Nos situamos en el Antiguo Testamento y miramos hacia la figura del el Patriarca José. De la mano de D. Vicente vamos a recorrer su vida
El Patriarca José. Una historia inmortal, un artículo de D. Vicente Ramón Escandell Abad
PALABRA DE VIDA
José vendido por sus hermanos (Gén 37, 33-43.45-46)
<<Al pasar unos mercaderes madianitas, tiraron de su hermano; y, sacando a José del pozo, lo vendieron a unos ismaelitas por veinte monedas de plata. Estos se llevaron a José a Egipto.>> (v. 28)
Por ser odiado por sus hermanos y vendido por pocas monedas, José es figura de Jesucristo. También Jesús fue perseguido por su propio pueblo y vendido como José por unas monedas de plata. Pero para ambos la humillación fue el comienzo de la glorificación: Jesús triunfó en la cruz y José en los sufrimientos de la esclavitud. Pues Dios empieza a elevar cuando humilla, y cuanto más quiere ensalzar, más deprime.
Los hermanos – dice san Gregorio Magno – vendieron a José por no honrarle, y él fue honrado y enaltecido precisamente porque lo vendieron.
Mons. Juan Straubinger.
1. Una historia inmortal
La historia de José es una de las más hermosas narraciones del Antiguo Testamento y nos sitúa en los orígenes históricos del pueblo de Israel. Con José se cierra el ciclo de los Patriarcas (Abrahán, Isaac, Jacob y José) que sirve de preámbulo al Éxodo, el acontecimiento central de la fe del pueblo de Israel.
¿Quién es José? José es el primer hijo de Jacob y Raquel, su esposa favorita, de la que también concibió a Benjamín. Por ser el hijo de su gran amor, José era amado por su padre con un amor especial, superior al que manifestaba al resto de sus hijos, y sólo comparable con el que dispensaba a Benjamín, en cuyo parto falleció Raquel. Esto, unido al don de interpretar los sueños, muy apreciado entre las gentes del antiguo oriente, motivo los celos de sus hermanos, mayores que él e hijos de Lía, hermana de Raquel, y de otras mujeres y esclavas de Jacob. Hasta su propio padre parece tener celos hacia él, cuando le cuenta el sueño de las gavillas que se postran ante él junto al sol y la luna, astros que simbolizaban a su padre y madre. Sin embargo, era de sus hermanos de quien se debía guardar José, contra quien habían atentado en varias ocasiones, hasta conseguir finalmente deshacerse de él en el pozo.
El relato de la venta de José parece que, según los estudiosos, combina dos tradiciones, ligadas a las tribus de Judá y Rubén. En él aparece los intentos por salvar al joven José de manos de sus hermanos, y es precisamente el primero Judá quien idea el plan de venderlo a los ismaelitas en vez de matarlo, como proponían otros hermanos. De esta manera, los autores sagrados crean un relato con tres tradiciones literarias: la de Israel – José, la de Judá y la de Rubén, que puede parecernos contradictorias, pero que responden a la labor redaccional final del texto sagrado.
Por otra parte, en la historia de José se inserta un episodio de la vida del patriarca Judá que parece no tener sentido en el conjunto del relato, pero que puede explicarse como consecuencia directa de su participación en la conjura contra José. La narración nos presenta la historia de un engaño, el de Tamar, casada sucesivamente con dos hijos de Judá y sin descendencia. Haciéndose pasar por prostituta, Tamar yace con su suegro sin que el conozca su identidad, y al no poder este pagar sus servicios, deja en depósito su báculo, su sello y su cordón, signos de su autoridad. Pasado el tiempo, Tamar queda embarazada y, al no desvelar la identidad del padre de la criatura, es condenada por Judá a morir en la hoguera; sin embargo, antes de ser ejecutada, la viuda de sus hijos le muestra su báculo, sello y cordón diciendo: “El hombre a quien pertenecen estos objetos me ha dejado en cinta.” Al reconocerlos, Judá perdonó a Tamar y ella dio a luz dos hijos, mellizos, llamados Peres y Zeraj. Este engaño, en la línea del que sufrió Jacob como castigo del que él perpetro contra su hermano Esaú, pone de manifiesto los extraños caminos de la Providencia para llevar a cabo sus planes: de la sucesión de Judá a través de Tamar nacerá Jesé, el padre del Rey David, y, por tanto, madre de los ancestros de Cristo.
