La muerte de Gregorio XI supuso el regreso a Roma del nuevo Pontífice tras cuarenta años de ausencia, ¿Quieren saber todo lo referente al cisma de occidente
«El cisma de Occidente I», Rev. D. Vicente Ramón Escandell Abad
Una casa dividida (I)
En la ciudad de Constanza, repleta de representantes de toda la Cristiandad, se ponía termino el año 1414 al Cisma de Occidente, el gran escándalo que había sacudido Occidente desde hacía casi cuarenta años y que sentó las bases de la división religiosa que supuso la Reforma protestante.
De Avignon a Roma: orígenes de una división
En 1378 fallecía en Roma el Papa Gregorio XI, el último de los Papas que había residido en Avignon y que, a instancias de santa Brígida de Suecia, decidió finalmente retornar la residencia papal a la Ciudad Eterna. Su muerte supuso el fin de casi cuarenta años de ausencia papal de Roma, iniciada bajo el pontificado de Clemente V, el primero de los papas en residir permanentemente fuera de Roma, y bajo la atenta vigilancia del monarca francés.
Durante la estancia papal en suelo galo, se había producido un proceso de resquebrajamiento del prestigio de la Iglesia y del papado nunca antes visto. En Avignon, los papas habían terminado de perfilar la estructura de la Curia papal, centralizando en ella los principales nombramientos de beneficios eclesiásticos y recaudando inmensas cantidades de dinero, procedentes de toda la Cristiandad. Esta centralización y fiscalización papal produjo un descontento generalizado entre los cristianos, a lo que se unía la excesiva dependencia política del Papa con respecto al rey de Francia, lo que produjo acusaciones de imparcialidad en las intervenciones políticas de la Santa Sede durante dicho periodo.
Sin embargo, hacia finales del siglo XIV, va surgiendo el deseo de la Cristiandad del retorno de los Papas a Roma, ciudad por entonces desolada por las luchas intestinas de las familias patricias, y cuyos habitantes veían con tristeza e impotencia la ruina de los grandes monumentos de la Cristiandad, entre ellos la misma Basílica de San Pedro. Gracias a la labor de santas insignes como Santa Catalina de Siena y Santa Brígida de Suecia, y de hombres de Estado como el Cardenal español Gil de Albornoz, la situación fue haciéndose propicia para el retorno papal a Roma y la liberación del yugo francés del Papado. Así, Urbano V en 1367, regresa a Roma, pero, ante los desórdenes internos de la Ciudad Eterna, regresa a Avignon en 1370; sin embargo, su sucesor, Gregorio XI, bajo la guía de Santa Catalina de Siena, toma la decisión definitiva de abandonar territorio francés y restablecer la sede papal en Roma. Allí moriría en 1377, rodeado de cardenales franceses que, según su testimonio, oyeron al propio Papa arrepentirse de haber tomado la decisión de abandonar el seguro refugio francés para habitar en la ingobernable Roma.
De la unidad a la división: el Cisma de la Cristiandad.
Desde 1053, fecha en que se formalizo la división entre la Iglesia de Occidente y Oriente, con el Cisma de Focio, la Cristiandad no había vivido una crisis institucional tan aguda como la que se inauguró en 1378 con la elección de Urbano VI como sucesor de Gregorio XI. El Cisma de Occidente no sólo supuso una división institucional de la Iglesia en dos y tres obediencias papales, sino también moral y espiritual, con graves repercusiones para el futuro.
El Conclave que debía elegir al sucesor de Gregorio XI fue accidentado y convulso. Años de influencia francesa en el Papado y la Iglesia habían soliviantado al pueblo romano que deseaba un Papa romano o, al menos, italiano. Bloqueados en las votaciones y bajo la amenaza de ser atacados por la plebe furiosa, los cardenales decidieron elegir a un italiano como sucesor de Gregorio XI: Bartolomé Prignano, arzobispo de Bari. Este, que ni siquiera era cardenal ni estaba presente en el Conclave, parecía el candidato idóneo para apaciguar los ánimos de la plebe y contentar a los franceses: hombre de la curia, italiano semifrances, doctrinalmente seguro y de carácter, aparentemente, tranquilo. Parecía un hombre de consenso, que se dedicaría con ahínco a la reforma de la Iglesia y de la Curia, sin suponer un obstáculopolítico a los intereses de Francia y sin molestar a ningún bando cardenalicio.
