Hoy, la propuesta de D. Vicente es en nuestra sección de Historia de la Iglesia, ¿Les resulta conocida la figura Decio? Tanto si responden positiva como negativamente en este gran artículo pueden adentrarse en la figura de este emperador
«La persecución de Decio», Rev. D. Vicente Ramón Escandell
LA PERSECUCION DE DECIO (250-251)
ROMA CONTRA CRISTO
En el año 250 estalla la persecución del emperador Decio contra el cristianismo, en el marco de la Crisis del siglo III (235-284), uno de los periodos más sombríos de la historia del Imperio Romano. La Iglesia, fortalecida aparentemente después de un largo periodo de paz, tuvo que afrontar la primera gran persecución sistemática y universal de toda su historia. Muchos fueron los mártires que rubricaron con su sangre su fe en Cristo, pero también los que, por miedo, presión o conveniencia, apostataron públicamente de ella.
Crisis del siglo III: anarquía militar y unificación imperial.
El Imperio Romano durante sus dos primeros siglos de existencia había gozado de una relativa paz y estabilidad. Desde Augusto hasta Alejandro Severo el Imperio había experimentado una notable expansión, no sin algunos problemas que ponían de manifiesto su propia debilidad intrínseca.
La muerte de Nerón no sólo desencadeno una breve, pero cruenta guerra civil, sino que había puesto de manifiesto que, en última instancia, era el Ejercito y no el Senado, quien ostentaba el poder “de facto” a la hora de deponer y nombrar emperadores. Tras la crisis del año 64 Roma gozo de una serie de emperadores más o menos capacitados por el ejercicio del poder, que permitieron un restablecimiento de la grandeza militar, política, económica y cultural de Roma, destacando en ello las figuras de Trajano y Marco Aurelio, con quienes las fronteras imperiales alcanzan su máxima expansión. Sin embargo, bajo este último emperador se perciben ya los primeros síntomas de agotamiento: el emperador filosofo pasó casi toda su vida luchando en las fronteras occidentales del imperio contra los barbaros, que ya no eran el pueblo desorganizado de tiempos pasados, sino que habían ido adquiriendo, por su contacto con Roma, una mayor organización política y militar.
La desaparición de Marco Aurelio y la muerte de su sucesor Cómodo, puso el Imperio en manos de una serie de personajes, la Dinastía Severa, que ya no eran oriundos de Roma o de Occidente, sino que procedían de Oriente. Los Severos, con figuras tan extravagantes como Heliogábalo, introdujeron elementos cultures y religiosos ajenos a la tradición romana, procedentes de Oriente, que debilitaron la religión tradicional. Desde el punto de vista político y militar, Roma se encontraba cada vez más asediada por sus enemigos, tanto en oriente como en occidente, poniendo al límite la capacidad militar y económica del Imperio a la hora de salvaguardar su integridad. A ello vino a unirse la ambición de algunos mandos militares que, conscientes de que eran ellos quienes defendían el Imperio y no el emperador, absorto en sus excentricidades en Roma o en Oriente, pensaban que tenían que ser ellos los que gobernasen el Imperio o, al menos, asumir el poder en aquella zona que defendían. Así empezaron a surgir una serie de levantamientos, donde los soldados proclamaban emperadores a sus generales, que desestabilizaron el poder imperial que, durante el siglo III, se vería fragmentado en diversos “imperios” paralelos tanto en Oriente como en Occidente.
La muerte del joven Alejandro Severo a manos de sus propios soldados en Maguncia (235) pone punto y final, no sólo a la Dinastía Severa, sino también a la Pax Romana, e inicia un periodo de anarquía caracterizado por levantamientos militares, fragmentación del Imperio, caos económico, debilidad en las fronteras y debilitamiento del Imperio. Entre el 235 y el 268 no existe una dinastía imperial propiamente dicha, sino más bien una serie de usurpadores en el trono imperial romano, cada cual más inepto que el anterior, aunque no dejaron de existir intentos de reunificación y fortalecimiento, como el protagonizado por Decio (249-251) y Valeriano (253-260), que prepararon el terreno al advenimiento de Diocleciano (284-305), que pone fin a la anarquía militar instaurando un nuevo orden político, la Tetrarquía, que perdurara hasta el advenimiento de Constantino.
