Hoy, Miguel, nos trae una obra literaria y un tema siempre de moda, juntamos ambas cosas y resulta, Daisy Miller y la maledicencia, ¿Se animan a un rato de buena lectura?
Daisy Miller y la maledicencia, un artículo de Miguel Toledano
Henry James fue un novelista anglosajón, relativamente conocido en nuestros días por el gran público gracias a la adaptación cinematográfica de algunas de sus obras, tales como “Retrato de una mujer”, “Las bostonianas” o “Washington Square”.
También la obra que nos ocupa hoy, “Daisy Miller”, fue llevada al celuloide en 1974, a cargo del director Peter Bogdánovich, acentuando quizás en exceso los rasgos refractarios de la protagonista, al gusto rebelde de la época. Sin embargo, no nos centraremos ni en él ni en su largometraje, ni siquiera en la figura de Henry James, un protestante de respetabilidad más bien oscura.
Lo que nos interesa es una faceta de la historia de la joven Daisy Miller, que tiene que ver con la moral, la fama y el buen nombre, especialmente en el caso de una mujer. Llega un momento en el que toda una pretendidamente “buena sociedad” norteamericana habla mal de la heroína, sin que ésta sea consciente o pueda defenderse.
Anita “Daisy” Miller es la hija mayor de una familia acomodada de Nueva York que pasa largas temporadas en Suiza y en Italia, acompañada de su madre y su hermanito. Es inocente, alegre e inteligente, pero posee una personalidad que no le lleva a estar demasiado atenta respecto a lo que puedan pensar de ella.
Le acusan de flirtear con muchos hombres, cuando lo único que hace es apreciar la amabilidad en los demás, con quienes quiere compartir su propia felicidad. El primer personaje que afea la conducta de Daisy, sin corresponderle en fondo o en forma, es Eugenio, el guía que acompaña a la familia Miller en su grand tour europeo. La joven, cuando escucha de él que desaprueba su visita al castillo de Chillon con el caballero Frederick Winterbourne, advierte la falta de educación y orgullo del italiano, que excede de su competencia profesional al mostrar su desagrado, aun siendo mayor que ella.
En el capítulo cuarto aparece la Sra. Costello, tía de Winterbourne, que también criticará cruelmente a Daisy; la anciana, que se considera a sí misma miembro de la sociedad elegante, no duda en preferir a sus nietas porque ellas si se cuidan de ocultar sus propias vergüenzas, que las tienen, en contraste con Daisy, que nada tiene que esconder. Qué lejos esta esa opción preferencial por la sociedad elegante del cuidado que, en nuestros catecismos, hemos aprendido desde niños a dedicar por obrar bien a los ojos de Dios.
La Sra. Costello refleja la afectación de la ideología conservadora, ajena al catolicismo, acartonada por las etiquetas y las consignas moralizantes del “comportamiento correcto”. Frente a su carácter odioso resaltan la tranquilidad de ánimo y la viveza en la mirada de Daisy, que acreditan la valía y gracia que posee.
Costello está obsesionada por frecuentar a las “personas bien” e ir únicamente a las “mejores” cenas y bailes. Lo que en Daisy es una franca felicidad por cuantas bendiciones le rodean, en la tía de Winterbourne predominan el desprecio por la gente “corriente” y el formalismo con pretensiones de sofisticación.
James, por boca de Winterbourne, formula el juicio moral sobre la tía: ella también es “orgullosa y maleducada”, exactamente igual que Eugenio. El orgullo y la falta de educación iguala a las clases que aparentemente quedan a enorme distancia; la aristocracia impostada deja desnudo de cualquier carácter patricio a quien no sabe emplear la caridad y la dulzura de la verdadera nobleza, que anida en el corazón.
En el capítulo quinto aparece la señora Miller, la madre de Daisy. Comprendemos aquí que la actitud de la hija ante la vida es una mezcla de su propio talante y de la educación recibida. En su familia, la honradez y la naturalidad son bases más fundamentales que las normas del liberalismo moderado. Pero por su experiencia, la señora Miller es más consciente que la joven de ciertos protocolos que el mundo espera.
