Un visitante inesperado se le presenta al escritor, el protagonista entra por la puerta para opinar, ¿Le preguntamos como se hace un relato o dejamos que vuele la imaginación del escritor?
Cómo (no) se hace un relato, un artículo de Gilmar Siqueira
Don Miguel, pluma en mano, estaba rodeado de papeles sueltos y libros. Con tanto papel, era difícil de verle en el escritorio. Aunque sí estaba allí, por lo menos de cuerpo presente: la mano izquierda apretaba el carrillo y casi cerraba el ojo. Paralizado, Don Manuel pensaba. O agonizaba, según él mismo. Meditaba sobre la muerte y puede que bien la sintiera tan inmóvil estaba. Su respiración era apenas perceptible.
De un momento a otro, recobraba el aliento y la pluma volvía a correr sobre el papel blanco. Después, con las dos manos sosteniendo la hoja, leía el párrafo que acababa de escribir. Porque Don Miguel escribía a tirones: le salía un párrafo a cada vez que el bolígrafo tocaba el papel. Luego volvía a la misma posición en que lo hemos encontrado. Los párrafos que iban así naciendo eran el registro de su lucha.
Veamos lo último que escribió:
Quiero también, ya que Angela Carballino mezcló a su relato sus propios sentimientos, ni sé qué otra cosa quepa, comentar yo aquí lo que ella dejó dicho de que, si don Manuel y su discípulo Lázaro hubiesen confesado al pueblo su estado de creencia, éste, el pueblo, no los habría entendido. Ni los habría creído, añado yo. Habrían creído a sus obras y no a sus palabras, porque las palabras no sirven para apoyar las obras, sino que las obras se bastan. Y para un pueblo como el de Valverde de Lucerna no hay más confesión que la conducta. Ni sabe el pueblo qué cosa es fe, ni acaso le importa mucho.
Pero todavía faltaba algo. No podía terminar la novela así, creía. Entonces volvió a la posición anterior. Cuando se metió él mismo a comentar la novela, la que antes venía siendo narrada por Angela Carballino, encontró la cosa harto más difícil.
Mientras que se imaginaba qué fin reclamaba la novela, no entrevió, en el rincón de la habitación, que la puerta se había movido un poco, primero, y luego abierta entera: era su Concha que entraba, con su silencio de «recatada estrella». Se puso a mirarlo sin decir palabra.
Así solía ella entrar en el despacho de Don Miguel: abría la puerta y le echaba un ojo sin hablar. A veces lo hacía para ver si él estaba bien o si necesitaba algo. Sabía que no repararía en ella hasta que lo llamase. Y lo hizo:
– ¡Ay, Miguel, que otra vez se te hace tarde!
Y él contestaba igual que siempre:
– ¡Concha! No vi que estabas ahí. ¿Qué decías?
– ¡Que se te hace tarde! ¿No habías quedado de confesarte con Don Manuel antes de la misa?
A Don Miguel se le hacía rara la pregunta de su mujer: ¿acaso no sabía Concha que Don Manuel estaba muerto? Sí, estaba muerto ya desde hacía unos cuantos capítulos…
– ¿Miguel?
Si Concha no lo increpara, sabía que podría quedarse en el despacho unas cuantas horas más. Don Miguel volvería a escribir antes que contestarla directamente.
– ¿Don Manuel? Sí, Concha, Don Manuel. Perdóname. Ya se me había olvidado. ¿Crees que he metido a un Don Manuel, también cura, en la novela que estoy escribiendo?
Esto decía mientras se incorporaba de la silla y seguía a su mujer que ya salía del despacho. No quería tardar en llegar a la iglesia para confesarse. Cerró la puerta tras de sí.
Pocos segundos después se oyen pasos apresurados en el corredor. Es Don Miguel que regresa. De golpe, mientras ponía el sombrero y el abrigo para salir, se le había ocurrido un párrafo más para terminar la novela. Lo escribió, como los anteriores, de un tirón. De esta vez apresurado porque Concha le esperaba. Cogió un rosario que estaba sobre la mesa y se fue.
…
Ya me gustaría seguir con este relato. Pero verá el lector que me será imposible.
Cuando me dispuse a seguirlo, tuve una visita bastante insólita. Tocaron a la puerta y yo, molesto, salí a abrir. Quien haya leído a Niebla ya puede hacerse una idea de quién era mi visitante: no Augusto, sino el mismo Don Miguel.
