En 1977 se publicó un libro sobre el Concilio Vaticano II que no suele citarse, siendo entre el público hispanohablante menos famoso que “El Rin desemboca en el Tíber” (Wiltgen, 1966) y, más recientemente, “Concilio Vaticano II, una historia nunca escrita” (De Mattei, 2010).
Me estoy refiriendo a “El Concilio del papa Juan”, a cargo del profesor de educación primaria galés Michael Davies (q.e.g.e.) y amigo que luego fue del cardenal Joseph Ratzinger. La obra está traducida el idioma español y a ella puede accederse en este enlace. Gozó de continuación con “La nueva Misa del papa Pablo”, de igual calidad que el texto que aquí se comenta.
En su introducción, el autor explica por qué no solicitó la previa licencia de la autoridad eclesiástica. Al parecer, lo hizo en una obra anterior y le fue denegada con la sola excusa de que ni el censor ni el obispo correspondientes aprobaban al sacerdote a quien Davies dedicó la obra, por lo que éste no se sometió por dos veces a semejante farsa, que consideraba como epítome en miniatura del espíritu del Vaticano II. No obstante, el original fue revisado por diversos sacerdotes, que certificaron la ausencia de errores doctrinales o morales y a quienes el escritor consignó expresamente su agradecimiento, absteniéndose de nombrarlos “porque sería una ingratitud a su gentileza señalarlos ante sus perseguidores”.
El capítulo I recuerda cómo Juan XXIII, en su discurso de apertura, aseguraba ilusoriamente que hasta las cenizas de San Pedro y sus otros santos predecesores se estremecían en mística exultación ante su Concilio, que ahora se iniciaba y se elevaba en la Iglesia como una aurora, “un anticipo de la más espléndida luz”. No obstante, el papa Roncalli, entre la primera y la segunda sesión, ya había perdido muchas de sus ilusiones; como Frankenstein, había creado un monstruo que no podía controlar. El arzobispo de Canterbury, luego cardenal Heenan, afirmó que “a medida que el Concilio avanzaba, Juan XXIII se deprimía más y más”.
También el pontífice posterior, Pablo VI, habría expresado serias dudas. En su discurso anual a los predicadores cuaresmales de Roma, en marzo de 1976, habló de dos graves tentaciones que venían a materializarse dentro de la Iglesia, conduciendo bien al protestantismo, bien al marxismo.
El joven teólogo Hans Küng, perito del obispo de Rottenburg, afirmo públicamente, al finalizar la primera sesión, que lo que fuera el sueño de los heterodoxos que él representaba había proliferado e impregnado toda la atmósfera de la Iglesia gracias al Concilio.
El canónigo inglés Francis J. Ripley situaba en aquel momento, 1962, la aberración de empezar a apartar el Santísimo a una capilla especial separada de la nave, que la Instrucción General de la Nueva Misa recomendaría, con toda energía, siete años después y hasta la actualidad.
Para asegurarse de controlar las comisiones conciliares, los obispos de mentalidad moderna se reunieron en casa del cardenal Frings, arzobispo de Colonia, si bien al mando del cardenal Bea, prelado igualmente alemán. Los obispos holandeses, belgas, austríacos, suizos, escandinavos, canadienses y franceses (con excepción del arzobispo Lefebvre) integraban igualmente este núcleo de tendencia liberal, denominado Grupo del Rin, que pasaría a desplegar una estrategia dirigida a “suprimir focos aislados de resistencia y controlar de forma absoluta zonas de la administración conciliar”, convirtiéndose eventualmente en la mayoría conciliar dominante.
El ya citado cardenal Heenan escribió en 1974 que “Jesús lloró sobre Jerusalén y Juan XXIII habría llorado sobre Roma si hubiera previsto lo que se haría en nombre de su Concilio”.
El Grupo del Rin logró alterar las normas procedimentales del Concilio, convenciendo a Pablo VI para que nombrase a cuatro cardenales moderadores, tres de los cuales pertenecían a la tendencia modernista (Döpfner, Lercaro y Suenens), mientras que el cuarto, Agagianian, no era muy enérgico.
El cardenal Heenan advirtió también de que los textos conciliares, redactados ambiguamente, servirían para autorizar innovaciones progresistas en diferentes ámbitos a través de comisiones post-conciliares, como por desgracia ocurrió. También señaló que, en aras del ecumenismo, “no se presentaba ningún tema a la discusión si no era examinado en su contenido ecuménico, detectando cualquier afirmación de fe católica que pudiera no ser del todo aceptable para los no-católicos”.
Sirvan estas breves líneas para que los lectores de Marchando Religión se animen a leer el valioso texto de Davies, cuyo contenido completo no es preciso ni conveniente desvelar aquí. Se trata de una contribución muy importante no sólo para entender los sucesos lamentables de aquella época, sino también para entender la secularización y devastación posterior, en palabras de Benedicto XVI.
Miguel Toledano
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