A partir de esta historia vuelve el autor sagrado a hablarnos de José, ahora esclavo en Egipto. La llegada de José a Egipto inicia la historia de su relacion con Israel, una relacion tormentosa y conflictiva. Ya Abrahán tuvo contacto con las tierras de Egipto, pero su estancia allí fue corta, debido al castigo de Dios al Faraón por pretender hacer suya a Sara, esposa del Patriarca; en este caso, otro engaño es el causante de la tragedia: pensando que el Faraón, debido a la belleza de Sara, podría intentar quitársela, el Patriarca la hace pasar por su hermana. El Faraón se prenda de su belleza y la lleva al palacio real ante el estupor de su esposo, pero el castigo divino sobre Egipto, premonitorio del que vendría a raíz del Éxodo, y descubierto el engaño, hace que Sara sea devuelta a su esposo. Más adelante, tras el Éxodo, Egipto será siempre símbolo de la tentación, de la comodidad, de la lejanía de Dios…, hasta el punto de que, tras la destrucción de Jerusalén en el 586 a. C., los superviviente de la Ciudad Santa, entre ellos el profeta Jeremías, marcharan para establecer en Egipto.
En Egipto José inicia un ascenso hacia el poder, no exento de sufrimientos. Convertido en mayordomo de Putifar, su amo egipcio, todo lo que toca prospera por la acción divina en él; igualmente, le sucedió a su padre Jacob cuando sirvió a su suegro Lavan, para envidia y desesperación del mismo. Sin embargo, la esposa de Putifar pretende atraer hacia sí a José y hacerle pecar contra la castidad, algo a lo que él, por amor a Dios y fidelidad a Putifar, se niega. Fingiendo haber sido violentada por José, la esposa de Putifar lo denuncia, y este, si bien aprecia a José, pero obrando en justicia, desposee a Jose de su cargo y lo manda encarcelar. Este episodio parece, según los expertos, que pudo estar inspirado en una leyenda o cuento oriental, en el que dos hermanos se enfrentaban a causa de las falsas acusaciones de la esposa de uno contra el otro.
Ya en la cárcel, José, de nuevo, por su fidelidad a Dios, es puesto al frente de la misma por el alcaide, haciendo prosperar el lugar como antes había hecho con la casa de Putifar. Pero de nuevo, la prueba: perdido el favor de su protector, José es de nuevo degradado y encarcelado, poniendo Dios de nuevo a prueba su paciencia y fidelidad. Y en ese contexto, se vuelve a presentar una nueva oportunidad para reivindicar la inocencia de José: la interpretación del sueño de copero y el panadero. Aquí José profetiza, sobre la base de un sueño el futuro de dos prisioneros, acusados de participar en una conspiración contra el Faraón: al copero le anuncia su liberación y la restitución de su cargo en la corte; al panadero su muerte. Dios prepara a José en este acontecimiento su liberación y reivindicación, cuando el mismo Faraón acuda a él para interpretar sus sueños.
En la antigüedad los sueños eran el vehículo a través del cual la divinidad se comunicaba con los hombres, y especialmente, con aquellos que tenían un vínculo especial con ella. Reyes, profetas y sacerdotes, fueran de donde fueran y adoraran al dios que adoraran, solían ser portadores de mensajes misteriosos manifestados durante la noche, tiempo propicio para la teofanía. En este caso, es el Faraón quien es advertido por Dios sobre el futuro de su Imperio: a través de la imagen de las siete vacas gordas y las siete espigas granadas y hermosas, Dios manifestaba al soberano un periodo prolongado de abundancia; mientras que a través de las siete vacas flacas y las siete espigas raquíticas que devoran a las anteriores, se le estaba manifestando otro periodo prolongado, pero en esta ocasión, de escasez. Un sueño así de inquietante no podía dejar de preocupar al Faraón, sobre todo, cuando ninguno de sus áulicos adivinos y sacerdotes conseguía descifrarlo.