Todos, sin reserva mental alguna, aceptaron la elección y le rindieron la debida obediencia como era costumbre. Sin embargo, estas empezaron a surgir o plantearse a raíz de su actuación como pontífice, muy alejada de la moderación y dulzura que santa Catalina de Siena le aconsejaba en sus cartas. En sus homilías a la Curia y los cardenales lanzaba virulentos ataques contra sus defectos y corruptelas; y atacaba a los obispos públicamente por residir en la Curia romana, buscando prebendas, descuidando así a sus feligreses. Ello llevó a muchos a empezar a dudar de si la elección había sido valida o no, en razón de las presiones que se habían recibido por parte de la plebe romana para agilizar la elección. Se iniciaron, entonces, los primeros movimientos contra Urbano, liderados por el Cardenal de Amiens, Juan de la Grange, que capitalizo la oposición contra el Papa, y que él no pudo frenar a pesar de sus intentos, como, por ejemplo, de nombrar nuevos cardenales de origen italiano.
Los conspiradores encontraron ocasión propicia para dar su golpe contra Urbano con ocasión del verano romano, que les sirvió de excusa para formalizar su ruptura con aquel que, según ellos, no era el legítimo Papa. Establecidos Agnani, los cardenales franceses, a los que se unió el Cardenal aragonés Pedro de Luna, futuro “Benedicto XIII”, resolvieron declarar nula la elección de Urbano VI por falta de libertad en el ejercicio de su voto en el Conclave. Trasladándose a la ciudad de Fondi, en el reino de Nápoles, aliado de Francia, los cardenales rebeldes, tras rechazar diversas vías para solucionar la cuestión de la legitimidad de Urbano VI, eligieron como Papa legitimo a Roberto de Ginebra, que gobernaría en Avignon con el nombre de “Clemente VII”. Con esta elección se daba inicio al Cisma de Occidente, que dividió la Cristiandad en dos obediencias (Roma y Avignon) y sumió a la Cristiandad en una profunda crisis espiritual e institucional, que acontecía a la par de la Guerra de los Cien Años, cuyos contendientes se apoyarían en uno u otro Papa, convirtiendo el conflicto eclesial en un conflicto político.
No hay duda de la legitimidad de Urbano VI, a pesar de lo tormentoso y precipitado de su elección. Las públicas manifestaciones de adhesión al nuevo pontífice, la solicitud de beneficios y prebendas a este y el homenaje de los príncipes cristianos, constituye prueba suficiente de que toda la Cristiandad le reconocía como tal antes del estallido del Cisma.
Una casa dividida: la Cristiandad en crisis.
El inicio y desarrollo del Cisma hasta la convocatoria del Concilio de Constanza dio lugar a una de las peores crisis institucionales, espirituales y morales que vivió la Iglesia a lo largo de la Edad Media.