– ¿No me invitas a entrar, caballerete?
Hablando así sólo podía ser él. Pero tardé en despegar los labios. Mientras que entraba en mi casa sin invitación y miraba desdeñosamente a los pocos libros que tengo, Don Miguel me daba su sombrero. Lo puse en el sofá e hice una seña para que ocupara la misma silla en que pocos segundos antes estaba yo escribiendo de él.
Lo hizo sin demasiados miramientos y cogió los libros que estaban sobre la mesa: por su cara creo que no le hizo mucha gracia la edición del San Manuel Bueno que tengo aquí; será porque en la tapa hay una fotografía suya. Más le agradaron las ediciones de Niebla y Del Sentimiento Trágico, con pinturas de Zuloaga.
Yo me senté delante de él, todavía sin comprender bien qué pasaba. A lo mejor él se imaginaba, como Augusto, que lo habría convertido en mi personaje y que pretendía matarlo.
– Anduviste hablando de mí, ¿verdad?
– Sí, Don Miguel.
– ¿Y cómo piensas terminar el relato?
– ¿De verdad quiere que le diga?
– ¿Por qué crees que lo estoy preguntando?
– Bueno, yo pensaba terminármelo con una frase de Concha – perdón, de Doña Concepción – sobre usted: “Miguel es más beato que yo”.
– Sabes muy bien que no me gusta que me metan en casillas. Aunque esa de beato se me hace ahora más graciosa que la de hereje o agnóstico en que me metieron antaño…
– Pues por eso, Don Miguel. Nunca he podido tomar en serio – perdone que le diga – esa cosa de sus “heterodoxias”. En realidad me parecen risibles…
– ¿Acaso te parece graciosa la agonía, gaznápiro?
– Perdóneme usted, Don Miguel. Quise decir que para mí en sus obras hay una confianza inquebrantable y…
– Ya, ya. No empieces con beaterías. Lo que escribí está escrito y no lo puedes cambiar, ¿entiendes?
– Ni lo quiero, Don Miguel. Sin embargo, por lo menos en este relato…
– Relajo más bien tendrías que llamarlo.
– Como usted quiera, Don Miguel. Pero decía que, por lo menos en lo que escribí, no lo tomé a usted como usted mismo, si entiende lo que quiero decir. Le he inventado.
– ¿Acaso me has convertido en un personaje?
– Ya me gustaría, Don Miguel. Pero no llego a tanto. Lo convertí en un ente de ficción. Pues si usted mismo dijo que seguiría viviendo en quien leyese a sus escritos…
– ¡Anda! ¡Y todavía quiere darme a mí lecciones sobre lo que escribí! Te equivocas si piensas que voy a permitir que me pongas en tus tonterías como te antoje porque…
En ese momento me sentí ofendido. Yo lo admiraba, pero él se estaba poniendo como autor. Entonces me acordé de la escena con Augusto y, aun peor, me acordé de cómo me había caído bien el pobre Augusto.
– Aunque yo sea tonto, Don Miguel, el relato – o relajo, como quiere usted – es mío. Y también esas palabras suyas son mías en alguna medida. Así que ahora comprenderá usted cómo se sintió Augusto al saber que moriría por voluntad de su creador. Y yo, Don Miguel, ni siquiera pienso en su muerte de usted.
Claro que me propasé. Pero estaba nervioso de que el hombre se impusiera sobre mi relato. Tan pronto como dije todo lo que quería me sentí culpable y avergonzado. Don Miguel, sin embargo, no reaccionó mal como yo esperaba.
Se levantó de la silla y, sin mirarme, cogió el sombrero y se fue hacia la puerta. Fui yo corriendo a abrirle, con un pedido de disculpas en la boca, cuando me desarmó su mirada dulce.
– Has hablado bien de Concha. ¿Acaso leíste el poema?
– Sí, Don Miguel. ¿Era realmente «la huella/ de los pies del Señor»?
– Algún día lo sabrás. Hasta entonces. Te esperaremos – ella y yo.
Y se marchó Don Miguel mientras que yo me quedé sin saber cómo se hace un relato.
Domingo, 12 de abril de 2020. Pascua de Resurrección.
Gilmar Siqueira
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