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Has tardado más de la cuenta

¿Un poco de lectura? Esta es nuestra propuesta literaria

Has tardado más de la cuenta. Un artículo de Miguel Toledano

La figura del escritor católico francés Gilbert Cesbron ya ha surgido en un artículo anterior de Marchando Religión. Ahora cabe volver a traerlo a colación a cuenta de la novela que lleva por título el de estas líneas (“Il est plus tard que tu ne penses”, en el idioma original).

El interés principal que suscita la obra lo constituye el asunto sobre el que versa – la eutanasia, especialmente si tenemos en cuenta que el texto fue dado a la imprenta en 1958, lo que hace de él una obra pionera en la materia.

La eutanasia ya ha sido objeto de tratamiento en esta serie, a consecuencia de la espantosa ley aprobada en España recientemente. Las consideraciones de Cesbron vienen así a adelantarse a todos los argumentos que plantea esta cuestión.

La trama se abre con una frase que puede considerarse arquetípica: “Los animales no se suicidan”. Esto lo piensa la protagonista, Juana, quien desde hace nueve meses sospecha que tiene un cáncer desarrollándose en su seno izquierdo.

Se lo ha venido ocultando a su marido, Juan Cormier, aunque éste se da cuenta del problema cuando descubre que la esposa visita desde hace tiempo a un curandero. Juana ha evitado los médicos, pensando que una cita con ellos despertaría las sospechas de su entorno más próximo.

Además de la enfermedad que le causa una inmensa fatiga, la mujer tiene otro motivo de tristeza profunda. Tras más de diez años casados, ha llegado a la conclusión de que no puede tener hijos. Por ello, propone a Juan la adopción de un niño, pero éste se niega rotundamente, después de visitar el centro donde el pequeño candidato está internado.

Afortunadamente, la fe supone un cierto baluarte para Juana; encuentra consuelo en su hermano menor, Bruno, que es sacerdote. Pero Juan no vive como católico, lo que supone un punto adicional de incomprensión en la pareja.

Juana empieza a tener dolores durante toda la noche, náuseas al comer y sudores repentinos; para superar la situación, se pone a consumir estimulantes, que le provocan temblor de manos durante el día e insomnio por la noche. También se aplica tratamientos de inyecciones y distintos regímenes alimenticios, además de nuevas imposiciones de manos de carácter pagano y supersticioso, mezcladas con el recurso frecuente a las oraciones católicas. Todo, con tal de controlar el mal físico que avanza.

Bruno repite la misma invocación evangélica que se encuentra, como hemos observado, en otro escritor católico francés ligeramente anterior: “Señor, aquél a quien Vos amáis está enfermo”. El clérigo comprende que, además de la esperanza sobrenatural, deben inmediatamente aplicarse los remedios de la ciencia. Los tres visitan por fin a un médico, quien extirpa a la paciente el seno afectado y calcula en un cincuenta por ciento las posibilidades de metástasis.

Además del dolor durante la convalecencia, Juana se siente acomplejada tras la operación. A dicha situación de ansiedad se une la sospecha de que su marido la engaña con María Teresa, la mejor amiga de Juana. Desesperada por ese cúmulo de circunstancias, se toma un tubo entero de barbitúricos, con el fin de suicidarse. Afortunadamente, Juan alerta a los médicos, que logran salvarla.

Pero la salud de la pobre Juana sigue empeorando inexorablemente después de la operación, hasta el punto de que ya no se puede levantar de la cama y alterna intervalos lúcidos con lagunas de percepción de la realidad.

Como directivo de éxito en una agencia de publicidad parisina, Juan no termina de comprender el continuo dolor padecido por su esposa y empieza a desesperarse él mismo. El sufrimiento de Juana se hace tan insoportable que tiene que empezar a recibir regularmente pinchazos de morfina, seguidos de reconstituyentes para poder recuperarse de la droga.

No obstante, llega un momento en que el opiáceo deja de hacer efecto, tal es el nivel de las dolencias de Juana. Sus gritos frecuentes alarman a los vecinos. Entonces, siguiendo los consejos de su amigo abogado Bernardo, Juan decide acabar con la vida de su esposa, para evitarle el tormento; ella parece asentir con la mirada.

Segundos después de haberle suministrado la inyección letal, Juan se arrepiente, pero es demasiado tarde. Agonizante, Juana se santigua y pide la presencia de su hermano sacerdote. Cuando éste llega, la mujer ya ha fallecido.

A las pocas semanas, Juan desarrolla remordimientos por lo que ha hecho, sabiendo que no tiene arreglo, porque ya no hay vuelta atrás. Tres meses después, Juan confiesa voluntariamente su crimen.

La acción nos transporta entonces a la vista del juicio oral, como conclusión de seis meses de sumario. Ante quinientas personas y múltiples periodistas, el jurado de siete miembros escucha la declaración del prestigioso directivo publicitario, poseedor además de la Legión de Honor como oficial que fue del ejército durante la Segunda Guerra Mundial.

El presidente del tribunal, compuesto por tres magistrados, declara que la acción de Juan ha vulnerado las leyes divinas y humanas. “¿Ejecutó Ud. la inyección con el consentimiento de la víctima?”, pregunta. Al rememorar los últimos momentos de la vida de su esposa, queda claro que ella consintió a la eutanasia. Más aún, cabe la posibilidad de que Juana indujese a su marido a acabar con su vida.

En ese momento, el fiscal recuerda que la fallecida era católica practicante, por lo que en teoría no podría haber consentido el suicidio. Adicionalmente, afirma, el procesado no avisó al sacerdote con la celeridad debida. Bernardo, que actúa como abogado defensor de su amigo, protesta. Desde hace un siglo los crucifijos no presiden los juzgados de Francia; la república es neutral respecto a las cuestiones de fe, que por consiguiente no procede suscitar en sede procesal.

