Sobre el libro Inexspectatus Occursus, El Encuentro Inesperado de Beatrice Atherton.
Mi encuentro inesperado, un artículo de Gilmar Siqueira.
“The dog it was that died”. Oliver Goldsmith. An Elegy on the Death of a Mad Dog.
Hay algunos autores que, aunque los lea por primera vez, me encuentro como si caminara por terreno conocido. Quizás sea demasiado personal y abstracto para explicarlo aquí, pero creo que el tema merece por lo menos el intento.
Si leo, por ejemplo, Maurice Baring, Maxence Van der Meersch, José Geraldo Vieira o Juan Manuel de Prada, me siento en un territorio humano (para utilizar el título de una novela de José Geraldo) común: dentro de las grandes diferencias que tienen entre sí, hay algo en ellos – en sus historias y personajes – que me cautiva por su capacidad de pulsar una cuerda en alguna parte de mi alma; y puede que la cuerda sea la siempre misma, puesto que los nombro juntos y en todo este párrafo no fui capaz de explicar qué es el tal terreno conocido.
De todos modos, en este terreno me sentí desde las primeras páginas de Inexspectatus Occursus: El Encuentro Inesperado, la maravillosa novela de Beatrice Atherton (la seguiré diciendo Beatrice porque en mi cabeza realmente se llama así). Ya en el principio nos da un dibujo excelente del melancólico personaje principal Matthew Mansfield: su paseo de regreso a casa en el primer capítulo hizo con que me acordara de la última caminata de Charles Reding (protagonista de Perder y Ganar, de Newman) por Oxford.
Por sus pensamientos, se puede ver que Matthew llevaba un gran dolor en su corazón y solía ser bastante sincero (es decir, duro) consigo mismo.
«Me revuelco en mi cabeza tratando de revivir lo vivido y no lo logro.Paso por aquellos lugares que han significado algo importante para mí y por dentro mi alma comienza a temblar por la angustia de no poder hacer nada, absolutamente nada, más que soñar e imaginar.»
La novela transcurre entre los años 22 y 23 de la vida de Matthew. Así que algun lector podrá espantarse un poco de tales reflexiones, tan hondas y tristes, para alguien de su edad. Matthew cita a Newman, Papini, Kierkegaard, Lewis y más unos cuantos; pero no lo hace como un pedante, los cita con total naturalidad porque aquellas lecturas se habían incorporado a su ser: siguió el consejo del doctor Johnson y las ingirió.
Se puede preguntar el lector qué razón había para que Matthew empezara a leer tales cosas tan temprano. Creo que es por el peso que tenía que llevar.
«¡Oh Dios! Me siento tan solitario, me tortura pasar cada día por esta calle tan llena de vivencias sin que nadie me acompañe en este camino… y en mi vida. No tengo ganas de llegar a mi casa, pero es mi único refugio. No debiera sentirme tan triste, ¿acaso será mi anhelo de amar lo que me tiene vuelto loco?»
Como dije antes, Matthew solía ser muy sincero consigo mismo. Que alguien como él, con la alimaña que llevaba en sí, admitiera que tenía un anhelo de amar, ya me parece una gran cosa: él todavía no estaba ciego por su dolor. Pero hablemos un poco mejor de la historia para saber también más de Matthew.
Después de la caminata que mencionamos más arriba, él llega a su casa y se encuentra con que un amigo de la niñez, Manuel, le había dejado una nota pidiendo que se volvieran a verse: Manuel estaba desesperado y necesitaba a su viejo amigo. Los dos se habían peleado y Matthew lo sentía mucho. Pero al día siguiente acudió a la cita y se reconcilió con su amigo. Desde su ingreso en la universidad, Manuel había perdido la fe y se había entregado a los vicios más desenfrenados: buscaba algo y esto Matthew lo sabía.
Pero también Matthew tenía su alma desgarrada. Ahí estaba la alimaña:
«Comprendo muy bien tu situación porque la mía no es tan diferente a la tuya, y creo que lo que nos diferencia es que si yo no tuviera la esperanza en Dios y en su Providencia ya me habría pegado un tiro o estaría internado en un psiquiátrico. Cuando estoy con mi alma desgarrada por mis propios achaques pienso que, si he venido al mundo a amar a Dios, a conocerlo y a servirlo mias grandes debilidades Él las permite son para que yo las aproveche, y no para perderme para siempre. Tal vez en esas mismas debilidades está mi fortaleza, pero esto me ha llevado años asimilarlo y sigo luchando para poder hacerlo.»