Hacia el ecuador de la novela, la acción se traslada de Vevey a Roma. Allí conoceremos a la Sra. Walker, viuda adinerada de la que, por su parte, se deja entrever una relación extraña con Winterbourne, de una ambigüedad que sugiere que hay algo más que una simple amistad. En todo caso, es claro que Walker no se comporta al modo de las viudas salesianas de la “Introducción a la vida devota”, sino que gusta de organizar conciertos y otros eventos (como se dice ahora) mundanos en su residencia de la Via Gregoriana. Sin embargo, se permite ampliar la maledicencia frente a Daisy. “Ella pasea con un italiano, es terrible; además, las personas de nuestra clase no andamos, sino que vamos en coche de caballos”.
Una tarde en el monte Pincio, el carruaje se acerca a la joven; desde dentro, la viuda dice a la joven: “Tienes la suficiente edad como para que se hable de ti”. “¿A qué se refiere Ud.?”, le pregunta Daisy. Una vez consciente, al menos lejanamente, del juego al que pretende someterla la norteamericana otoñal, la joven le muestra su desinterés por el estereotipo y se aleja de ella. Furiosa por no poder controlarla, Walker la juzga frente a Winterbourne: “¡Es una temeraria!”
Daisy, por el contrario, está interesada por la verdad, convencida de que es la verdad la que determina la validez y categoría de los hombres; y no tiene miedo de la verdad, no piensa por un momento que la verdad permita la erosión de una persona inocente. Llegados a este punto (capítulo décimo), el escritor nos confiesa el principal rasgo del carácter de su personaje: “good-natured”. Es éste un epíteto difícil de traducir del original en inglés; literalmente, quiere decir de buena naturaleza, y expresa una bondad natural del alma, que se manifiesta en la afabilidad y el buen carácter; demuestra una armonía del orden externo con la genética del individuo. El buen comportamiento no es forzado, reprimido o puntilloso, como el de Costello o Walker, sino espontáneo y acorde con la naturaleza y el contexto.
No obstante, a estas alturas, la cotillería victoriana ya ha producido sus frutos farisaicos. Toda la ciudad habla de que Daisy pasea a solas con un tenor italiano llamado Giovanelli. Cuando se les ve por San Pedro, nadie invitará ya más a Daisy a un solo concierto. Su presencia no es juzgada como bienvenida; hay una sentencia tácita de exclusión.
El mismo Winterbourne llega al convencimiento de que “es demasiado tarde”; también para él, la conducta de la joven es “inapropiada”, eufemismo con el que en el mundo moderno se maquilla la deshonestidad. Aunque ni mucho menos ella lo piense, en la mente del americano existe la duda de si su querida Daisy ira más allá con el cantante local. Él, que previsiblemente no es un dechado de virtudes, se las exige a la candorosa neoyorquina; exactamente lo contrario de lo que aconseja San Francisco de Sales, siguiendo a San Pablo, en relación con la fidelidad conyugal. Pero es que estamos en las antípodas de la rigidez puritana frente a la caridad católica.
En cuanto al desenlace, a diferencia de algunas obras de la literatura española la desgracia de Daisy no llega provocada en último término por la difamación, sino por algo mucho más prosaico y que viene al caso de los tiempos que nosotros vivimos, siglo y medio después.
Si en esta Semana Santa una infección vírica tiene recluida a la población italiana y a medio mundo, en aquel ocaso del siglo XIX era la llamada Fiebre Romana la que impedía a los viandantes acercarse al Coliseo, pues los mosquitos portadores de la malaria hacían entonces estragos antes de que hubieran aparecido los antibióticos.
La pobre Daisy, que ha resistido a la maledicencia de Costello, Walters y otras lenguas viperinas, cae víctima del picotazo de algún anofeles; ello, como digo, diferencia este final trágico de la ruina que, en nuestro Siglo de Oro, puede provocar la destrucción de la persona a manos de los calumniadores y de la masa informe que se deja arrastrar por éstos.
Miguel Toledano
Domingo de Ramos, 2020
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