Centrándonos en la figura de Decio, cabe decir que es el típico caso de militar que asume la purpura imperial por medio de un alzamiento contra su emperador. Originario de la actual Serbio, Decio ejerció diversos cargos políticos en Roma como hombre de confianza del emperador Filipo el Árabe (244-249), que sucedió a Gordiano III (238-244), y que, según Eusebio de Cesárea, fue el primer emperador cristiano, dato más que discutible, aunque si es cierto que ejerció una cierta tolerancia hacia el Cristianismo. En el 245 el emperador le confía el mando de las legiones del Danubio, y poco más tarde es enviado a Mesia y Panonia para sofocar la revuelta de un líder militar romano, Pacatiano, que había sido proclamado emperador por sus tropas. Pacatiano fue asesinado por sus propios soldados antes de la llegada de Decio, cuyos soldados se hayamos molestos por la humillante paz que Filipo había firmado en Oriente con los persas sasánidas; esto llevo a una rebelión entre las tropas de Decio que, unidas a las de Pacatiano, decidieron proclamarlo emperador, aunque parece ser que este se mostró, al principio reacio a ello. Sea como sea, Decio marcho en el 249 contra Filipo, enfrentándose ambos cerca de Verona, donde el primero salió victorioso, siendo confirmado como emperador por el Senado, aunque, según el historiador bizantino Zósimo, lo acepto de mala gana.
¿Cuál fue el proyecto político de Decio? Ciertamente, el anhelo del nuevo emperador era restaurar la unidad imperial, tanto en el interior como en el exterior. Para lo segundo estaba claro que hacía falta reforzar las fronteras mediante una política militar defensiva, pues, desde Trajano y Marco Aurelio, se hacía evidente que el Imperio ya no podía extender más sus fronteras sino quería agotar sus recursos, ya de por sí mermados. Pero para ello, se hacía necesaria la unidad interna en torno al Emperador, pero también en torno a la religión, con lo que la cuestión religiosa paso a un primer plano como elemento de unidad política. Decio fue consciente de ello, sobre todo, después de los desmanes de los Severos que habían introducido en Roma los cultos orientales, cuya popularidad causo un grave perjuicio a la religión oficial y tradicional. Ante este panorama, el nuevo emperador se propuso una tarea de regeneración que pasaba por la recuperación de los valores tradicionales que habían hecho grande a Roma, lo que suponía el rechazo y la persecución de cualquier culto extranjero, y en especial, el Cristianismo.
Causas de la persecución
1. “Dad al César lo que es del César”
¿Por qué especialmente el Cristianismo? La religión cristiana se había introducido de modo progresivo en el espectro cultural del mundo romano, heredero del politeísmo, de la mano del Helenismo. El Cristianismo nace dentro de un marco cultural dominado por la creciente atracción de todo lo oriental en la sociedad romana que, desde el punto de vista religioso, había caído en un puro formalismo. Como consecuencia de ello, el número de adeptos a las religiones mistéricas orientales aumenta y estas van poco a poco marginando la religión tradicional romana, reservada a la esfera pública y oficial.
Se sabe de la gran incidencia que tenía el Judaísmo en determinados sectores sociales, como lo demuestra el hecho de las presiones que contra Pablo ejercieron ciertas damas de la aristocracia de Éfeso que simpatizaban con la religión hebrea. Por otra parte, el hecho de que el emperador Claudio expulsara a los judíos de Roma, incluyendo a los cristianos, denota la importancia que iba adquiriendo el Judaísmo, aunque hay que tener en cuenta que este hecho se inserta dentro del plan reformador del emperador, destinado a restaurar los valores tradicionales de Roma. Bajo su sucesor Nerón se vislumbró, al principio, una cierta tolerancia hacia el Judaísmo, que terminó en el año 64 cuando, tras el incendio de Roma, se desató la persecución contra los cristianos, que afecto igualmente a los judíos de la ciudad.
Junto al Judaísmo, otra de las religiones orientales que tuvieron éxito dentro del Imperio fue la del Mitraismo y el culto al Sol. Ambas religiones penetraron en Roma a través de los militares que, durante sus campañas en Oriente, entraron en contacto con estos cultos y los exportaron a la Ciudad Eterna y a otros lugares del Imperio. Así, por ejemplo, se sabe que el emperador Heliogábalo, de la dinastía de los Severos, introdujo en Roma el culto a El Gebal, encarnación del dios Sol, del que era sumo sacerdote y cuyo culto era oriundo de Emesa (Siria); en un acto sin precedentes, decreto que El Gebal fue el único dios del panteón romano, y mando trasladar allí la piedra negra que, según se decía, era encarnación del dios. Esta idea de unificar la religión en una sola divinidad estaría presente, años más tarde, en Aureliano (270-275), también militar, que trató de implantar como religión única la del Sol Invicto, muy popular entre los militares, y a la cual, parece ser que estaba vinculado Constantino. También, muy popular entre ellos era el culto al dios Mitra, cuya sangre había dado origen al universo y cuyos acólitos recibían un bautismo renovador para ser aceptados en su seno; esta religión contó con una jerarquía y liturgias propias y llegó a constituir, junto con el Cristianismo, una de las fuerzas religiosas más importantes del Bajo Imperio.