Disminución de la autoridad papal, relajamiento de costumbres y proliferación de visionarios y pseudoprofetas, fue la tónica general del periodo que sembró el terreno para la reforma luterana. El Papa, tanto en Roma como en Avignon, se vio en la necesidad de ceder parcelas de autoridad para garantizar la lealtad de los reyes a su causa, concediendo a estos amplios poderes en los asuntos jurisdiccionales de la Iglesia en sus respectivos reinos. Dentro de la Iglesia, esta disminución de la autoridad pontificia se tradujo en una relajación de costumbres dentro del clero, tanto secular como regular, que afectaría profundamente a la vida religiosa de los fieles cristianos: como pago a apoyos y favores, eran elevados a la dignidad episcopal personajes indignos, con un comportamiento moral más que dudoso y poco interesados en los asuntos espirituales de la Iglesia; algo similar ocurría entre el bajo clero, tanto regular como secular, que aumento de forma desproporcionada con individuos sin vocación, que buscaban en la vida religiosa una forma de vida fácil y de sustento asegurado. Esta situación, tantas veces lamentada por los concilios particulares, repercutió negativamente en la vivencia del celibato, ya que muchos de ellos Vivian en público concubinato, alentando la opinión de aquellos que proponían su supresión para poner fin a tanto escándalo. A este respecto, destacó la defensa del mismo por parte del autor eclesiástico Juan Gerson quien, frente a los detractores de esta ley eclesiástica, sostenía que su vivencia no era difícil de imponerse, siempre y cuando se diese a los candidatos al sacerdocio una educación conforme a su alta vocación.
A este descredito de la institución eclesial, se unión el fenómeno de los visionarios y pseudoprofetas, que, como en cualquier tiempo de crisis, inundaron los campos y ciudades de la Europa del siglo XV. La llegada del anticristo y el inminente fin del mundo eran los temas preferidos de estos agoreros medievales, como también el anuncio de la llegada inminente del papa angelicus, que vendría a poner orden en la Iglesia e iniciar una era de paz y prosperidad. Esta situación de inquietud espiritual, dio lugar, también, a una serie de herejías que, andado el tiempo, desembocarían en las doctrinas de Lutero. Separadas entre sí por el tiempo y el lugar, las doctrinas del inglés Wyclef y del checo Hus coincidían en su rechazo de la Iglesia institucional y visible, de la Tradición, del sacerdocio ministerial y de los sacramentos, en especial de la Eucaristía; frente a ello, defendían una Iglesia espiritual, formada por los predestinados, que tendría como única norma de fe la Sagrada Escritura y sometida al arbitrio del Estado. Esas tesis, con muy pocas variaciones, serian asumidas un siglo después por el heresiarca Lutero quien tuvo en ambos herejes dos destacados predecesores.
Triste panorama, pues, el que presentaba la Iglesia de finales del siglo XIV y principios del XV, que en poco o nada se parecía a la Cristiandad gloriosa y triunfante del siglo XIII. Aun así, cabe destacar que, en medio de tanto pecado y mediocridad, siguió floreciendo en la Iglesia la santidad, la vida religiosa y la coherencia de vida. Así, por ejemplo, encontramos la figura de san Vicente Ferrer, insigne predicador y consejero del Papa Benedicto XIII de Avignon, que, con sus sermones sobre los novísimos, movía a la conversión, y que tuvo un papel destacado en la resolución del Cisma; o de Juan Gerson, anteriormente citado, prolífico autor ascético y místico, cuyas obras tanto ayudaron a la vida espiritual de aquellos tiempos y a la configuración de la llamada Devotio moderna, una nueva forma de espiritualidad, que inspiro obras como la Imitación de Cristo, que buscaba un cristianismo más auténtico e interior. Junto a ellos, miles de cristianos que deseaban una verdadera renovación de la Iglesia, empezando necesariamente por su cabeza visible, y que trabajaron denodadamente por la solución del Cisma y el retorno a la unidad.
Conclusión
El Cisma de Occidente supuso el colofón de una crisis eclesial iniciada en los inicios del siglo XIV con la conversión del Papa en “prisionero” del Rey de Francia y que culmina con la rebelión de los cardenales franceses ante las maneras despóticas de Urbano VI. Desde 1378 hasta 1414 la Cristiandad se encuentra dividida y atormentada, los intereses políticos mezclados con los religiosos y el clero y los fieles desorientados.
Ante esta situación, era necesario buscar una solución que lograra restablecer la unidad e impulsar la tan necesaria reforma de la Iglesia. Habría que esperar a la convocatoria del Concilio de Constanza para dar inicio a tal deseo, aunque, como veremos, se producirá un nuevo problema que pondría en peligro la tan deseada unidad y reforma.
Vicente Ramón Escandell Abad, Pbro.
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