Hay religiones (falsas) en la que los dioses no son buenos, como por ejemplo, el politeísmo griego o el germánico del Valhala; en ambos abundan las pasiones. En otras religiones, denominadas maniqueas, las fuerzas del mal se equilibran con las del bien; aunque no es propiamente maniquea, un equilibrio semejante se encuentra en la religión china del taoísmo, con su equilibrio entre “yin” y “yang”.
La bondad de Dios. Un artículo de Miguel Toledano
No así el Dios cristiano. A Su bondad, tercera característica destacada por santo Tomás después de Su simplicidad y Su perfección, le dedica la sexta cuestión de su Suma Teológica.
Como elemento de la bondad de Dios, destaca el dominico la idea de orden. Dios es la causa de todo orden; y no hay bien sin orden.
Hoy, ambas afirmaciones están en entredicho. Se busca un orden sin Dios. Orden en la familia sin Dios. Orden en la empresa sin Dios. Orden en España sin Dios. Orden en Europa sin Dios. Orden en el mundo sin Dios.
Consecuencia: adulterios y rupturas familiares; envidias entre compañeros de trabajo; independentismos de reinos de Taifas en nuestras regiones, como profetizó Menéndez Pelayo; homosexualismo y transexualismo impulsados desde Bruselas; eugenesia y perversión de los países más pobres promovidas por las Naciones Unidas.
De modo opuesto, el carlismo coloca a Dios al inicio de su trilema: Dios, Patria, Rey. No cabe orden familiar, nacional ni internacional alguno sin Dios. Dios, incomprensiblemente apartado de la comunidad política moderna, esta no sólo en la base de la misma, sino que es su fin.
Hemos dicho que tampoco cabe el bien sin orden. Otra máxima lamentablemente olvidada. Los políticos izquierdistas consideran bueno no el orden, sino el progreso, entendido como una sucesiva ampliación de la voluntad y el capricho, aunque sea contra el propio orden.
Por su parte, los conservadores propugnan una libertad semejante, aunque en pequeñas dosis, mas poco a poco. Pero se defiende, igualmente, la libertad económica sin orden del capitalismo y el libre mercado; o la de los sodomitas para relacionarse carnalmente entre sí, como despliegue de un supuesto amor que desprecia también el orden.
Incesantemente debemos volver, por ello, a santo Tomás e insistir con él en que el orden es condición indispensable del bien y que dicho orden está causado por Dios, sumo bien.
Por supuesto, el mundo le hurta a Dios ser el sumo bien. Para los más ignorantes, hay tres cosas en la vida: salud, dinero y amor. Dios brilla por su ausencia en esa trinidad del vulgo. Otros, más pretenciosos, atribuyen el sumo bien a la naturaleza, personificada en el planeta Tierra, o a la libertad, fruto de estar contaminados por el régimen liberal que en gran medida padece la humanidad.
Pero no Dios. El jefe del estado jamás lo invoca. Sería difícil saber cuándo fue la última vez que lo hizo. Se ha casado con una mujer que dicen es atea. Si cumplen con el precepto dominical, no dan ejemplo, pues ni siquiera lo expresan ni lo sabemos. Y su hija primogénita se educa en un conocido colegio extranjero en el que se predica la fraternidad universal, sin Dios.
La Constitución de 1978, cúspide del disparatado sistema jurídico español actual, invoca no uno, sino cuatro sumos bienes, pero ninguno de ellos es Dios: se trata de la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político. Una vez más, contemplamos a Dios desbancado por estos cuatro jinetes de la masonería.
Hay otra faceta interesante al tiempo de reconocer a Dios como sumo bien. Si Dios es sumo bien, quiere decir que hay otros bienes, aunque no sean sumos. Pensemos en el hombre. Pensemos en un niño inocente. El protestantismo, con su carácter pesimista, negador del valor de las obras para coadyuvar a la salvación, desconfía de la bondad del hombre. Lutero, personalidad excesiva típicamente germánica, monje sin vocación, mujeriego reprimido, insolente ante la autoridad pontificia, imputaba a todos sus propios vicios personales. Y, por cierto, odiaba la Suma Teológica, compendio de la doctrina católica, que sostiene la bondad del hombre por participación o semejanza con la bondad suma de Dios.
El extremo opuesto es también posible. Todo es bueno por esencia, no sólo Dios. Algo de esto hay en el liberalismo. Todos los hombres son buenos. Todas las culturas son buenas. Todas las religiones son buenas. Hasta el mismo Concilio Vaticano II hizo caer a una inmensa parte de la Iglesia en este error garrafal: la Constitución dogmática “Lumen Gentium” ensalza no solo la religión de los que negaron a Nuestro Señor, vituperándole y enviándolo a la Cruz; sino también la de los seguidores de la media luna, que lo rebajan al nivel de simple profeta menor; e incluso la de aquéllos para los que Dios está formado por “sombras o imágenes”, términos terroríficos utilizados por el Concilio, refiriéndose a los adoradores del becerro de oro y quién sabe si no a cosas aún peores.
Juan Pablo II, en la conclusión de su encíclica “Sollicitudo rei socialis” de 1987, llama a los “seguidores de las grandes religiones del mundo” a “dar un testimonio unánime de nuestras comunes convicciones sobre la dignidad del hombre” y a comprometernos “por la paz”. Luego, esa dignidad humana, común al parecer a todos, haría al hombre bueno por esencia; la preservación de la paz entre todos los hombres es manifestación lógica de esa esencial bondad.
La dignidad humana y la paz se convierten, para el pontífice polaco, en las finalidades a las que llama a todos esos hombres. No es eso lo que enseña magistralmente el aquinate. En el artículo tercero de la cuestión que venimos comentando, señala que Dios es el fin, no la paz ni la dignidad del hombre.
Y es el fin porque la bondad por esencia, o perfección, implica que todas las cosas tienden a quien la posee. Si, por el contrario, se llama a paz basada en la común dignidad del hombre, se convierten ambos conceptos -paz y dignidad humana- en la doble finalidad que hoy vemos ha sustituido completamente a Dios.
Porque lo bueno por esencia, para nuestros contemporáneos, para muchos de los que leen al autor de “Sollicitudo”, en los diferentes campos a los que expresamente se dirige, piensan que esa bondad por esencia es común a todos los hombres que, por buscar la paz, son igualmente dignos.
Antes esto no lo hubieran suscrito los fieles ortodoxos del campo cristiano: quizás sí los que buscan a Dios en ”sombras e imágenes”. El problema es que ahora lo comparten muchos bautizados que han sido desorientados, e incluso parece que algunos de los sucesores de Pedro, víctimas o verdugos en esa misma desorientación.
Miguel Toledano
Domingo vigésimo sexto después de Pentecostés, 2021
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