Como vemos, todas estas religiones rivalizaban con la religión tradicional romana, cada vez más abandonada y relegada a lo puramente oficial y formal. Pero solo el Cristianismo parecía ofrecer una amenaza seria a los planes restauradores de Decio en un grado nunca visto hasta entonces. Y es que la tradicional tolerancia religiosa de los romanos, ávidos siempre de novedades en el campo religioso, entraba en conflicto con la pretensión del Cristianismo de “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, algo que no ocurría en las demás religiones orientales. Para los cristianos el límite de la obediencia al Estado estaba en la pretensión de este de equipararse a dios, en concreto, la divinización del Emperador era algo totalmente contrario a las creencias cristianas y judías. Ya los judíos, en tiempos de Calígula habían tenido problemas con la pretensión de este de proclamarse dios en vida, llevando el choque hasta el punto de ordenar colocar una estatua suya en el Templo de Jerusalén para ser adorado en él; el asesinato del emperador evito el estallido de una sublevación, pero puso de manifiesto el inevitable choque entre un poder cada vez más autocrático y el monoteísmo judeo-cristiano. En cuando a los cristianos, el problema, como veremos, se presentó con la pretensión de Decio de obligarles a ofrecer incienso y en participar en los banquetes sacrificiales en honor del Emperador y por el bienestar del Imperio.
Políticamente, el Cristianismo desafió el poder imperial, al cual había permanecido sometido de buena gana, siguiendo las directrices de los Apóstoles; pero resultaba intolerable que un hombre o el Estado que se autoproclamaba así mismo “divinos”, lo cual se oponía gravemente a la fe en un solo Dios y un solo Señor, Jesucristo, profesada por el Cristianismo y que era la base fundamental del mismo.
2. Una Iglesia en constante crecimiento
No sólo el rechazo de la divinización del Emperador y del Estado fueron las causas que desencadenaron la persecución de Decio contra el Cristianismo, sino también el temor a que la Iglesia se convirtiese en un poder paralelo al imperial. Mientras que el Imperio iba entrando de modo progresivo en su decadencia, la Iglesia y el Cristianismo iban creciendo y penetrando en todos los sectores de la sociedad romana, en especial, entre sus clases dirigentes.
Hacia el 250 quedaban ya lejos los tiempos en que el Cristianismoaparecía como una secta surgida del seno del Judaísmo y que resultaba difícil distinguir de él. Este había sido el motivo de la expulsión de los cristianos de Roma en tiempos de Claudio, como atestigua Tácito y Suetonio, pero también el libro de Hechos de los Apóstoles, donde se nos habla de Aquila y Priscila, judíos procedente de Roma, que entran en contacto con san Pablo en Corinto. El Cristianismo se había ya separado del Judaísmo que, desde el año 70, estaba dirigido por los fariseos, único grupo religioso superviviente de los tiempos de Jesús, y acérrimo enemigo del Cristianismo.
Superada la fase inicial de propagación, llevada a cabo por los Apóstoles y sus más inmediatos sucesores, el Cristianismo afronta el siglo II (100 d. C.), de modo distinto a como había tenido que vivir el siglo anterior. Tras la muerte de Nerón y el advenimiento de la dinastía Flavia (69-96), los cristianos gozaron de una cierta paz, sólo interrumpida por la persecución de Domiciano (81-96) que, en los últimos años de su mandato desencadeno una cruenta persecución que afectó, por igual, a judíos y a cristianos. Con la llegada de una nueva dinastía, los Antoninos (96-192), se inaugura un periodo de paz, solamente alterado por alguna que otra persecución local, fruto de las tensiones sociales y económicas que empieza a experimentar el Imperio. Es la época de Trajano y Marco Aurelio, emperadores y administradores eficaces que, lejos de las veleidades de un Nerón o Domiciano, estaban más atentos a las necesidades defensivas del Imperio que a restaurar la religión romana o introducir nuevos cultos en ella. Con todo, hay que señalar que, desde el punto de vista jurídico, Trajano marcó un precedente importante, que lo diferencia de la arbitrariedad de sus predecesores contra los cristianos: en su carta a Plinio el Joven, gobernador de Bitina (Ponto), le expone unas directrices a la hora de llevar a cabo el enjuiciamiento de los cristianos, respetando la legalidad, que contemplaban el rechazo de las delaciones anónimas y buscando la apostasía por medios persuasivos más que violentos; aquellos que por tres veces confesaran ser cristianos, serian ejecutados. Puede decirse que con Trajano la persecución del Cristianismo se regula legalmente, aunque seguirá siendo una cuestión más o menos localizada, sin adquirir el carácter general de Decio.
