«One of the tasks of the saint is to renew language, to sing a new song. The novelist, no saint, has a humbler task. He must use every ounce of skill, cunning, humor, even irony, to deliver religion from the merely edifying». Walker Percy. Why I am Catholic.
¿Cómo ponernos en la disposición exacta para que nos percatemos de las pequeñas revelaciones recibidas en lo cotidiano? La tendencia al aburrimiento y a la queja parecen darnos justo el hábito contrario, es decir, disposiciones que nos impiden ver al tiempo completamente explorado en sus recursos, como el tejido narrativo que empieza aquí y parece empujarnos a la vida perdurable.
Mientras que el tiempo ordinario está abierto y en sus ritos culmina en la esperanza de la resurrección, el que está aburrido se cierra en un desprecio afectado y triste de las cosas ordinarias. Como no las soporta y quiere siempre algo nuevo, algo que tape su vacío, añadirá más y más distracciones hasta que se encuentre fastidiado y cínico. Si miramos a nuestro alrededor, muchas cosas parecen estimularnos a semejante fin: el ajetreo de las grandes ciudades, el ruido constante, la necesidad de comprar productos nuevos, la curiosidad por escándalos ajenos, la ansiedad casi permanente, etc. Aunque aterrador, el escenario es también de esperanza. Walker Percy escribió que precisamente una persona hastiada por los resultados esperados y luego defraudados de las distracciones es la que está abierta a nuevos signos.
Pero ¿qué clase de apertura será la suya? Al principio una que más se parece a la debilidad, a la flojera del que ya no intenta nada porque cree haberlo intentado todo inútilmente. No solemos pensar en una apertura así, sino más bien asociada a estados de ánimo positivos e incluso alegres. Y sin embargo hay una apertura que nace de la experiencia de vanidad y que hace cobrar sentido aquellas misteriosas palabras del cura Luis Numuncurá en la novela Su Majestad Dulcinea, del Padre Castellani: «la desesperación es la enfermedad, pero la desesperación es también el remedio»1.
Es verdad que las esperas frustradas dañan un poco la capacidad de esperanza, pero al mismo tiempo hacen con que uno sepa – a veces de la peor manera posible – que ya no cabe esperar nada de lo consabido, de las distracciones que hacen olvidar lo ordinario. El abismo se agranda: al aburrimiento de lo cotidiano se le añade el hastío de la falta de sentido. Podemos preguntar otra vez: ¿qué clase de apertura es ésa? Antes de contestarla, es menester explorar otro aspecto del abismo: la interpretación que lo acompaña.
Si el tiempo es el tejido narrativo de la biografía humana, cada episodio, cada experiencia, cada espera y cada error son narrados desde dentro (para emplear una expresión de Julián Marías) por la persona misma. Si una persona crece en un ambiente en que se habla mucho de dinero, por ejemplo, aprenderá a alimentar sus expectativas y quejarse de las dificultades a partir de lo que ha oído siempre: si el objetivo es ganar más dinero, el trabajo será malo o bueno a medida en que satisfaga o no a ese fin. Pero si la persona gana bien y permanece descontenta, dirá que es porque gana poco. No lo hará por hipocresía consciente, sino porque sus únicos medios de comunicación – de interpretación – estarán adscritos a los términos del dinero. Lo mismo vale para otros aspectos de la vida – el trabajo, el amor y la religión – desde los cuales se interpreta – propia y analógicamente – a la trayectoria entera.
Las palabras con que pensamos y hablamos revelan qué interpretación tenemos de nuestra vida y de quién queremos ser. Pero las palabras, como las experiencias de distracción que llevan al hastío, se gastan, se vuelven vacías y aparentemente consabidas por el hecho de ser tan usadas. Una persona hastiada y frustrada no querrá oír nada de la fe por (creer) entenderla, por (creer) saber que se trata de una moralina sentimental. Tal vez por haber recibido semejante interpretación en algún momento se haya dedicado a buscar consuelos en otras partes. El hecho es que la fe también le parecerá vacía y estará más cerrada a ella porque pensará conocerla bien.
Ahora es posible contestar a la pregunta anterior acerca de la apertura. Una persona frustrada y hastiada estará abierta para depararse con la descripción de su mal (tampoco tendrá más fuerzas para huir como antes) e incluso, en un segundo momento, con las primeras soluciones posibles. Sin embargo, para depararse con la descripción del mal de manera que la adopte como suya, tendrá que encontrarla nueva, con las palabras libres o desbastadas del uso que las hubo vaciado. Aquí, para Walker Percy, está el papel del novelista: «Una de las tareas del santo es renovar el lenguaje, cantar una nueva canción. El novelista, que no es santo, tiene una tarea más modesta. Él debe usar cada miga de habilidad, astucia, humor, incluso ironía, para liberar la religión de lo meramente edificante»2.
El novelista, a la manera del médico, presenta (narra) al lector el diagnóstico de su mal. La analogía no es mía, sino de Walker Percy, quien fue médico y novelista. El diagnóstico mismo puede espantar porque enseñará la hondura del mal con las palabras ya conocidas, pero renovadas, pulidas, capaces otra vez de comunicar la verdad de las cosas y experiencias vividas. El diagnóstico, para Percy, es señal de esperanza: «Si no fuese así, ¿por qué estaríamos aquí? ¿Por qué molestarnos en leer, escribir, estudiar, enseñar, si el paciente ya está muerto? Porque, en este caso, el paciente es la propia cultura»3. Al pulir las palabras gastadas por medio de la forma narrativa, el novelista vuelve a darles sentido, vuelve a ponerlas en su lugar, que es el del conocimiento de las cosas:
Regreso a mi tesis, que es el papel cognitivo y diagnóstico de la ficción moderna. Cuando una época termina y los símbolos culturales tradicionales ya no comunican, el hombre es expuesto en toda su desnudez, lo que es incómodo para él pero revelador para aquellos de nosotros que deseamos verlo bien; es decir, mirarnos a nosotros mismos. Y estoy seguro de que, por la naturaleza misma de las cosas y por la manera cómo son conocidas, es papel del arte – de la literatura en particular, y no de las ciencias naturales – llevar a cabo esa exploración4.
Uno de los efectos de la frustración, del hastío y de la pérdida del sentido de las palabras es el embotamiento; un embotamiento que parte de las experiencias cotidianas de que venimos hablando, de las más pequeñas, y sube hasta las más importantes: vida, muerte, amor y Dios. Por eso el que está embotado puede seguir tomando el veneno; si es capaz de darse cuenta de su infelicidad pero no de diagnosticarla, la apertura a que nos referimos permanecerá potencial. El papel diagnóstico del artista en un primer momento suele ser el de la conmoción. Como dijo Flannery O’Connor, «para los casi sordos, hace falta gritar; para los casi ciegos, hace falta dibujarles figuras grandes y llamativas»5.
Gilmar Siqueira
1 Leonardo Castellani. Su Majestad Dulcinea. Mendoza: Jauja, 2001.
2 Walker Percy. “Why I am Catholic”. Signposts in a Strange Land. New York: Farrar, Straus and Giroux, 1991.
3 Walker Percy. “Diagnosing the Malaise”. Signposts in a Strange Land. New York: Farrar, Straus and Giroux, 1991.
4 Walker Percy. “Diagnosing the Malaise”. Signposts in a Strange Land. New York: Farrar, Straus and Giroux, 1991.
5 Flannery O’Connor. “The Fiction Writer & His Country”. Mystery and Manners. New York: Farrar, Straus and Giroux, 1970.
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