la luna blanca sobre el río.
Luis Rosales, Égloga de la Soledad
Las imágenes son hermosas y, en los versos fuertes de Luis Rosales, casi podemos verlas dibujadas en nuestra mente. Una imagen evoca otra de tal manera que todas juntas hacen un cuadro completo del que nada se puede quitar. Todos sabemos qué significa decir que una paloma sea femenina, aún bajo el riesgo de disminuir a los versos del poeta intentando explicarlos; y eso porque todos buscamos también pintar un cuadro de las cosas que conocemos, asociarlas unas con otras para de alguna manera expresar su vitalidad y también lo que sentimos al verlas. Como, por ejemplo, en aquellos dos versos de Rafael de León: “y tus pies fingiendo el paso/de las palomas suritas”. Si las palomas son femeninas, la mujer no puede menos que tener la gracia de la paloma: estas dos cosas en realidad son una misma.
De semejantes asociaciones de imágenes está llena nuestra memoria. Los recuerdos de las cosas son los recuerdos de qué nos ha sucedido, de qué hicimos y de qué sentimos.
Y hay sucesos tan especiales que nos quedan grabados imborrablemente y a ellos regresamos muchas veces: recuerdos que simbolizan más vivamente quienes somos y en qué momento de la vida hemos cambiado o nos hemos dado cuenta de algo. Voy a poner una (larga) cita de Pereda, sacada de la novela Sotileza, para aclarar lo que quiero decir:
Aquella emoción suprema acabó con la fuerza de su espíritu; y el escarmentado mozo, plegando su cuerpo sobre el tabladillo de la chopa, y escondiendo su cara entre las manos trémulas, rompió a llorar como un niño, mientras la lancha se columpiaba en las ampollas colosales de la resaca, y los fatigados remeros daban el necesario respiro a sus pechos jadeantes…
Al mismo tiempo, en medio de las brumas de enfrente, un pobre patache, abandonado ya, barrida su cubierta, desgarradas sus lonas, tremolando al viento su cordaje deshilado, entre tumbos espantosos y cabezadas locas, con el último balance echaba los palos por la banda; saltaban las cadenas de las anclas con que se agarraba al fondo, en las ansias de la desesperación; reventaba una mar contra la quilla descubierta y lanzaba el mutilado casco en medio del furor de las rompientes, cuyas espumas escupían, casi en el acto, las astillas de su despedazado costillaje.
Aquellos tristes despojos flotantes eran lo único que quedaba del Joven Antoñito de Ribadeo.
La citación sí es muy larga, pero digo sinceramente al lector que si fuera por mí pondría aquí todas las páginas en que Pereda narra la terrible tempestad de la que sobrevivió Andrés, ese que “rompió a llorar como un niño”. Desde luego que recomiendo la lectura de la novela de Pereda. En las páginas a que me refiero – que son, por cierto, sublimes – Pereda describe una tempestad que atravesaron el personaje Andrés y algunos pescadores en alta mar; pero, los que han seguido la narración desde el principio, saben que en el alma de Andrés también había una tempestad. En el momento en que decidió, sin que lo supieran sus padres, meterse en el barco y huir por un tiempo, estaba poseído por un deseo que le torturaba, por una contrariedad que le cegaba para la realidad: Andrés estaba nervioso como el mar.
Pero, al escapar con vida de la tormenta, Andrés ya no era el mismo: aquella borrasca fue para él un camino de madurez, un auténtico rito de pasaje. Y lo más genial de todo – si es que se puede hablar así de una entera obra maestra – es que ese Joven Antoñito de Ribadeo que aparece destruido, que el autor nos quiere poner delante de los ojos después que de hayamos visto todo lo que le sucedió a Andrés, era precisamente el barco en que jugaba Andrés durante su niñez y adolescencia. El símbolo tiene clareza, pero esto no quiere decir que se agote: Andrés se convirtió en un hombre y su inmadurez murió, a la vez que le podría haber sucedido a él lo mismo que al barco de su adolescencia. Estas son dos posibilidades, pero no las únicas. Como dije antes, una imagen evoca la otra.
Todos nosotros hemos tenido – y probablemente aún tendremos – tempestades como la de Andrés:
momentos en que todo, tanto fuera como dentro de nosotros, parece convergir para un cambio radical o una tomada de conciencia en nuestras vidas, momentos clave cuyas imágenes se quedarán para siempre en nuestra memoria.
Como decía una profesora muy querida para mí, la vida es vivida tal y como es narrada y viceversa.
Gilmar Siqueira
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