A pesar de esta hostilidad externa, la Iglesia y el Cristianismo experimentan a lo largo del siglo II un gran desarrollo y una penetración en la sociedad romana cada vez mayor. Hacia el siglo II la Iglesia cuenta ya con una fuerte estructura jerarquía que se había ido consolidando desde mediados del siglo I, con motivo de la desaparición de los apóstoles y la necesidad de continuar la tarea por ellos iniciada de gobernar las comunidades y extender la fe de Cristo. Figuras como san Ignacio de Antioquia, sucesor de san Pedro en la sede antioquena, dejan de manifiesto en sus escritos la existencia de una estructura jerárquica compuesta por obispos, sacerdotes o presbíteros y diáconos, aunque todavía quedara por delimitar la distinción entre los primeros y los segundos. La sucesión apostólica es atestiguada, igualmente, en los escritos de san Ireneo de Lyon contra los gnósticos, afirmando que la transmisión de la fe y la defensa de su ortodoxia ha sido encomendada a los sucesores de los apóstoles, que son los obispos. Todo esto confirma la idea de una Iglesia jerárquicamente constituida ya en los primeros compases del Cristianismo.
Por otra parte, junto a la consolidación de la estructura jerárquica de la Iglesia, durante el siglo II se produce un desarrollo de la teología cristiana, especialmente, de la apologética. La defensa del Cristianismo se hacía necesaria frente a la difamación de que era objeto por parte de judíos y gentiles, que despreciaban el culto y las creencias cristianas, adjudicándoles los más horribles acentos. Por este motivo, surgen a lo largo del siglo II toda una serie de escritores, llamados “apologistas”, que defenderán con argumentos racionales y escrituristicos las doctrinas y practicas cristianas, teniendo como destinatarios principales las autoridades civiles imperiales. En este sentido, cabría destacar la figura de san Justino, abogado y filósofo palestinense que, ubicado en Roma en tiempos de Marco Aurelio, dirigió al Emperador filosofo dos escritos apologéticos donde desmentía los infundios lanzados contra su religión y le exponía los fundamentos del culto y la doctrina cristiana. Por otra parte, en su obra Contra Celso, san Justino sale al paso de los infundios del judío Celso contra el Cristianismo, recurriendo, en este caso, a las Escrituras a fin de demostrar la divinidad del Cristianismo y la falsedad de los argumentos judíos contra Él y su Fundador.
Sin embargo, la Iglesia del siglo II no sólo vive preocupada por defenderse de las persecuciones y de las falsedades lanzadas contra ella desde el paganismo y el judaísmo, sino que también se ve acosada por luchas internas, de índole doctrinal y pastoral, que surgieron como consecuencia lógica de su contacto con el mundo helenístico y su propia expansión. En el primer ámbito, la lucha contra el Gnosticismo ocupo un plano destacado en el campo intelectual, pues ponía en peligro la esencia misma del Cristianismo al querer disolverlo en la filosofía helenística y la mística oriental. En este sentido, destaco la figura de san Ireneo de Lyon, discípulo de san Policarpo de Esmirna, que lo fue a su vez de san Juan Evangelista, que con su obra Contra los Herejes inaugura la dogmática cristiana; en ella refuta los planteamientos dualistas del gnosticismo, sus interminables genealogías, su negación de la humanidad de Jesucristo y su rechazo al Antiguo Testamento. La crisis gnóstica dio lugar a la aparición de gran número de sectas que poseían su propia jerarquía, ritos y escrituras, en las que, desfigurando las enseñanzas de Cristo, justificaban sus puntos de vista. La labor doctrinal y pastoral de la Iglesia para frenar el Gnosticismo salvo al Cristianismo, en circunstancia a veces difíciles por las persecuciones, y garantizo la salvaguarda del Depósito de la Fe, frente a las fabulas gnósticas.