Por el contrario, quedó probado en los autos que Juan había salvado anteriormente a su esposa de una primera intentona de suicidio, cuando ésta ya estaba médicamente desahuciada.

La comparecencia de Bruno como testigo resulta muy difícil para el acusado, pues Juan comprende que el alma de su amada puede haber quedado condenada para siempre.

Por su parte, Bernardo teme que la sentencia sea muy severa, con objeto de mandar un mensaje ejemplar a la sociedad francesa sobre el problema de le eutanasia; en efecto, ya entonces se planteaba la misma como dilema moral y jurídico.

En su alegación final, el fiscal opone a la dignidad humana conferida por el cristianismo las ideologías de Nietzsche y Hitler.

Por su parte, Bernardo, en su alegato de defensa, recuerda con brillantez cómo el médico de Mirabeau le suministró opio para finalizar su agonía; como Tomás Moro defendía en su “Utopía” que los sacerdotes y los magistrados exhortasen a la muerte de los desdichados; cómo la eutanasia era ya legal en Ohio, Iowa y en la Unión Soviética; y cómo la jurisprudencia francesa la había admitido en una ocasión, en 1929.

A la conclusión de su turno de palabra definitivo, prácticamente toda la sala se encuentra en lágrimas, debido a la intensidad de la cuestión y al carácter extremo de las circunstancias del caso.

Finalmente, el jurado declara a Juan inocente de sus cargos. La prensa de toda Francia se hace eco de la sentencia que avala la eutanasia. El mismo Bernardo se persona como adalid de la despenalización de su práctica.

Sin embargo, Juan se ve sumido en la más profunda soledad, a resultas de lo que hizo. Desea haber adoptado el niño que quiso Juana antes de morir. Se da a la bebida e incluso frecuenta la prostitución en los barrios de Pigalle, Clichy, Barbès y Batignolles. Un día, cuando está contratando los servicios de una joven, advierte que ella padece el mismo cáncer inicial de mama que sufrió Juana.

Buscándose a sí mismo, recala durante horas en una iglesia, delante del Sagrario. Sin llegar a aceptar aún la fe, se cita con Bruno, quien le dice que también los santos querían imitar el dolor de Cristo, al igual que hace él respecto de Juana.

Cuando Juan explica a Bruno que en realidad fue Juana quien pidió la presencia del sacerdote, santiguándose, ambos comprenden que posiblemente ella hizo un acto de contrición perfecta en el umbral de la muerte.

Juan acepta entonces confesarse con Bruno, con la esperanza de poder reencontrarse así con su amada. A sus cuarenta años, resuelve ir dos tardes por semana como voluntario a la Fundación Gólgota, que cuida de enfermos terminales de cáncer. Además, los martes se queda toda la noche en vela con ellos, para acompañarlos en su dolor.

Siguiendo a la enfermera, Sor María de la Cruz, ante él comparecen los desahuciados de la sociedad, en cuyo rostro ve la tortura que Juana sufrió. Implora a Bernardita de Lourdes que haga un milagro para salvarlos. El misterio del sufrimiento y el dolor se manifiesta aún más claramente a Juan cuando se encuentra en la fundación con el niño que en su día él y Juana pensaron adoptar, ahora moribundo.

Impresionado por la agonía del pequeño, Juan se arrodilla ante el altar de la Santa Faz en la capilla de la institución. Sobrecogido por la emoción, vuelve a tener tentaciones de aplicar la eutanasia, esta vez sobre un menor. Entonces pronuncia, como Nuestro Señor en la Cruz según el Evangelio de san Lucas, “Hágase Tu voluntad, no la Mía”, seguido de una serie de avemarías. Al volver a la habitación, el niño ya se ha dirigido a la casa del Padre celestial.

Si volvemos al título de la novela, comprendemos que expresa una suerte de leit-motiv en el hilo argumental. Si Juana hubiese afrontado antes la curación del cáncer, en lugar de demorarla irresponsablemente, quizás habría podido sobrevivir. También Juan tardó demasiado, el día funesto en que acabó con la vida de su amada, en llamar a su hermano sacerdote; éste podría haberla confesado antes de morir, con el fin de salvar su alma. Por el contrario, podemos concluir que no fue más tarde de la cuenta para Juan, que no sólo recuperó la fe, sino que además dedicó la segunda parte de su vida al cuidado de los demás.

Por otra parte, cabe interpretar que el autor contrapone la practica inmoral de la eutanasia con la generosidad de la adopción, figura que reaparece una y otra vez en las distintas fases del relato.

Desconozco si la novela ha sido traducida a la lengua española. En todo caso, conforme a lo que aquí se ha reseñado considero que atesora suficientes elementos de reflexión que justifican recomendarla como referencia bibliográfica a nuestros lectores – en estos tiempos en los que la vida humana se somete a los más lamentables vientos de la confusión y la demagogia.

Miguel Toledano Lanza

Domingo séptimo después de Pentecostés, 2021.

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Author: Miguel Toledano
Miguel Toledano Lanza es natural de Toledo. Recibió su primera Comunión en el Colegio Nuestra Señora de las Maravillas y la Confirmación en ICADE. De cosmovisión carlista, está casado y es padre de una hija. Es abogado y economista de profesión. Ha desempeñado distintas funciones en el mundo jurídico y empresarial. Ha publicado más de cien artículos en Marchando Religión. Es fiel asistente a la Misa tradicional desde marzo de 2000. Actualmente reside en Bruselas. Es miembro fundador de la Unión de Juristas Católicos de Bélgica.