«Si un hombre malo es de cierta manera doble, una cosa exteriormente y otra interiormente, el hombre sencillo no es doble, pero tiene unidad». San Juan Clímaco. La Santa Escala.
Cuando leí por primera vez La Santa Escala, me sorprendí – y no fue la única sorpresa – con la importancia que San Juan Clímaco da a los pensamientos. Después, escuchando al Padre David Abernethy, llegué a saber que la misma preocupación está presente en otros autores ascéticos. Los pensamientos tienen un peso tal que los Padres recomiendan su descripción en voz alta al Padre espiritual (al confesor, se entiende).
Olivier Clement dijo que, para los Padres del Este, referirse a los pensamientos es lo mismo que referirse a las obsesiones que pueden convertirse en pasiones. No son cualesquiera de nuestros pensamientos, de los muchísimos que tenemos al día, sino los que permanecen con nosotros (al acecho) y que, si los alimentamos, se convierten en cauce para las pasiones. Es un tema difícil que puede prontamente ser asociado a los escrúpulos, aunque no será ésta la asociación que intentaré hacer en este artículo. Lo que pretendo hacer, empezando por el doble en la literatura, es reflexionar sobre cómo ciertos pensamientos casi nos convierten en otra persona.
La figura del doble en la literatura – la de aquel otro personaje que es igual a uno que conocemos primero – me pareció un enigma molesto desde que tomé contacto con ella por primera vez. Yo no entendía, en el sentido de no ser capaz de dar razones, a ese fenómeno rarísimo del aparecimiento del otro, del hombre igual al que el narrador (a veces el narrador lo cuenta en primera persona) nos presenta, pero con actitudes completamente distintas, a menudo viciosas. Aunque no fuese capaz de dar razones, tal vez las intuía: me acuerdo de lo mal que me pasé leyendo El Doble, de Dostoyevski, mientras “razonaba” que era una novela menor, no principal, y bastante rara. Pero, al hablar de cómo los pensamientos llegan a poseer a una persona, Olivier Clement mencionó específicamente la novela El Doble.
Los pensamientos no confesados – ni siquiera a sí mismo – del personaje y su continuo encubrimiento, tanto por actitudes contrarias como por otros pensamientos de distracción, de repente salieron a la luz encarnados en otro hombre; en otro hombre que era él mismo, pero que hacía cosas que el personaje secretamente deseaba hacer y ni siquiera lo admitía interiormente. Semejantes pensamientos del personaje de Dostoyevski, ya convertidos en pasiones, formaron algo como una nueva identidad. Esa nueva identidad – o ese otro hombre – lo escandalizaba.
Imaginemos un ejemplo común. Muchos de nosotros ya habremos sufrido alguna fechoría o insulto por parte de otra persona. Si la ocurrencia fue evidente y además con testigos, no nos resultará difícil concluir que fuimos víctimas de injusticia. Supongamos, aunque esquemáticamente, que así lo haya sido y que podamos pedirle a nuestro ofensor alguna reparación. En tal caso – esquemático, reitero –, la injusticia está manifiesta. Pero no creo exagerar si digo que, a la vez que tenemos la necesidad de reparación, nutrimos también un encono hacia la otra persona, un deseo de que ella sufra lo mismo – o tal vez más – que hemos sufrido nosotros.
Si conservamos todavía algún sentido moral, sabemos que desear el mal al otro – aunque nos haya ofendido – no es correcto; y menos correcta sería la venganza dirigida a hacerle al prójimo sufrir. El encono o la rabia, por lo tanto, vendrán cuidadosamente enmascarados por la sed de justicia y abiertamente rechazados como rabia o encono en cuanto tal. Sin el discernimiento, que consiste en separar el encono o la rabia de la justicia, el deseo del bien puede convertirse en camuflaje para el mal; los procedimientos para alcanzar la justicia servirán como medios de llevar a cabo una venganza. Todo eso bajo un mismo discurso y sin que la persona ofendida admita estar poseída por pasiones cuya conciencia la escandalizarían.
Solemos entender la mentira como el intento deliberado de engañar a otra persona; la deliberación del intento supone que alguien – el mentiroso – conozca y admita interiormente los hechos que pretende ocultar de los demás. Esa manera de entender está correcta, pero incompleta. En el ejemplo que acabo de presentar también hay engaño, y el engaño también está, en cierta manera, dirigido a otra persona; pero el primer engaño – o la mentira anterior, si se quiere – empieza con la persona que dice querer justicia y no venganza. Tenemos esa rara y peligrosa capacidad de mentir para nosotros mismos, de engañarnos. Mientras nos engañamos, seguimos actuando como si nuestra conducta fuera la correcta, o sea, bajo la justificativa de rectitud que distorsionamos en nuestra consciencia.
La distorsión ocurrirá en nuestros pensamientos. No en cualesquiera de ellos, como hemos visto, sino específicamente en aquellos que dan origen a las pasiones. Si retomamos el ejemplo, podemos imaginar que el encono o rabia contra el injusto será alimentado a medida que los procedimientos para exigir la reparación sean seguidos. La seguridad de la pretensión, fundada en el hecho de la injusticia, servirá como coartada para alimentar el deseo invisible de venganza. Se puede llegar al extremo de que toda la enunciada busca por la justicia se convierta en medio de represalia.