En cuanto a las segundas, hay que señalar que se dieron ya en el siglo II las primeras herejías de corte rigorista, surgidas como respuesta a una cierta laxitud en determinadas comunidades cristianas. Entre estas tendencias destacó el Montanismo, surgido en el Norte de África, y cuyo fundador, Montano, se autoproclamo la encarnación del Espíritu Santo prometido por Cristo; acompañado por dos profetisas Maximilia y Priscila, extendieron sus errores por todo el Norte de África, llegando a ganar para su causa al apologista Tertuliano, que, tras una etapa católica, paso a convertirse en un furibundo propagador de las ideas montanistas. Ayunos rigurosos, rechazo total del matrimonio y negación del perdón de los pecados fueron los rasgos característicos de este movimiento, que termino ahogado por la firme postura de los obispos católicos y de los papas san Víctor (189-199) y san Ceferino (199-217) que decretaron la excomunión de los partidarios de esta secta.
Vemos, pues, que a lo largo del siglo II la Iglesia va experimentando una mayor consolidación tanto doctrinal como pastoral, afrontando los retos internos y externos con seriedad. Este fortalecimiento interno, se reflejó en una progresiva expansión externa llegando a penetrar, en distintos estratos sociales. Se sabe, por ejemplo, que entre los miembros de la familia imperial había ya cristianos en tiempos de Domiciano e incluso en el entorno del emperador Cómodo, cuya concubina Marcia, que participo en el complot de su asesinato, era cristiana. Más dudosas son las noticias de la existencia de emperadores cristianos en este periodo: según cuentan Alejandro Severo (222-235) poseía en su oratorio privado una imagen de Cristo o Felipe el Árabe, ya citado, del que Eusebio de Cesárea afirmaba que era cristiano. Probablemente en ambos casos se tratase de emperadores más tolerantes con el Cristianismo, que era ya una fuerza pujante en el Imperio, y, dado su origen oriental, fueran menos propensos a actitudes violentas contra él. Lo cierto es que durante el siglo II la actitud de los Emperadores fue más o menos tolerante, aunque no faltaron estallidos violentos como el orquestado por Septimio Severo (193-211) y Máximo de Tracia (235-238), motivados más por el miedo a la fuerza que iba adquiriendo el Cristianismo en el Imperio o por simple castigo por las simpatías del César destronado hacia la fe de Cristo, que por motivos puramente religiosos.
Finalmente, señalar que este auge del Cristianismo manifestado en su crecimiento, su influencia social y la manifestación pública de su fe, dio lugar a una falsa confianza y un relajamiento que, como hemos visto, suscito los movimientos rigoristas, y desarmo a los cristianos de cara a una futura persecución. La persecución de Decio pondría de manifiesto esta realidad y la Iglesia vería con tristeza la defección de muchos de sus hijos, a la par que contemplaría orgullosa la exaltación al cielo de muchísimos de ellos.
La persecución de Decio: mártires, confesores y apostatas
En enero del 250 Decio inicia su plan de restauración de las tradiciones romanas, publicando un edicto por el que se obligaba a todos los ciudadanos del Imperio, que solamente eran los hombres libres, a ofrecer sacrificios por el Emperador y el bienestar del Imperio. Se trataba de promover la religión civil romana que, como ya hemos visto, estaba algo decaída por la introducción de los cultos orientales durante el gobierno de los Severos. Era evidente, que, para los cristianos, muchos de los cuales desconfiaban del poder imperial o simplemente no deseaban por convicción participar en este culto, la situación se iba a tornar peligrosa. El texto del edicto decía así:
“Se requiere a todos los habitantes del imperio para que hagan sacrificios ante los magistrados de su comunidad «por la seguridad del imperio» en un día determinado (la fecha variaría en cada lugar y la orden pudo haber sido que el sacrificio tenía que estar consumado dentro de un específico período después de que la comunidad recibiera el edicto). Cuando hagan el sacrificio podrán obtener un certificado (libellus) documentando el hecho de que han cumplido la orden.”