Fue la intervención del copero a quien José anuncio su liberación, como este fue sacado de la prisión, y llevado a la presencia del Faraón. Ciertamente, le costó bastante al copero dar ese paso, dado que no hacía mucho que había vuelto a la corte y otro error o sospecha podía de nuevo hacerlo caer en desgracia. Sin embargo, la gracia divina empujo a este hombre cobarde y pronunciando el nombre de José al Faraón aseguro la salvación de su pueblo y la reivindicación ante los hombres de José. Él cual, al interpretar el sueño se jugaba también mucho: si el Faraón no se convencía de su interpretación podría volver a la cárcel o morir, o, si acertaba, caía sobre él la responsabilidad de afrontar la crisis o perecer. Pero el Señor, una vez más, estuvo del lado de su siervo y el Faraón convencido de la interpretación del semita, no sólo ordeno su liberación, sino que lo puso al frente del país, siendo el segundo en importancia y autoridad después de él. De esta manera, Dios premiaba los sufrimientos de su siervo, y, a través de él, preparaba la entrada del pueblo de Israel en Egipto, para salvarlo del hambre, pero también para probarlo y afianzar su fe en él.
2. José, patriarca y salvador
Hasta aquí la historia de José se nos presenta como una historia de sufrimiento e injusticia, de mentiras y engaños, de envidias y venganzas. Ciertamente, algunos pensaran que esta narración, como muchas de la Sagrada Escritura son poco o nada edificantes. Presentar a Abrahán engañando al Faraón, a Jacob engañando a su hermano Esaú y a su padre Isaac, a Raquel robando los ídolos de su padre o a los hijos de Abrahán conspirando contra su hermano José, parece poco edificante. Sin embargo, todo este itinerario humano y espiritual pone de manifiesto que “Dios escribe recto con renglones torcidos”, que ha escogido para su obra a unos hombres y a un pueblo que, por encima de sus pecados y debilidades, supo responder a lo que Dios esperaba de él, tras muchas pruebas y purificaciones.
Si la primera parte de esta historia aparece con estos tintes grises, su segunda parte es más luminosa y manifiesta la grandeza de corazón que Dios inspiró a José que, en vez de escoger el camino de la venganza, escogió el camino del perdón. Y es que, como a muchos que son elevados a una alta posición, a José le hubiera sido muy fácil vengarse de sus hermanos en un momento de necesidad, como era el que estaban pasando Jacob y sus hijos en las tierras de Canaán, durante la hambruna profetizada por José. Sin embargo, esto no fue así, y, no sin hacerles pasar por la prueba y la purificación, el patriarca supo perdonar a sus hermanos y acogerles bajo su amparo, cumpliéndose la profecía de las gavillas.
Esta posición elevada de José en Egipto, históricamente habría que situarla durante la época de los hicsos, unos pueblos extranjeros que invadieron las tierras egipcias en torno al siglo XVIII a. C., provocando la caída del Imperio Egipcio Medio, y estableciendo la XV y XVI dinastía. De no ser así, no se explicaría la presencia de un extranjero, como José en un puesto de gran responsabilidad en el gobierno de Egipto, como era el de Visir. Esta presencia explicarauna vez restablecido el poder egipcio, el rechazo que este manifestara hacia los hebreos, los descendientes de los Doce patriarcas, que, según las fuentes arqueológicas, florecieron en la ciudad de Avaris, en el Delta del Nilo, y en la que, parece ser, se encontraba la tumba del mismo José y de sus hermanos.
Volviendo al relato bíblico, la narración nos sitúa en la confrontación entre José, el gran Visir de Egipto, y sus Once hermanos. Como ya hemos dicho, en Canaán se produjo una gran carestía que ponía en peligro la existencia de las tribus nómadas allí establecidas, entre las que se encontraban la de Jacob y la de Judá. Amenazados por el hambre, Jacob y sus hijos deciden enviar una expedición a comprar trigo a Egipto que, gracias a la labor de José, no carecía de él, a raíz de su trabajo durante los tiempos de bonanza. A Egipto, marchan pues, diez de los once hijos de Jacob, ya que, a petición de este, permaneció junto a él Benjamín, el hermano de José y el más pequeño de sus hijos. Desde la supuesta muerte de José, Jacob había caído en una profunda tristeza y no deseaba desprenderse del único vínculo que le unía a su amada Raquel y a su hijo José; ello explica su insistencia en que Benjamín permaneciese allí.