Aquí ya tenemos el doble. Una misma persona dirá y creerá buscar la justicia mientras que por dentro, sin darse cuenta ni querer darse cuenta, perseguirá la venganza y la humillación – o quizá la destrucción – de su rival. La doblez no existe sólo para los demás – cuando digo una cosa, pero otra me queda dentro –, sino también para uno mismo. Por eso el personaje de Dostoyevski se enojaba y escandalizada con su rival: lo reconocía por su fisionomía, pero no podía aceptar las acciones que realizaba. Y el que busca la venganza bajo capa de justicia, en mi ejemplo, encontrará dificultades en percibir que sus propios motivos son perversos.
Nuestra capacidad de engaño, paradójicamente, nos permite mantener los ojos muy abiertos sobre los demás. Digo esto porque ya habremos experimentado esto de pillar a otra persona en la mentira; no me refiero a la mentira deliberada, sino a la anterior. Sabemos que la persona miente, porque o bien conocemos los hechos o bien percibimos la incoherencia de su discurso. Pero ni la incoherencia ni el conocimiento de los hechos son capaces de alejar una impresión: la de que aquella persona realmente cree decir la verdad. Eso es lo más insólito. Ante nuestros ojos otra persona aparece en duplicidad. También por su discurso alcanzamos a percibir que la descripción de los hechos o motivos aludidos son el antifaz de los pensamientos no admitidos y ya transformados en pasiones.
Identificamos el doble en el otro; podemos ver en él casi dos vidas y, si vamos más lejos, casi dos personas que nos resultan – si le tratamos con alguna familiaridad – difíciles de entender. Hay una cosa interiormente – para repetir la expresión de San Juan Clímaco – que no cuadra bien con lo que conocemos exteriormente. Su vida se nos aparece envuelta en una desagradable bruma de misterio.
Ahora tomad el ejemplo de la injusticia y el comentario sobre nuestra capacidad de percibir la duplicidad ajena y veréis que las dos cosas caminan de la mano. Justificativas – o racionalizaciones, como se dice en ética – nos permiten ver y describir, aunque no necesariamente comprender, la actitud doble en el prójimo. Las justificativas, que son esos pensamientos a que nos referimos desde el inicio del artículo, poco a poco van formando una caricatura de identidad en la persona que las alimenta, en quien no le pide a Dios – a ejemplo de Baudelaire – fuerza y valor para mirar su corazón sin asco. La persona se vuelve, como dijo San Juan Clímaco, en cierta manera doble. Cada quien alimenta a su propio doble.
Y digo cada quien porque eso que vemos en el prójimo, a veces con claridad, también pasa con nosotros. El ejemplo de la injusticia y nuestra buena vista para los defectos ajenos fueron la manera que encontré para contornar en alguna medida el autoengaño y no desafiarlo de frente. Como todos lo tenemos, creamos resistencias a fin de mantenerlo; su derrumbamiento nos llenaría de dolor y vergüenza. Lope lo ha dicho perfectamente en un soneto: «¡Oh siempre aborrecido desengaño,/ amado al procurarte, odioso al verte,/ que en lugar de sanar abres la herida!». Si pudiésemos ver a nuestro doble, nos escandalizaríamos igual que el personaje de Dostoyevski. La herida quedaría abierta y no curada.
El doble es alimentado por el cauce formado a partir de los pensamientos no admitidos, a partir de la mirada que se aleja y no quiere ver la miseria. Si los verdaderos pensamientos permanecen ocultos – como en el ejemplo de la injusticia –, nuestra conducta siempre acabará por revelar el doble que rehusamos ver.
¿Cuál es el propósito, entonces, de discernir y admitir los pensamientos? Si será odioso verlos, porque es odioso conocer a nuestro doble, ¿por qué hacerlo? Lope acierta al decir que el desengaño abre la herida. Se puede añadir que para curarla hace falta un médico. Los peldaños de la Santa Escala componen todo un largo procedimiento para la abertura de la herida o, si se quiere, para el encuentro con el doble. Pero no basta con abrir la herida ni tan solo con mirar al doble. Es menester permitirle al médico que la cure; es menester acompañarlo por un camino que el doble aborrece mortalmente. Tanto la curación de la herida como el desvanecimiento del doble acometen la paulatina restauración de nuestra imagen – todavía borrosa – a su sentido original, a la conformidad con Quién la ha creado.
Si me pasé tan mal leyendo la novela de Dostoyevski no fue porque la obra era mala. Aborrecía los gestos de mi doble sin atreverme a mirarlo, mientras que lo alimentaba con pensamientos e intenciones no confesados. Mi imagen se desvanecía a medida que la suya cobraba más color. En aquél momento empezaba a darme cuenta de que también yo era una cosa interiormente y otra exteriormente. El desengaño abrió la herida, pero no la curó. Todavía hace falta dejarle obrar al médico y seguirlo por los peldaños que Él mismo ha señalado.
Gilmar Siqueira
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