Para los seguidores de otras religiones no existía ningún problema a la hora de ofrecer sus libaciones por la prosperidad del Imperio y del Emperador, pero para los judíos y los cristianos la cosa era distinta. Resultaba incompatible con el monoteísmo judeo-cristiano el tributar honores religiosos a un individuo o entidad, y el caso de la estatua de Calígula en Jerusalénhabía puesto de manifiesto hasta donde se estaba dispuesto a llegar para defender el principio monoteísta; por otra parte, los cristianos tenían claro la distinción de las esferas del poder civil y del religioso: una cosa era ser un buen ciudadano y pedir por la salud del emperador y sus oficiales, y otra bien distinta adorarle como si fuera un dios. Y esta era la piedra de toque entre el poder civil romano, cada vez más empeñado en mezclar ambas esferas para fortalecer su autoridad, y el Cristianismo, empeñado en la defensa de la unicidad de Dios y la separación entre la Iglesia y el Estado.
Con todo, Decio contaba en su decreto con esta oposición y busco la forma de vencerla, para lo cual se propuso descabezar a las comunidades atacando a sus líderes, los obispos, como se solía hacer en el ámbito militar. Las sociedades que están organizadas y jerarquizadas son más fáciles de derrotar cuando se las descabeza eliminando a los líderes, en este caso los obispos, de ahí, que estos fueran el objetivo principal de Decio. Para ello, se exigió a los obispos y demás miembros de la jerarquía eclesial a ofrecer públicamente su sacrifico dentro de un determinado plazo, pasado el cual se procedería a su encarcelamiento, tortura y ejecución. Esta táctica fue seguida por los sucesores de Decio Valeriano y Diocleciano que también, como buenos militares, sabían del efecto desmoralizador que tendría entre los fieles ver a sus dirigentes ofrecer incienso, lo que equivalía a una apostasía pública.
El acto, como afirma el decreto, se realizaba delante de un funcionario público que, mediante un documento, llamado “libelo”, certificaba que el cristiano había ofrecido incienso ante la imagen del Emperador (Incensador) o participado en los sacrificios ofrecidos a los dioses imperiales (Sacrificados). Por desgracia, el número de quienes llevaron a cabo estos actos de apostasía publica fueron numerosos, ya por convicción o por miedo, quedando automáticamente excluidos de la comunidad. Ahora bien, no todos los que oficialmente constaban como fieles cumplidores del edicto imperial habían cometido los actos que el documento certificaba: algunos, mostrando una mayor sagacidad, recurrieron al soborno para que sus nombres fuesen incluidos en las listas de oferentes y obtener así el certificado de que habían realizado el sacrificio. A estos se les consideraba igualmente apostatas, porque, si bien no habían hecho el sacrificio, tampoco habían confesado la fe, sino que simplemente habían tranquilizado sus conciencias mediante el soborno. Esta fue la opción de una gran mayoría de cristianos, que darían lugar, una vez finalizada la persecución a un problema pastoral grave.
Sin embargo, junto a estos apostatas también florecieron los mártires y aparecieron una nueva clase de cristianos, los “confesores”: estos habían sido aquellos que, durante la persecución, aun no llegando a derramar su sangre por Cristo, sufrieron el destierro, la confiscación, la tortura o tuvieron que esconderse para salvar sus vidas. De entre los primeros, destacaron las figuras del Papa san Fabián y los santos Abdón y Senén en Roma, o el de santa Águeda en Sicilia; de los segundos, destacaron, entre otros, las figuras de san Cipriano de Cartago o Dionisio de Alejandría, que gobernaron sus Iglesias desde la clandestinidad, algo que, más tarde, les valdría ser tachados de cobardes por los miembros más rigoristas de la Iglesia. En relación con estos dos últimos nombres, destacar el hecho de que la persecución de Decio fue especialmente cruenta en el Norte de África, donde había una floreciente cristiandad, y que se vio azotada por aquellos años por la llamada “peste antoniana” o “peste de Cipriano”, y que, según los expertos, se trató de un brote doble de sarampión y viruela; como era ya costumbre, los cristianos fueron culpados de esta epidemia por haber ofendido a los dioses y, según cuentan los historiadores, Cartago y Alejandría fueron escenario de una verdadera cacería de cristianos, lo que recrudeció una situación ya de por sí dramática.
Hacia finales del reinado de Decio, parecer ser que la persecución fue perdiendo fuerza, pero sirvió de inspiración para sus sucesores, pues, Valeriano (253-260), renovó su edicto. El Imperio hacia el 251 tenía otros problemas más graves, tanto a nivel económico como político, y la persecución contra los cristianos no era una de sus prioridades. Las incursiones de los godos en el Danubio estaban poniendo en peligro los territorios imperiales del este, lo que obligo a Decio a marchar contra ellos, acompañado por su hijo Herenio Etrusco, asociado a él en el Imperio; pero, tras una serie de acciones victoriosas, ambos encontraron la muerte en la batalla de Abrito (julio – agosto del 251), donde las fuerzas romanas fueron estrepitosamente derrotadas por los godos. El sueño de Decio de reconstruir la grandeza de Roma a través de un retorno a los valores tradicionales y aplastando a los cristianos, se hundió con él en las ciénagas de Abrito.