En todos los diálogos de la novela los retratos de Matthew y de los otros personajes, los retratos de sus almas, se nos van poco a poco siendo dibujados por Beatrice. Matthew, aunque sufría terriblemente, mantenía sus ojos puestos en Nuestro Señor y se acusaba delante de Él por su desesperanza.
Pero claro, esta contradicción también lo mortificaba: por un lado la vida le parecía estéril, vacía y le pesaba terriblemente; por otro, sabía con toda la seguridad que era un don de Dios y que había que aprovecharla para amar a su Creador.
Matthew, mismo con toda su congoja, sabía que un amor desordenado – un amor que no fuera en Él y para Él – sería algo siempre incompleto y, por lo tanto, más triste.
En una ocasión llegó a decir que el infierno está cerrado por dentro.
Después de restablecida la hermosa amistad, los dos jóvenes se fueron a la casa de Matthew, donde querían mucho a Manuel y se alegraron por su regreso. Sin embargo, en el mismo día Matthew sufrió un infarto y casi murió. Esta nueva experiencia, que traía consigo un fuerte dolor físico y moral a la vez, casi anonadó a Matthew.
Pero, al mismo tiempo, le sirvió para que pudiera deshaogarse con su amigo: le contó a Manuel que se despreciaba.
«Y debo empezar por decirte que toda mi vida me he sentido como un ser despreciable… (…). Siempre me he sentido así, me doy pena a mí mismo. Creerás que es una niñería, pero es lo que realmente siento. Y el ejemplo que te demuestra objetivamente lo que soy es que, entre otras cosas, no he sido capaz de gustarle a ninguna niña. Además tengo un carácter débil, ¡uf! Soy una farsa Manuel. La gente me cree bonachón, pero en el fondo es porque soy débil de carácter. Muchas veces me odio a mí mismo por cómo soy y por lo que soy. Y por eso me vuelco dentro de mí y me encierro. Me siento una basura que no merece ser querido por nadie y…»
Se puede pensar que semejante confesión no sea más que un momento de debilidad de un joven retraído y con un miedo tremendo después de acercarse tanto a la muerte. Sin embargo, la experiencia de la muerte y el reencuentro con su amigo no han provocado en Matthew que sintiera tales cosas, sino que más bien lo han impulsionado a confesárselas por primera vez. Lo que dijo a Manuel eran los sentimientos que habían alimentado a su alimaña durante muchos años, era todo el dolor que cargaba sobre sus espaldas.
Y era un dolor que lo mortificaba porque, mientras se sentía rehén de aquello, pensaba en Nuestro Señor y no podía entregarse a Sus manos ni a Su cuidado.
Había que matar a la bestia o dejarse matar por ella, como en el poema de Oliver Goldsmith.
Entonces me vienen a la memoria otros personajes: Caryl Bramsley, de Baring; Blas Rameau, de Meersch; Giacomo, de Moravia; Nastasia Filipovna y Stavroguin, de Dostoyevski; Mario Montemor, de José Geraldo Vieria; y Walter Fane, de Maugham. Todos devorados por alimañas como la de Matthew: algunos realmente se perdieron, por lo que nos cuentan sus creadores; de otros no sabemos. Pero el Matthew de Beatrice, a diferencia de todos ellos, además de luchar y desgarrarse el alma, imploraba por la misericordia de Nuestro Señor, imploraba para que no le venciera la tentación de la desesperación.
«Me siento tan débil y tan cansado de luchar, por favor Señor, no permitas que me pierda, no permitas que me deje llevar por tentaciones que sólo conducen a mi alma a la muerte. Señor haz que no desfallezca. Voy a luchar, aunque mis fuerzas son escasas y perdóname por haber dudado de ti.»
Pero se acordará el lector que Matthew tenía un inmenso anhelo de amar: y por ahí la Providencia entró en su vida. Dios le mandó a Matthew un ángel – María de los Ángeles – para ponerle un reto: o se entregaba a su bestia y se perdía a la vez que hacía su novia sufrir terriblemente; o se dejaba humildemente querer por ella, para que también pudiese quererla. Y así podría domar a su fiera.
Ya sabe el lector que no me importa un pimiento eso que llaman “spoiler” y que en mis artículos salgo a contar todo lo que pasa en las novelas.
Pero de esta vez decidí no hacerlo, aunque haya dado un montón de señales sobre Matthew. Es que realmente deseo que los que se acerquen a este artículo también lean Inexspectatus Occursus; es mi manera de agradecerle a Beatrice.
Gilmar Siqueira
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