A su llegada a Egipto, los diez hermanos se dirigen a la presencia del Visir para comprar el trigo necesario para subsistir, sin la menor sospecha de que aquel hombre, elevado sobre todos los demás, era aquel mismo muchacho al que habían abandonado y dado por muerto hacia tantos años. Entre los rostros que contemplaba José desde su sede, vio el de sus hermanos, con el convencimiento de que ellos no le habían reconocido, dando pie a su “venganza”. En un primer momento, escondió la bolsa de la plata del pago del trigo en las sacas del mismo, lo que provoco estupor entre los hijos de Jacob, pues, pensaban ellos, que los habrían de perseguir por ladrones. Llegados a Canaán, relataron su historia a Jacob y como, a cambio de irse en paz, se vieron obligados a dejar, como garantía de pago, a Simeón, que tanta parte había tenido en las intrigas contra José. Jacob se hundió más en la tristeza cuando, le dijeron también, que el Visir había exigido como garantía que llevaran, en su próximo viaje, a su hermano menor, Benjamín. Dios parecía estar castigando a los hijos de Jacob por sus envidias contra José, y, a través de ellos, al mismo Jacob.
Cuando volvió a apretar la necesidad, los hijos de Jacob se vieron obligados a volver a Egipto, llevando consigo, contra el parecer de su padre, al joven Benjamín. En esta ocasión, cuando los hermanos esperaban ver muerto a Simeón, se quedaron sorprendidos al contemplar que había sido tratado como un gran señor, y, para su asombro, el Visir les preparo a ellos también un gran banquete, junto a muchos regalos. José, antes de la cena, explico a sus invitados que había recibido el pago del primer cargamento de trigo, y que la plata encontrada en sus sacos la habían puesto sus servidores, como regalo, por orden suya. Durante la cena, situó a sus hermanos por orden de ascendencia, lo que suscito las sospechas del joven Benjamín, ante cuya presencia José prorrumpió a llorar, viéndose obligado a marchar, no sin antes preguntar por su padre. Al día siguiente, José volvió a poner a prueba a sus hermanos: coloco una copa de plata en uno de los sacos de trigo, el de Benjamín, y al ser registrado su asno fue encontrada. El hermano menor fue arrestado ante la frustración y dolor de los demás hermanos, quienes no paraban de repetir que todo aquello era consecuencia de su pecado contra José.
Llevados ante su presencia, los nueve hermanos, liderados por Judá, suplicaron con lágrimas y dolor de corazón, por la vida de su hermano Benjamín, confesando ante el Visir su pecado contra José, sin que aún se él les revelara. No pudiendo aguantar más el dolor de su corazón, y ordenando a los presentes abandonar la sala, José se manifestó a sus hermanos, en una escena que, a mí personalmente, siempre me recuera a la de la entrada de Jesús en el Cenáculo tras su resurrección. Por dos veces, les repitió José que él era su hermano, al que ellos habían vendido, pero que Dios, en su infinita misericordia, había guardado y protegido con la intención de salvar a su pueblo. Hasta que no se arrepintieron de su pecado, confesándolo ante Dios, no les estuvo permitido reconocer a su hermano, del mismo modo que los discípulos de Emaús, oscurecida su alma por su cortedad de miras, no reconocieron a Jesús resucitado hasta escucharlo interpretar las Escrituras y partir el pan. En verdad, sólo los limpios de corazón pueden ver a Dios, y los hijos de Jacob necesitaban purificarse de su pecado por las lágrimas de la penitencia.