Los lapsi: misericordia y rigorismo en la Iglesia del siglo III
La persecución de Decio finalizo en el año 251 con la muerte del emperador en su campaña contra los godos, dando paso al efímero reinado de su hijo Hostiliano (251), que ocuparía el trono imperial durante un año, falleciendo por muerte natural algo que no ocurría en Roma hacia cuarenta años.
La muerte de Decio y el breve reinado de Hostiliano dieron a la Iglesia un periodo de paz que finalizaría con el advenimiento de Valeriano (253). En términos generales, la Iglesia salió bastante debilitada de la persecución de Decio pues, al contrario que sus antecesores, esta había tenido un carácter general y había ido, principalmente, a la búsqueda de la defección y no del martirio. Un respiro que duraría poco pues, como hemos dicho, tras los breves reinados de Hostiliano (251), Treboniano Galo (253) y Emiliano (253), asciende al trono imperial Valeriano que inicia, como Decio, una nueva persecución general que aspiraba, al contrario que su sucesor, no a restaurar los valores tradicionales del Imperio, sino a llenar las exhaustas arcas del Estado mediante la confiscación de los bienes inmuebles y materiales de los cristianos.
Ahora bien, la persecución de Decio legó a la Iglesia, no sólo un gran número de mártires y confesores, sino también de apostatas, con los cuales había que hacer algo. Estos una vez pasada la tormenta tenían dos opciones: o abandonar definitivamente el cristianismo o mantenerse en él. La primera opción no planteaba a la Iglesia ningún problema, pues automáticamente se habían excluido de ella al realizar los sacrificios o adquirir mediante soborno el certificado de haberlo realizado; el problema se planteaba con la segunda opción, es decir, la de aquellos que por debilidad habían apostatado y que ahora, terminada la persecución, deseaban volver a incorporarse a la Iglesia. Esta era una situación realmente nueva para ella pues, la apostasía se consideraba un pecado grave y que no podía ser perdonado. Esto llevo a una fuerte división de opiniones entre aquellos que rechazaban toda readmisión a la comunión eclesial de los apostatas (Novaciano en Roma) y los que estaban a favor de ella; dentro de esta última tendencia se encontraban aquellos que defendían una fácil readmisión (Novato y Felicísimo en Cartago) y aquellos que exigían un cierto periodo penitencial para su readmisión (san Cipriano en Cartago y san Cornelio en Roma).
La situación se volvió realmente dramática tanto en Cartago como Roma, puesto que los partidarios de la máxima indulgencia y del máximo rigorismo terminaron por provocar un cisma en el que, como en muchas ocasiones, las personalidades y las aspiraciones de los líderes de estas facciones se superponían al bien intrínseco de la Iglesia. Así, san Cipriano en Cartago tuvo que afrontar los ataques de Novato y Felicísimo quienes exigían que se concediese a los libeláticos un billete de paz que los eximiese de toda penitencia publica por su pecado y se les reconciliase para ser de nuevo admitidos; era evidente que la laxitud de tales exigencias no casaba con la gravedad del pecado cometido, y que se hacía necesaria una intervención esclarecedora de la jerarquía. En el 252 un sínodo de Cartago estableció que los apostatas debían someterse a una penitencia perpetua y sólo serían readmitidos en la hora de su muerte, en el caso de los “sacrificados”; mientras que a los “libeláticos” se les imponía una penitencia temporal y se limitaba la concesión de los billetes de paz, que eran concedidos, generalmente, por los confesores. La cuestión vino a complicarse en el Norte de África con la persecución de Valeriano, que obligo a la autoridad eclesial a conceder un perdón general, que ahondo aún más las diferencias entre Novato, Felicísimo y Cipriano, desembocando en la aparición de una Iglesia cismática fundada por losdos primeros.