A partir de ese momento, José, cuyo corazón también había sido purificado por Dios de los deseos de venganza, haciéndole ver que todo cuanto había acontecido hasta ahí era para mayor gloria suya, actuó con misericordia con quienes le habían ofendido. Ya no sería el “visionario” o el “loco”, sino el salvador de Israel, porque a través suya Dios alimento a su pueblo y le concedió un nuevo patriarca que sucediera a Jacob al frente del pueblo de Israel. Es así, como José asume la dirección de Israel, pero no de todas las tribus, sino de las Once, en las cuales se insertarían las de Efraím y Manases, hijos de José, y adoptados por Jacob como hijos. Digo de las Once, porque la tribu de Judá, que se había independizado del clan de Jacob, recorrería una trayectoria histórica y salvífica propia: en ella se verán realizadas la promesa de un futuro descendiente de Abrahán que consolidara la posesión de la tierra prometida para su descendencia, como se certifica en la bendición de Jacob a su hijo Judá: Judá es el león agazapado, has vuelto de hacer presa, hijo mío; se agacha y se tumba como león o como leona, ¿Quién se atreve a desafiarlo? No se apartará de Judá el cetro, ni el bastón de mando de entre sus rodillas, hasta que venga aquel a quien está reservado, y le rindan homenaje los pueblos. (Gén 49, 9-10) En esta bendición viene explicito el anuncio del reinado de David, pero de un modo implícito la persona de Cristo, descendiente de David, heredero de su trono y cuyo reino no tendrá fin.
3. De Jacob a José: el camino hacia el Éxodo.
La última etapa de esta historia es el asentamiento de Israel en Egipto de la mano de José, salvador de su clan. El Faraón, en agradecimiento por los servicios prestados, permite a José traer a su padre y establecerse en la tierra de Gosén, que, hasta el Éxodo, se convertirá en la patria temporal de los israelitas.
En la tierra de Gosén se produce el encuentro entre padre e hijo, en una escena no muy distinta a la que Jesús narraría en la parábola del hijo prodigo: con lágrimas en los ojos, Jacob recibe a su hijo José, convertido ya, a los ojos de Dios y de su padre, en su sucesor natural. Como el padre de la parábola lucana, Jacob salta de alegría ante la imagen de su hijo al que creía muerto y que, para él, ha vuelto a la vida, y se ha convertido en un hombre sabio y prudente, lejos ya de aquel joven que fue enviado años atrás a buscar a sus hermanos, sin sospechar la celada que estos le preparaban. José, igualmente compungido por la alegría, abraza a su padre con el mismo amor con que el hijo prodigo abrazo a su padre recién encontrado.
A partir de aquí, el autor sagrado nos habla de los últimos días del Patriarca Jacob, cerrando así el ciclo patriarcal y dejando a José como enlace entre el pasado patriarcal y el futuro mosaico. Jacob llamará a su presencia a José para impartirle su bendición y confirmarle como su sucesor al frente de Israel, al tiempo que incorporara a sus hijos a Israel: Efraím y Manases pasan a formar parte del clan de Jacob, y en su bendición les vaticina el futuro de cada pueblo que va a surgir de ellos. Este tipo de predicciones, como las que más tarde hará el patriarca a cada uno de sus hijos en su lecho de muerte, presentan un cierto anacronismo profético: el autor sagrado pone en boca del patriarca el desarrollo histórico de cada tribu, si bien, no se puede descartar que Dios le revelara el destino tan dispar de sus hijos y descendientes, muchas veces enfrentados entre sí y no siempre brillando por la santidad y la fidelidad a Dios y su alianza.
Muerto Jacob, el miedo vuelve a apoderarse de sus hijos, ante la posible venganza de José una vez desaparecido su padre. Esto no será nuevo: en el segundo libro de los Reyes, el autor sagrado nos habla de la venganza que Salomón tomó contra todos aquellos que habían conspirado contra él a favor de su hermano Adonias, siguiendo el consejo de su padre, y que ejecutó una vez muerto este. Sin embargo, José garantizo a sus hermanos que no anidaba en su alma sentimiento de venganza, sino que, como había jurado a su padre en su lecho de muerto, él se haría cargo de ellos y de sus hijos. Una vez más, se demuestra la grandeza de corazón de José y la mezquindad de sus hermanos que, pensando que todo había sido un fingimiento, temían la ejecución de su venganza.
El libro de José se cierra con su muerte, no sin antes haber llegado a conocer a los descendientes de sus hijos hasta su tercera generación. Siguiendo la tradición egipcia, José fue embalsamado y, supuestamente, enterrado en la ciudad de Avaris, no sin antes dejar mandado a sus descendientes su deseo de reposar definitivamente en la tierra de sus antepasados, en Canaán.
Señor, que en su humillación socorriste a tu siervo José, vendido por sus hermanos; socorre también a tu pueblo hundido bajo el peso de sus pecados. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amen.
Rev. D. Vicente Ramón Escandell Abad
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