En Roma la cuestión era a la inversa: Novaciano exigía una mayor dureza contra los apostatas, rechazando las medidas del Papa Cornelio que, en muchos puntos, coincidían con las de San Cipriano. Novaciano desencadeno una campaña contra el Papa y elaboro toda una doctrina contraria al laxismo que veía en el Sucesor de Pedro: según él el pecado de apostasía no podía ser perdonado por la Iglesia puesto que esta no tenía poder para hacerlo, como tampoco los otros pecados que eran causa de excomunión. Novaciano defendía una Iglesia pura, que no debía ensuciarse con la readmisión de los apostatas, que debían permanecer fuera de ella como castigo a su cobarde comportamiento durante la persecución. Estas tesis de Novaciano encontraron un gran eco en el seno de la Iglesia, lo que supuso toda una campaña contra el papa Cornelio que, sin embargo, como san Cipriano, se mantuvo firme en su decisión de readmitir a los apostatas que lo solicitasen tras un periodo penitencial. El resultado de la pugna Novaciano – Cornelio fue novedosa dentro de la reciente historia de la Iglesia: se produjo una alianza anómala entre los laxistas de Cartago y los rigoristas de Roma, algo paradójico, pero que confirmaba el dicho popular de que “los extremos se tocan.” En el fondo de este enfrentamiento, estaba no sólo la cuestión de los libeláticos, sino también la animadversión que Novaciano sentía hacia Cornelio, a quien nunca reconoció como Papa legítimo, puesto que él aspirada a la elección tras la muerte de san Fabián. Rechazada esta, se procuró la ayuda de tres obispos y se hizo elegir por ellos el año 251, siendo el segundo antipapa de la historia de la Iglesia, tras san Hipólito. Desterrado de Roma por un sínodo de otoño del 251, Novaciano termino por fundar su propia Iglesia “de los puros”, que perduraría hasta el siglo VII, siendo duramente combatida por san Cornelio, san Ambrosio y san Paciano.
En definitiva, la norma que la Iglesia seguiría en el transcurso de las siguientes persecuciones la proporcionada por san Cornelio y san Cipriano, quedando como algo residual y ajeno a la prácticaeclesial la praxis laxista y rigorista. San Cornelio moriría mártir en el 253, bajo Treboniano Galo, mientras que san Cipriano seria martirizado durante la persecución de Valeriano (257)
Conclusión
La persecución de Decio puso de manifiesto que para el poder romano la Iglesia y el Cristianismo habían dejado de ser una institución y una creencia marginal, para convertirse en una alternativa moral e institucional al Imperio. De no ser así, no se explica la saña con que se llevaron a cabo las persecuciones de finales del siglo III y principios del IV, en el marco de los intentos por restaurar la unidad territorial, política y religiosa de un Imperio en crisis.
La Iglesia, que había experimentado un crecimiento a todos los niveles entre los siglos II y III, se vio sorprendida por la persecución del 251, después de un relativo periodo de paz que favoreció esa expansión. El gran número de apostasías pone de manifiesto una cierta pérdida de ardor en la fe y una relajación de costumbres, propiciadas por ese periodo de paz. Sin embargo, estas defecciones fueron compensadas por el ingente número de mártires y confesores que, ya fuera derramando su sangre o soportante todo tipo de penurias por Cristo, manifestaron una vez más la fortaleza y arraigo de la fe en el alma de muchos cristianos.
La crisis de los libeláticos o lapsis puso de manifiesto, en el contexto de la persecución y después de ella, las tensiones internas a nivel pastoral, evidenciando que la Iglesia primitiva no fue esa “Arcadia feliz” que algunos se empeñan en sostener. Las medidas de san Cipriano contra los laxistas y san Cornelio contra los rigoristas ponen de manifiesto la capacidad de los Pastores de dar soluciones coherentes a los grandes problemas de la Iglesia. La misericordia truncada, que no respeta la justicia, no era la solución a aquella crisis, sino la verdadera misericordia que es capaz de conceder el perdón, pero sin faltar a la justicia debida a Dios que conlleva la conversión y la penitencia por la falta cometida.
Finalmente, la Iglesia dio en aquel momento un gran ejemplo de “rebeldía” frente a la mentalidad del Mundo: mientras todas las creencias del Imperio se doblegaron a los deseos de Decio de ser adorado como un dios y que el Estado fuera idolatrado, el Cristianismo se mantuvo firme en su fe y no cedió ni un ápice ante las presiones que recibió para doblegarse igualmente. Un excelente ejemplo para la Iglesia del siglo XXI asediada y penetrada por las corrientes mundanizantes y las ideologías erráticas que pretenden su sumisión a ellas a costa de su fidelidad a Cristo y su doctrina.
Vicente Ramón Escandell Abad, Pbro.
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